Adelaida de Juan                                           

En febrero de 1935 se celebra el Primer Salón Nacional de Pintura y Escultura en La Habana. En él participan las principales figuras que integran la promoción inicial del Arte llamado Nuevo a partir de la antológica exposición de 1927: Víctor Manuel, Amelia Peláez, Carlos Enríquez, Fidelio Ponce, entre otros, nacidos a finales del siglo XIX. También se incluye, de los que nacen unos años después, piezas de Arístides Fernández, fallecido meses antes de la muestra, y de Jorge Arche (n. 1905). De este último resulta laureada La carta.

Al cumplirse el centenario del nacimiento de Arche, el Museo Nacional De Bellas Artes reunió las obras del artista disponibles en el país, a quien se le debe un estudio de mayor profundidad, especialmente con respecto a su estancia en México a partir de 1946. Tenemos referencia de su giro temático en ese tiempo, en el cual privilegia las naturalezas muertas y los paisajes, muchos de los cuales se exponen en el Lyceum habanero en 1949. Esta etapa de la madurez del artista, pues, se nos presentó sólo de modo referencial, con alusiones a un giro temático significativo, ya que el paisaje está presente como fondo en su labor previa y no con un papel protagónico. Las dos terceras partes de la muestra del Centenario estuvieron ocupadas por retratos y autorretratos, lo cual ratifica la ubicación de Arche como el retratista por excelencia de las vanguardias artística del país.

El retrato y el autorretrato son temas frecuentes entre estos artistas: recordemos, como hitos sobresalientes y sólo a modo de botones de muestra, el Retrato de Enmita, de Víctor Manuel; el de Fina García Marruz, de Ponce; los de su madre, de Arístides Fernández; el de Marcelo Pogolotti, de  Carlos Enríquez; los de Lezama Lima y los autorretratos, de Mariano (quien en 1938 dibujó a lápiz sobre cartulina un acertado retrato de Arche), etc. Pero la galería de los creadores culturales de las décadas de 1930 a 1950, está en manos, particularmente de Jorge Arche. Paralelamente, el mundo oficial, político, burocrático y enriquecido, tenía sus retratistas en los vestigios aún fuertes del entrenamiento académico: Valderrama es el de más ejecutoria, como antes lo habían sido Menocal y sus congéneres. La mención de los diez y siete retratos de Arche expuestos en la muestra del Museo (hay, además, dos autorretratos), nos da la galería de lo más avanzado e innovador en el ámbito cultural de la época: pintores como Víctor Manuel y Arístides Fernández, escritores como José Lezama Lima, pensadores e investigadores como Fernando Ortiz y Juan Marinello, patrocinadores del arte nuevo como Bruno Gavica y Emilio Rodríguez Correa, la familia inmediata del pintor y, por supuesto, el conocido y controvertido retrato de Martí, integran la galería de los retratados con una empatía evidente. Esto no ocurre con algún retrato que suponemos de encargo y no de amistad y amor como los otros. Tal es el caso del retrato hecho a Paulina Alsina, 1945.

Retrato de Arístides Fernández

Cronológicamente, el primer retrato es de Arístides Fernández, pintado en 1933. Como en retratos anteriores, Arche coloca a su personaje sentado en un interior; tanto el fondo como la silla están tratados en planos geométricos. Al igual que en otras obras, la característica dominante es la solidez de las personas y objetos representados. En esta pieza inicial, como en otras posteriores, en la camisa blanca que lleva el pintor retratado nada interrumpe el plano de color. El blanco reverbera a modo de superficie sólida, ni siquiera interrumpida por los botones que en una obra realista como las ejecutadas por Arche tendrían su papel detallístico. Arístides apoya el mentón sobre una mano, mientras la otra cuelga a su lado. Las manos van a tener un papel complementario en varios retratos, ayudando a la fidelidad en la representación de los rostros para dar el carácter del retratado. Pueden estar a punto de escribir, de hojear un libro, de sostener —tales son los casos del retrato de Rita Longa o alguno de Mary— una florecilla silvestre como el romerillo, de permanecer cruzadas en gesto característico como se presenta Víctor Manuel. Muchos de los personajes son cercanos a la vida de Arche. Algunos son de una mayor elaboración en cuanto a referentes del retratado; el de Fernando Ortiz (1941), por ejemplo, coloca al sabio en su biblioteca con su habitual traje oscuro y camisa blanca. Escribe una carta a su hija, como puede verse por el encabezamiento en el papel que tiene ante sí; sobre el escritorio está su fundamental Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar,  junto a collares, abalorios y figurillas de los cultos afrocubanos: objeto de sus investigaciones fundamentales. La enrejada ventana abierta al fondo permite la vista de otra estancia, redondeando una compleja perspectiva a la manera renacentista. Otros fondos alusivos al carácter del retratado varían desde la presencia de dos cuadros que pudieran ser de Víctor Manuel hasta las calles pobladas de diferentes personas que se extienden tras el retrato de Lezama Lima.

