Norge Espinosa
Las últimas jornadas han sido francamente agotadoras. En las redes, las plataformas sociales, y los supuestos espacios de intercambio que arman la zona de comentarios debajo de los artículos de numerosas publicaciones digitales, se deja ver la causa de ese desasosiego, de esa agitación en la que mis compatriotas se lanzan unos sobre los otros, no pocas veces con ánimo feroz, para tratar de acallar a quienes expresan opiniones diversas, estados de ánimos distintos, o simples opiniones acerca de lo más trivial. Ya sé que no sucede solo entre cubanas y cubanos, ya sé que lo que Zygmunt Bauman ha denominado, dentro de su concepto de una “vida líquida”, y más, “un mundo líquido”, ese “activismo de sofá” se reproduce en muchas otras formas de contexto, y entre ciudadanos de no pocas partes del planeta. Pero lo que tengo más cerca es a mis compatriotas, digo, y escriban desde donde escriban, a ratos lo que se desata cuando criterios suyos entran en colisión en el ámbito de las redes, me dan ganas de volver a cerrar todo mi contacto con estas otras plataformas, y siguiendo la recomendación del arcano que me corresponde en el Tarot, procurarme una vida de ermitaño. La saturación que abunda en esos puntos donde deberíamos ejercitarnos para un tipo de conversación que nos identifique como seres capaces de entender el valor de internet como un mapa interactivo de ideas, opiniones, puntos de vista y fogueo de conocimientos, acaba, en el caso cubano, sirviendo a ratos para otro tipo de desahogo, que va desde lo más íntimo hasta la política, pasando por desencuentros profesionales. Lo cual, a la vista de algún estudioso del tema, podrá aportar una relación sintomática de lo que somos y no, de lo que sabemos y no, y sobre todo, de lo que podemos y no crear en conjunto en pos de un determinado índice de respeto hacia la voz del Otro y la Otra: algo en lo cual, sobre todo cuando se piensa en el entrecruce de las dos orillas, no nos aporta exactamente un aire demasiado esperanzador.
La campaña lanzada por un influencer para cerrar en enero envío de remesas, recargas telefónicas o incluso la posibilidad de viajar a Cuba; los acontecimientos recientes en Bolivia, las medidas contra Cuba y otras naciones de la administración norteamericana, el traspaso de información acerca del caso de un prisionero y su identidad real en la Isla, los agolpamientos y reacción en onda expansiva de los mismos a las puertas de un remozado mercado habanero, y de ahí hasta los insultos y reclamaciones que un amigo lanza desde España a quienes fueron sus jefes y colegas en Cuba… han sido parte de este calendario más reciente, en el que se suman además tonos por lo general elevados, reacciones inmediatas y explosivas, salpicadas por una falta de conocimientos en muchos de los comentarios sobre la gramática y la más elemental ortografía que no es un detalle menor, sino otro síntoma, precisamente, de cómo los cubanos han ido perdiendo control sobre el idioma y su posible uso como arma para muchos otros intereses. El panorama, visto de ese modo, es abrumador y poco estimulante. Los que entramos a estos sitios y nos reconocemos como escritores, personas que tienen su principales aliados justamente en la palabra y el discurso, no podemos sentir menos que abandono. Pero claro, también, que en esta polémica la literatura pareciera ser lo menos importante. Lo que preocupa, de un modo gravísimo, son las personas que discuten ahí, lo que dicen esas palabras y el modo en que las escriben sobre sus vidas, como un espejo verbal que, a escala mayor, habla de las complejidades y dolores de una Cuba, imposible de dividir en externa-interna, que al fin y al cabo, desde las redes, se identifica en las mismas neurosis, en las mismas paranoias, y en las mismas in/capacidades para conversar acerca de sí misma.
La entrada de los cubanos en las redes, sobre todo de los más jóvenes, ha puesto en evidencia una carencia mayor: la de nuestro escaso dominio de las normas del debate. La aparente protección que nos proporcionan las redes, en las que también abundan los seudónimos, los falsos nombres y falsas identidades desde las cuales se lanza el insulto y se sabe, como tras una cuarta pared virtual, que quien ataca no podrá respondernos con un golpe físico, alienta a muchas y muchos a ese contrapunteo que se calienta al máximo cuando alguna noticia de orden político hace subir la llama de la discusión. De la bronca, del tira y encoge, del chisme y el brete, en el que muchos aprovechan la buena o mala conexión, en vez de usar esos impulsos a acciones de cambio más concretas. Cada vez que eso sucede, y los ánimos se disparan, salta alguien diciendo que se trata del uso de un derecho, el de la libre expresión, que sirve de excusa a los improperios y mentadas de madre que se riegan como un cáncer. Lo que parece olvidarse es que el uso de un derecho también implica una responsabilidad, y que el insulto debería ser el último recurso en esa clase de bombardeo, en el que por lo general escasea cultura, información y argumentos y lo que se impone, no importa desde qué lado del mundo se escriba, es la chusmería que ataca por igual al que no pasó de la escuela secundaria que a varios ilustres académicos. Se rompen amistades, se lanzan amenazas, se bloquean nombres, entidades y personas, se sospecha que existe una vigilancia obsesiva sobre éste o aquel tipo de post. Y cuando pasa la noticia, cuando la bronca se aquieta hasta el nuevo acontecimiento que nos sacuda, termina todo casi siempre sin que ocurra demasiado. O a veces, sencillamente nada. Queda el malestar, el disgusto, el silencio. O el bravuconeo de quien piensa que sí, que en efecto, le ha asestado un piñazo virtual a personas que al fin y al cabo están mucho más cerca y unidas entre sí de lo que podría pensar quien se asome a esas sesiones de ciberchancleteo.
