María Carla Olivera

Las mutaciones responden, como se ha visto, a la frustración y la desconfianza de los
artistas respecto a las posibilidades transformadoras de su quehacer en una sociedad
cercada por la censura –no debe olvidarse el doloroso pasaje del juego de pelota que
funge de epílogo a la década del 80– junto al bullente ecosistema político, económico,
cultural y social nacional e internacional. No fue este un corte matemático, sino más
bien un desplazamiento paulatino que no ha hecho más que incrementarse y tomar
formas nuevas, haciendo impensable, al menos inmediatamente –considerando que
la Historia es a veces rizomática y tendiente al desplazamiento centrípeto– un paso atrás
en este contínuum.

Estos deslizamientos ocurridos a niveles estructurales, esenciales, desarreglan también la superestructura, la superficie. En los 90 las traslaciones de sentido invaden el campo de la representación y el lenguaje. La tropologización de los contenidos de las obras establece una comunicación mucho menos inmediata con el espectador, que deberá transitar, en algunos casos, largas cadenas de “argollas terminológicas” –para utilizar el término de Alexis Jardines.
Esto se debe, entre otros factores, al braceo con la censura. Mosquera señaló en una ocasión que esta constituye una particularidad del arte crítico en Cuba, pues en el sistema imperante una crítica frontal no sería permitida.

La crítica ha insistido en la ironía y la simulación como factores que particularizan la creación finisecular. Esto no es otra cosa sino un nuevo apogeo, en nuestra cultura, de la apelación a mecanismos de camuflaje, a un cierto clandestinaje que nos permite ser y hacer cuando las circunstancias nos resultan hostiles –una actitud/aptitud ensayada y aprehendida, como se ha visto, desde la Colonia. En los años 90 estas propensiones encuentran desenlace a través de
las bondades del enfoque conceptual, la apropiación y la parodia.

De acuerdo a Elvia Rosa Castro en su texto “El pastiche cubano y el sujeto recobrado”, el pastiche en Cuba dista de aquel puramente hedonista, asentado en el regodeo visual, producido en otras latitudes. La especialista declara que el pastiche, como todo nuestro contexto, se carga de significados múltiples y, a pesar de ser un procedimiento postmoderno, esas categorías no ajustan exactamente en esta ínsula que vive particulares corrimientos espaciotemporales. “Nada de afirmación acrítica y sí remilgos de utopía, de un proyecto de superación” (1)

Esto da la medida de la desavenencia de las categorías occidentales para describir cabalmente los procesos que acontecen de este lado del mar y la necesidad de realizar estudios propios
que describan acertadamente las justas proporciones en que en esta, nuestra particular realidad, toman forma los fenómenos globales.

El humor se redescubre ardid particularmente útil, lo mismo como mecanismo de sublimación que de exorcismo ante distintas frustraciones; además de condimento mordaz capaz de despertar perspicacia y levantar miradas sediciosas en mensajes aparentemente inofensivos pues pocas cosas hay más subversivas que una briosa carcajada. El humor, respuesta tan popular en nuestra cultura, se vierte con particular elegancia y refinamiento en piezas de cuidada factura y elaborados modos. Es un arte que echa mano hasta el fondo en el saco de la cultura popular y que consigue, a la vez, un acabado fino que le merece el reconocimiento de arte “culto”. Las mejores obras crean un sello de elegante sagacidad que las distingue dentro de la producción artística de la década.

El humor es puesto en muchos casos en favor de la crítica al sistema del arte cuando advierte sobre el peligro de sacrificar la autenticidad de la crítica social en pos de ganar las simpatías del mercado, el riesgo de sumarnos al proyecto homogeneizador de Occidente y banalizarnos al intentar complacer los clichés que desde fuera se demandan de nosotros.