Autorretrato

En los dos autorretratos presentados, Arche tiene la sobriedad que caracteriza especialmente a sus obras de la década de1930. En el primero, de ca. 1935, el pintor, que viste una camisa azul, está ladeado sobre una silla, aunque mira al espectador de frente. Al fondo, aparece un recuadro que pudiera ser una ventana o un cuadro colgado sobre la pared monocroma, con un paisaje que reitera la sobriedad del cuadro todo. El otro, de 1937, es una de las obras más conocidas del artista: Mi mujer y yo. En un espacio dominado por los colores apagados y oscuros, entre los cuales deslumbra la camisa blanca del pintor, las dos figuras sentadas sin tocarse, las manos de uno sobre la pierna, las de la otra cruzadas sobre el pecho, nos miran fijamente. Frente a ellos y cerrando el espacio de una de las esquinas inferiores, hay un listón inclinado de madera: ¿el marco de un cuadro que indica la labor del hombre?, ¿el espejo en que se fija el pintor para esta obra? Es importante insistir en esa mirada al frente, esa especie de reclamo que hace el retratado —en esta y en casi todos los retratos— para que el destinatario devuelva la atención con que es observado.

Uno de los retratos más conocidos y controvertidos en su momento es el que hiciera de José Martí en 1943. Un paisaje montañoso en el cual se destacan algunas palmas (concuerda así con Carlos Enríquez en su polémica con Pérez Cisneros) son el plano posterior frente al cual se destaca la imagen  (de la cintura para arriba) del Maestro. El escándalo que produjo inicialmente este retrato radica sobre todo en la vestimenta que le coloca el pintor. En lugar del característico terno oscuro de todos los otros retratos de Martí, que parten de fotografías (en especial la que le hiciera el fotógrafo Valdés en Kingston), Arche acude de nuevo al blanco que privilegia en varias de sus obras retratísticas (de Arístides, de Lezama Lima, de Mary, del autorretrato con su mujer). Así, viste a Martí con un ropaje semejante a una guayabera (pero sin las alforzas y botones característicos de esta pieza), haciendo que la superficie de blanco haga resaltar la figura, la cual ocupa un plano que parece proyectarse hacia delante. Insisto ahora en los dos elementos persistentes en tantos retratos de Arche: por una parte, la mirada al frente, recabando de ese modo la atención del espectador; por otra, las manos (también objeto de críticas en los momentos iniciales), que son asimismo significativas: una se coloca sobre el pecho de Martí (haciendo recordar el conocido verso martiano “El corazón con que vivo”), mientras la otra se proyecta fuera del espacio virtual del cuadro para aparentar apoyarse en el marco del mismo. Estos detalles fundamentales y ajenos a la tradición  provocan comentarios y objeciones: tal es la fuerza de la tradición de una imagen estereotipada del Apóstol. (Algo similar ocurrirá, por ejemplo, cuando Sicre deja a Martí con sólo una suerte de toga romana como vestimenta, en la monumental escultura de la hoy Plaza de la Revolución, o cuando Raúl Martínez realiza sus series de Martí repetido en el cuadro, con colores nada realistas cubriendo los planos del rostro). Con el tiempo se ha aceptado la imagen de Arche, como también  las de otros artistas que he mencionado. Se le ha señalado a los recursos que emplea Arche una voluntad de traer la figura del Apóstol a la inmediata contemporaneidad, algo similar a lo habitual en diversas obras del Bajo Medioevo, en el cual los personajes bíblicos adoptan vestimentas y atributos contemporáneos del artista en pinturas y vitrales.

José Martí

Sin embargo, los retratos no son la única temática que interesa a Arche. Con un tratamiento similar a algunos de aquellos, realiza en 1940 una pieza de gran formato, conocida como Primavera o Descanso.  Una pareja de amantes es colocada en un paisaje arcádico, y el entrelazamiento de sus cuerpos vestidos a la usanza de la época del pintor comunica, en  efecto, la sensación de un descanso placentero. Por otra parte, se reitera el recurso de la florecilla en las manos de la mujer y en un plano cercano al espectador. Los cuerpos, como en los retratos, son rotundos, y su realismo no se refiere al detallismo y preceptos académicos, aunque es evidente que son gananciosos de los mismos. El cromatismo se aligera y la perspectiva es similar a la empleada por el artista en otros cuadros, aunque en éste maneja varios planos que se superponen armoniosamente.