Tengo amigos y amigas de todas las tendencias. Y discuto con ellos, y les provoco, también desde este tipo de diálogo. He sido parte de todo lo que comento, y he sabido alejarme cuando el calor de la conversación cede ante ciertos fundamentalismos. Atrapado también en las redes que tejen los cubanos en las redes, he dejado también reposar la conversación con algunas personas, porque me interesa más mantener vivo el afecto que nos une antes que dar el portazo. Porque sigo creyendo en la imperiosa necesidad de escuchar al otro, a la otra. Incluso al “otre”, aunque esas nuevas tendencias de escritura y género me parezcan en el fondo tan poco felices como aquello que pretenden denunciar, al tiempo que comprendo el por qué hay quienes apuestan por sus usos. Sea, me digo, porque me importan las personas, y porque las palabras dichas en solitario carecen del impacto que ganan cuando se dirigen a nuevos destinatarios. El lenguaje ha de ser un acto de comunicación y respeto. Y cada vez que una amigo o amigo me envía un mensaje, un chiste o una señal donde la ortografía acaba siendo violada, recibo eso como un golpe. Un golpe mayor si detrás de esos errores verbales, asoman otros mucho más graves, que denotan intolerancia, incapacidad de escucha, poco respeto para quienes nos invitan (o intentan) a compartir sus proyectos y preocupaciones.
Como quien se adentra en el espacio ficticio de un video game, enmascarado bajo una identidad que puede darnos una idea distorsionada de quién realmente nos está interpelando, así suceden no pocas veces estas batallas virtuales que pueden dejar heridas y golpes muy reales entre quienes las protagonizan. Porque lo del mundo virtual es también otra ilusión, un espejismo que nos delata a través de nuestros criterios, y que nos estalla en la cara una y otra vez, como reflejo de un mundo dinamitado y fraccionado en tantos órdenes y desórdenes. Repito: si supiera árabe o ruso, tal vez podría leer ejemplos de lo que aquí digo en esos lenguajes, y tranquilizarme de cierta manera, creyendo que lo que ocurre con este ardor no es solo cosa de cubanos, y que en otros sitios del mundo, no menos asaeteados de conflictos, sucede tal cosa incluso en un grado superior de visibilidad. Pero lo que descubro todas las mañanas, al acercarme a Facebook o al correo, son cosas como esas, que funcionan como señales de alerta, a través de las cuales reciclo preocupaciones acerca de qué ha venido ser el empleo de la red para personas que más allá de eso no tienen en la vida real zonas de confrontación en las que desahogar sus quejas, reclamos, o convocar a proyectos de bienestar mutuo, como zona franca de una ciudadanía que pueda exponer sus apuestas sin temor a ser calificada de disidente, indisciplinada, o portadora aún de utopías a las que otros respondan con burlas o insultos del peor grado. La isla virtual que ha creado internet para los cubanos se estremece en esas broncas, que contienen ecos de Miami, Madrid, Santiago de Chile o quién sabe dónde más, explotando en un mapa global donde la voz de las cubanas y cubanas pareciera no ser capaz de entrenarse en el consenso, en un idioma que no organice nuevamente solo su ortografía, sino también el acto de civismo que debe contenerse entre saludos, diferendos, consultas, y respuestas. El mundo de las redes pareciera agitarse entre esos polos, el de las personas que se saludan y envían postales de cumpleaños, chistes y memes; y el de quienes, cuando la inquietud ronda ya ciertos extremismos y acontecimientos que rebotan contra lo íntimo, lo social, lo moral y lo público, puede dividir en bandos cerrados incluso a esas mismas personas. Y uno no puede dejar de pensar que habrá algún testigo, o provocador, que tras haber lanzado la primera piedra sobre la superficie aparentemente tranquila de las redes, se divierta contemplando como se baten esos no tan virtuales tirios y troyanos. Las redes son también el espacio más vívido, actualmente, de la política del “divide y vencerás”. Y ya se sabe cuán fácilmente provocables somos, para lo bueno y para lo malo, los nacidos en la que alguna vez fuera la Llave del Golfo.
Por eso mismo, y para terminar, aunque como dije a ratos quisiera cerrarlo todo de una vez, entro cada día a estos sitios para poner a mi prueba mi lucidez, mi capacidad de aprendizaje y respeto, mi gama de tolerancia y mi voluntad de pelea. También a mí me han denunciado por poner alguna imagen que “alguien” creyó provocativa. También a mí me espían, me digo, una y otra vez, y eso me hace calibrar cada palabra que expongo ahí, aunque no me impida seguir creyendo que ese es justamente mi espacio de libertad. También he recomendado a quienes, cuando la cosa entra a recodos ya demasiado vulnerables en el fragor de una discusión que se extralimita y pasa a manejar como argumentos detalles estrictamente íntimos de los que se enfrentan, que acudan al correo privado y no cubran los muros públicos con elementos que a otros no deberían interesar. Pero sé que es difícil o imposible, porque la impunidad, que no libertad según lo que creen muchas y muchos, que nos proporciona este tipo de confrontación, resulta otro abismo mal cubierto por la maleza. Y también por ello he sido testigo, como tantas y tantos, de caídas sin remedio, de tropiezos imperdonables. De silencios. Ese silencio que tras el ruido de estas broncas, peleas, discusiones no siempre sostenidas por verdades y sí por caprichos o el tan cubano gesto de querer dar el último golpe, acaba a veces imponiéndose. Y dejándonos en ese otro limbo virtual en el que, de no tener demasiado cuidado, podremos acabar todos. Como almas en pena de un limbo virtual en el que ya no nos acompañe palabra ni persona alguna.
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