Al mismo tiempo, el esbozo de un incipiente mercado de arte favorece el llamado “regreso a la tecné”, el alza de una noción de virtuosismo que desemboca en el relamido tratamiento formal de las piezas. El nuevo milenio trae consigo nuevos aires. Si en los 90 cubanos se prefiguran algunos de los rasgos de la producción artística de inicios del siglo XXI que se dan como una agudización de aquellos –las relaciones entre arte y mercado, la progresiva introspección
del arte en su campo específico y su distanciamiento respecto a su supuesto cometido social, el desencanto y la desidentificación generacionales. El arte cubano en el nuevo siglo configura una personalidad propia. Este decide su posición en diálogo transparente con el bien demarcado espíritu epocal, en el que los cuestionamientos acerca de la identidad, y dentro de ella, la identidad nacional, afloran por todo el planeta con novedosas y radicales propuestas.

Ya nos habíamos suscrito a la valoración de Zigmunt Bauman al catalogar la actualidad como “mundo posparadigmático”. La desterritorialización es una realidad incontrovertible y en ascenso favorecida por la libre circulación, mientras que el descreimiento en las utopías sociales, en la cultura como esfera emancipadora, en las recetas de la Ilustración, en los nacionalismos y
más aún, en las nociones de verdad y significado que conllevan al vaciamiento de los conceptos, y todo esto bajo el ritmo impuesto por una modernización atormentada y atormentante, configuran una época bien diferenciada por un lenguaje como nunca antes esquizofrénico. Nada aquí permanece inmutable, todo a nuestro alrededor parece sucumbir a un efecto contrario a las glaciaciones: hoy el planeta se ablanda y transmuta continuamente, como si el calentamiento
global hubiera derretido también siglos de cultura. Por tanto resultan inexactas también las nociones de centro y periferia, porque los mapas de relaciones a nivel mundial han estallado, como todo lo demás, en una multiplicidad astronómica inabarcable. En Cuba, además, la producción plástica de los 2000 se desarrolla en paralelo al perfil político titubeante, al discurso oficial caduco y a una praxis vital sometida por la doble moral y el despropósito.

La crítica de arte en nuestro país (especialmente Elvia Rosa Castro y Frency Fernández) ha identificado dos tendencias bien marcadas en la plástica joven del nuevo milenio en la Isla. Estas se descubren diferenciadas no solo por la articulación de los artistas respecto a la política sino por su apelación a ciertas preferencias formales. En un grupo más menos numeroso de artistas se aprecia nítidamente la herencia del Nuevo Arte Cubano en cuanto a su vocación social, señalando siempre que sus críticas y reflexiones se alejan de los fundamentalismos de antaño. Esta vocación puede que se deba a la participación de muchos de ellos en la Cátedra de Conducta. Ellos prefieren, por regla general, el video y el instalacionismo como soportes. Aquí cabrían Celia y Junior, Reynier Leyva Novo, Grethell Rasúa, Duniesky Martín, Luis Gárciga, Javier Castro, Hamlet Lavastida, Ana Olema y otros.

Las indagaciones de la segunda vertiente que la crítica identifica están más abocadas a la investigación filosófica –destacando la sabiduría oriental y el simbolismo– y en la recreación de experiencias sensoriales. Esta última puede ser otra expresión del regreso del sujeto a sí mismo producto del derrumbe de las macroutopías, un afán por encontrar una Verdad interior basada en el placer sensible, el lirismo y la abstracción filosófica. Poéticas coherentes con estos
indicadores hallamos en Yornel Martínez, Elizabet Cerviño, José Eduardo Yaque, Hander Lara, Irving Vera, Léster Álvarez, Adriana Arronte y Junior Acosta (2).

También destaca dentro del panorama plástico cubano actual una reivindicación de la exploración pictórica en la obra de artistas como Alejandro Campins, Michel Pérez y Niels Reyes, cuyas pinturas comparten un estilo marcado por el distanciamiento del referente y un particular minimalismo que empasta con la escasa narratividad (el anclaje semántico se halla en ocasiones solo en los títulos). Su estética es un compendio visual muy a tono con la vocación universalista
favorecida por la desterritorialización: es deudor del neoexpresionismo alemán, la bad painting, el pop y el gusto por las culturas asiáticas.