Se ha dicho que tal realismo de las figuras concuerda con tendencias que en Europa y los Estados Unidos reaccionan contra las corrientes abstractas y surrealizantes en cuanto a la forma; y que, por otra  parte, privilegia los temas relativos a la situación de trabajadores y obreros oprimidos por una burguesía corrupta,  a menudo apoyada por las fuerzas militares. En este marco paralelo deben ser recordados artistas como George Grosz, quien se destaca en Alemania con cuadros de la llamada “Nueva objetividad”, que a menudo llegan a lo grotesco caricaturesco; o artistas —pienso en Ben Shahn— que en el arte estadounidense florecieron bajo el impulso de los proyectos estatales surgidos durante la Gran Depresión, secuela del crack financiero de 1929. Temas cercanos a estos están presentes en algunos de los murales mexicanos de la época, realizados por los “Tres Grandes” tanto en su tierra natal como en los Estados Unidos; en Argentina, Berni comienza una obra que continuará con éxito durante décadas; una primera etapa de Portinari en Brasil sigue los pasos de Lasar Segall; en Cuba, Marcelo Pogolotti, autor de notables y precursoras abstracciones, se dedica a presentar, en Paisaje Cubano, un panorama en el cual la burguesía grotesca y sus fuerzas armadas omnipresentes, ocupan un papel preponderante y opresor de la clase trabajadora.

En esta última línea se ubican los dos pequeños cuadros de Arche titulados Trabajadores, ambos de 1936. Este tema tiene algunos otros cultivadores en Cuba durante la época: se destacan sobre todo en la obra de Arístides Fernández, muerto a inicios de la década de 1930. Los dos óleos de Arche presentan varias figuras en un ambiente en el cual se apunta un paisaje urbano dominado por las fábricas. Destaca la presencia de un mestizo entre los personajes pintados, tópico no tan frecuente incluso en esta etapa de insurgencia social reflejada en la pintura.

Tal presencia adquiere una fuerza impactante en el último tema de los tratados con insistencia por el pintor. Bajo el título de Bañistas o Paisaje con bañistas, retoma una versión que desde Cézanne va a aflorar de diversos modos en la pintura moderna del siglo XX. En las Bañistas llama la atención que en la colección de figuras de mujer, casi todas de espaldas, que integran el paisaje, el plano inicial de la obra está ocupado por el desnudo de una mujer negra que se extiende a todo lo largo del espacio frontal de la pieza. Este recurso no es del todo único en la pintura cubana de la época, aunque sí lo es el papel protagónico que ocupa en la obra de Arche. Esta obra de 1938 tiene como antecedente, en varios sentidos, a Mujeres en el río, de Gattorno, 1927. Pero en la pieza de Gattorno la negra tiene una posición subalterna, casi diríamos de sirviente. Pero hay puntos de contacto entre ambas obras, notablemente el estatismo de todos los elementos representados y el carácter de solidez de estos, incluyendo el agua que ayuda a dar título a las obras. Arche insiste en tema tan cezanniano en las décadas subsiguientes: Paisaje con bañistas es casisólo un paisaje, de tan poco peso pictórico otorgado a las figuras de las dos mujeres, y otro tanto ocurre con Paisaje con bañistas y flamboyanes, de 1951. Este árbol, tan irradiante en obras de Víctor Manuel, aquí aparece más bien apagado en color, mientras Paisaje con bañistas fue pintado en 1945, tres años después de que Mariano pintara un Paisaje con figuras, bien distanciado de los de Arche. En Mariano, los personajes se mueven con una vitalidad que, por otra parte, caracteriza a esta etapa de su obra. Arche, como Gattorno, se identifican por la ausencia de movimiento a favor de la fijación del mismo. En todos los temas que he mencionado (incluyendo a Los jugadores de dominó, de 1941, congelados en la mesa de juego), las figuras de Arche adquieren vida no por la movilidad de las figuras sino por la intensidad misma con que están tratadas sus efigies, esa solidez compacta que les otorga en ocasiones la apariencia de una instantánea detenida en el tiempo.

Debemos a Arche, pues, aportes complementarios de la pintura de vanguardia del siglo pasado y, sobre todo, esa galería de personajes relevantes vistos a través de la amistad y de la seguridad del pincel en manos de un pintor de alta categoría.

*Publicado originalmente en revista Artecubano 3, 2005