Frency Fernández ofrece cuatro consideraciones importantes cuando se pregunta por la orientación de los caminos del arte cubano contemporáneo desde el cierre de los 90 al presente:

-A un lógico proceso de minimalización. Porque funciona como antídoto al barroquismo psico-social, espacial y ontológico de nuestra cultura. Para proponerse explorar lo esencial.

-A asimilar otras herramientas expresivas –hasta llegar a las tecnológicas– y penetrar zonas que incluso están marcadas por el sello de lo restringido o lo prohibido (el empleo de Internet hasta hoy como soporte, y hasta hace poco de computadoras o DVD players, son un buen ejemplo).

-En dos direcciones: A manipular los grandes y sacros símbolos identitarios para revelar sus construcciones y, como resultado, rebelarse contra sus excesos y significados reclusorios. O a desprenderse de ellos, hacerlos desaparecer gradualmente del imaginario simbólico del arte más experimental.

-A instaurar, como consecuencia, un arte que habla del arte sin apellidos, con una vocación universalizante posible que tiene como telos (fin o modelo último) lo esencial humano y espiritual (3).

El tercero de los aspectos anteriores nos devuelve a la identidad, esa noción corrediza y camaleónica que se resiste a su captura. Los más jóvenes artistas cubanos no actúan sobre ella sino, como nunca antes, desde ella. Es uno –si no el más potente– móvil que los ocupa. Entiéndase ocupa en un sentido amplio: ocupa su arte porque como nunca antes ocupa la vida. El tema de la identidad se impele de un modo más inmediato en algunas piezas –anclado sobre todo a los sacros símbolos identitarios– y en muchas discurre entre líneas. Esto es sintomático y hay diversos puntos de vista para valorarlo como un signo positivo o no en la cultura.

Estos apuntes se relaciones estrechamente con los conceptos de apoliticismo e impoliticismo (4), ya introducidos como nuevas opciones de relación de los sujetos con el discurso y la praxis política en nuestro contexto. Estos explican, como elucida Elvia Rosa Castro en su texto “De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt”, la redefinición de la postura de un importante grupo de artistas emergentes en los 2000. Recapitulando, el apoliticismo trasluce laxitud,
extenuación, creación de un espacio abstracto propio en el que se reducen lo más posible las influencias de la política y la ideología. Acaso la “utopía del neutral”. Sobre el impoliticismo ella explica:

En lo impolítico se da una pérdida completa del referente o una ausencia
de relación, de ahí que constantemente se hable de un estado de no
representación, de blanqueamiento (vacío) del sujeto. Eso que muchos
teóricos llaman Nullpunkt, donde nada es manejable. Es lo más cercano a la
locura y al universo simbólico en tanto anulación del ego (5).

También destaca dentro del panorama plástico cubano actual una reivindicación de la exploración pictórica en la obra de artistas como Alejandro Campins, Michel Pérez y Niels Reyes, cuyas pinturas comparten un estilo marcado por el distanciamiento del referente y un particular minimalismo que empasta con la escasa narratividad (el anclaje semántico se halla en ocasiones solo en los títulos). Su estética es un compendio visual muy a tono con la vocación universalista
favorecida por la desterritorialización: es deudor del neoexpresionismo alemán, la bad painting, el pop y el gusto por las culturas asiáticas.

Frency Fernández ofrece cuatro consideraciones importantes cuando se pregunta por la orientación de los caminos del arte cubano contemporáneo desde el cierre de los 90 al presente:

-A un lógico proceso de minimalización. Porque funciona como antídoto al barroquismo psico-social, espacial y ontológico de nuestra cultura. Para proponerse explorar lo esencial.

-A asimilar otras herramientas expresivas –hasta llegar a las tecnológicas– y penetrar zonas que incluso están marcadas por el sello de lo restringido o lo prohibido (el empleo de Internet hasta hoy como soporte, y hasta hace poco de computadoras o DVD players, son un buen ejemplo).

-En dos direcciones: A manipular los grandes y sacros símbolos identitarios para revelar sus construcciones y, como resultado, rebelarse contra sus excesos y significados reclusorios. O a desprenderse de ellos, hacerlos desaparecer gradualmente del imaginario simbólico del arte más experimental.

-A instaurar, como consecuencia, un arte que habla del arte sin apellidos, con una vocación universalizante posible que tiene como telos (fin o modelo último) lo esencial humano y espiritual (6).

El tercero de los aspectos anteriores nos devuelve a la identidad, esa noción corrediza y camaleónica que se resiste a su captura. Los más jóvenes artistas cubanos no actúan sobre ella sino, como nunca antes, desde ella. Es uno –si no el más potente– móvil que los ocupa. Entiéndase ocupa en un sentido amplio: ocupa su arte porque como nunca antes ocupa la vida. El tema de la identidad se impele de un modo más inmediato en algunas piezas –anclado sobre todo a los sacros símbolos identitarios– y en muchas discurre entre líneas. Esto es sintomático y hay diversos puntos de vista para valorarlo como un signo positivo o no en la cultura.

Estos apuntes se relaciones estrechamente con los conceptos de apoliticismo e impoliticismo, ya introducidos como nuevas opciones de relación de los sujetos con el discurso y la praxis política en nuestro contexto. Estos explican, como elucida Elvia Rosa Castro en su texto “De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt”, la redefinición de la postura de un importante grupo de artistas emergentes en los 2000. Recapitulando, el apoliticismo trasluce laxitud,
extenuación, creación de un espacio abstracto propio en el que se reducen lo más posible las influencias de la política y la ideología. Acaso la “utopía del neutral”. Sobre el impoliticismo ella explica:

En lo impolítico se da una pérdida completa del referente o una ausencia
de relación, de ahí que constantemente se hable de un estado de no
representación, de blanqueamiento (vacío) del sujeto. Eso que muchos
teóricos llaman Nullpunkt, donde nada es manejable. Es lo más cercano a la
locura y al universo simbólico en tanto anulación del ego (7)..

Considero se trata de una posición ética otra. Se debería revisar el libro Consideraciones de un impolítico (en alemán Betrachtungen eines Unpolitischen), de Thomas Mann, pues en su original interpretación reconoce en Nietzsche la esperanza de Alemania, lo evalúa centro de la cultura alemana, precisamente por su calidad de impolítico. Nietzsche representa para Mann el auténtico destino germano pues constituye la opción contracorriente a la conversión espiritual de
este país a la política.

Pienso que las diferencias entre una postura y otra tienen mucho que ver con el espacio y la tendencia progresiva de las personas a construir habitares propios también mentales. Es la autoenajenación en un universo propio alejado de las resonancias de la política, una suerte de satélite que planea ignorar olímpicamente su existencia.

Algunos insisten en que la obcecación en la representación de la Isla que comienza en los 80, se instaura en los 90 y llega, mutada, a la actualidad, se debe a la satisfacción de expectativas de mercado excitadas por la particular coyuntura política de Cuba. De acuerdo a esa lógica, la alusión gráfica al territorio nacional respondería al facilismo de asirse al estereotipo, o sería una
consecuencia de un discurso que de tan cercano a las cuestiones políticas termina siendo una ilustración de aquellas, contagiándose del ego agigantado y las ansias de protagonismo tan caras al discurso político oficial. Sin desconocer estas posibilidades, me niego a reducir las motivaciones que llevaron a tanta recreación de la nación geográfica –muchas visiblemente sentidas, otras quizás más banales– a una de estas dos posturas.

Los replanteamientos culturales condujeron, parafraseando al artista y crítico cubano Antonio Eligio Fernández (Tonel), a una cartografía que quiebra las fronteras de la nación en favor de un conglomerado transcultural donde tendrían cabida América Latina y todo el Tercer Mundo, Occidente y No Occidente.

Es natural, para reposo de nuestras subjetividades inestables, pensarse un país que otra vez desvanece en la incertidumbre y que las respuestas que seamos capaces de darles resulten interinas y personales. Las recreaciones de la Isla, presiento, no son solo la búsqueda de Cuba (como patria, nación o Estado), sino el amparo en sus confines geográficos como imagen de los que también se sienten islas desprovistas de pasado o legado –sus habitantes–, en constante
pensarse dentro o fuera y, en formato universal, una representación posible en clave geográfica de la soledad del ciudadano de hoy, el sujeto postmoderno.

El Zeitgeist se filtra en la estética del arte. Resulta curioso cómo el investigador Gilberto Padilla Cárdenas identifica en la literatura cubana un movimiento análogo al esbozado en el arte. Su ensayo “El factor Cuba. Apuntes para una semiología clínica”, comparte con las elucidaciones aquí expuestas las diferencias generacionales respecto al sentir y pensar el discurso de la cubanidad. “Tal parece que Cuba está entonces sobresignificada, todo, hasta lo más superfluo,
está amenazado por ese exceso de significación, por esa sintomatología aberrante que pende sobre el texto cubano como una hemorragia”(8). El autor traza los cambios de signo de la escritura insular comenzando por el locus amoenus (lugar ameno) desde los primeros
poetas; siguen el desencanto y la distopía de otra Cuba presentada como Marginalia a fines del siglo XX; hasta llegar al absurdo, a Cuba como no-lugar, a la desherencia y la “nueva moral estética orgánica” que él reconoce en la “escritura inadvertente” (la producción de los 2000). Con la universalidad como dogma, “los inadvertentes” presienten complot en la cubanidad.

Como en la literatura, los descreimientos anteriormente reconocidos se evidencian en el arte en la plasmación de anhelos a escala humana, micro, con suerte practicables; también en la conducta veleidosa, sibarita, hedonista, huidiza en muchos casos, light, que respiran las obras. En otras alcanza perfiles más críticos pero no sustancialistas ni fundamentalistas porque la Verdad se ha ido de viaje y, al menos por ahora, nadie la espera de vuelta.

A ojos de la presente investigación se priorizan aquellas obras que permiten mayor anclaje. En ellas –tanto las que interrogan los símbolos patrios, el territorio geográfico, o hacen alusión de algún modo a los procesos de revisitación identitaria– la decisión irrevocable parece ser mantenerse bien alejados de la retórica oficial y su esencia fundamentalista.

*Epígrafe de la tesis de grado de María Carla Olivera en la Facultad de Artes y Letras, UH, El picnic de la identidad. Arte cubano, 2000-2013. Tutora, Elvia Rosa Castro. Año 2016. Imagen de portada: Humberto Díaz. Nothing inside, 2012.

Notas:

(1) Elvia Rosa Castro. Erizando las crines (o del arte y otras recetas). Ediciones Aldabón, Matanzas, 2001, p. 45.

(2) La nómina de artistas citados se unen al criterio de la investigadora Elvia Rosa Castro en el
socorrido texto “De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt”, en Artecubano, no. 1, La Habana, 2010.

(3) Frency Fernández. Minimalismo de Estado. Ediciones Lulu, Bonn, 2011, p. 191.

(4) El texto al que se refiere la autora puede leerse de manera actualizada y dividido en seis partes en los siguientes links:

(5) Elvia Rosa Castro. “De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt”, ed. cit., p. 32

(6) Frency Fernández. Minimalismo de Estado. Ediciones Lulu, Bonn, 2011, p. 191.

(7) Elvia Rosa Castro. “De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt”, ed. cit., p. 32.

(8) Gilberto Padilla Cárdenas: “El factor Cuba. Apuntes para una semiología clínica”, en Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos. Reynaldo Lastre (comp., sel. y pról.). Ediciones
La Luz, Holguín, Cuba, p. 366.