Reynier Leyva Novo (1983)
Los olores de la guerra, 2009
Perfumes, frascos de cristal y textos calados en vinil
Texto de José Abreu Cardet, Historiador cubano
Alquimista que elaboró el perfume: Yanelda Mendoza
Ed. 3 + 2 P.A
Obra expuesta, entre otras, en ILLUMInations, Pabellón de América Latina en la 51 Bienal de Venecia. IILA Isolotto dell’Arsenale, Sala Editore, 2011.
Tres perfumes obtenidos a partir de elementos distintivos de tres enfrentamientos bélicos de las guerras de independencia de Cuba del siglo XIX: Jimaguayú, perteneciente a la Guerra de los Diez Años (1868-1878), y Dos Ríos y San Pedro, correspondientes a la Guerra del 95 (1995-1998). Su selección se debe a que en ellos cayeron en combate tres de los grandes jefes de estas contiendas: el Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, el Mayor General y Presidente de la República en armas José Martí y el Lugarteniente General Antonio Maceo, respectivamente.
Textos:
El riesgo esencial
Mes de lluvia es mayo, de agua que arrastra la tierra hacia los ríos y de allí en ciclo esencial al mar. Fue el tiroteo cercano a “dos ríos” el que le dio nombre al escenario del combate.
Una única referencia existe a uno solo de los caídos en aquella acción, José Martí, que se ha
convertido a ojos de todos en un universo. En esta ocasión fue la sangre la que se precipitó a
los ríos, arrastrada por cualquier aguacero posterior al 19 de mayo de 1895. Otros nombres han
sido olvidados. Otras sangres, otros lamentos por los que nunca regresaron no se recuerdan
como si aquella sola, la de Martí, lo incluyera todo. Ella misma un universo de la muerte que
hace olvidar los demás dolores.
Hombre de letra más que de armas y pólvora, la posteridad se recreó en imaginar leyendas
sobre los motivos de por qué estaba allí, en aquel espacio cubierto por el plomo enemigo,
cuando la lógica decía que su vida era más necesaria en otros lugares. Pero no quedaba
remedio alguno, pese a todas las interpretaciones que hemos querido dar. Debía estar en
aquel sitio retando el ojo avispado del tirador contrario. Era un riesgo preciso, la posibilidad
de su muerte más que necesaria era esencial. Un compromiso con todas las madres que no
resguardaron a sus hijos, los que fueron abatidos en el combate del Salado o Las Guásimas.
Su riesgo devino poema a todas las amantes que forjaban el luto futuro que se haría realidad
en Iguara o Peralejos. No era este soldado bisoño, José Martí y Pérez, un ingenuo, no se le
desbocó el caballo, no buscó la muerte, simplemente pidió lo que le correspondía: el riesgo
esencial para ser un mambí.
Lo entregaron a las nubes
La llanura de la hierba, del andar calmado de las reses, de la caballería de las cargas. Era
Camagüey del 68. El hombre que los esbirros descubrieron en su casa a la hora de aplicar el
embargo de sus bienes: partituras de música, novelas y textos de poesías. El reorganizador
de la guerra, el amante fiel cuyas cartas a Amalia han sido buscadas para demostrar el
desgarramiento del amor separado; el enemigo de Céspedes, idealizado por la posteridad.
Era Ignacio Agramante.
El 11 de mayo de 1873 en Jimaguayú, era un simple jinete, un soldado más que se introdujo
en la hierba, entre la manigua e impartió órdenes precisas para una nueva carga, un combate
de los muchos que libró. Pero era el 11 de mayo de 1873. Avanzó por donde debía avanzar, no
se equivocó, no tenía otro camino que estar en la extrema vanguardia. Se creyó que su disparo
no existía. Fue un error de los que creían en sus ideas. No era posible tal privilegio entre tanta
gente brava. Se desplomó sobre la hierba y la tierra.
Desde aquel día comenzaron a mitificarlo, lo hicieron poema, lo convirtieron en mármol
y monumentos, le crearon una biografía, un estudio de sus combates. Fue incluido en los
discursos públicos, los historiadores indagaron y escribieron, pero los únicos que realmente
entendieron aquel 11 de mayo de 1873 fueron los voluntarios de Puerto Príncipe, los
comerciantes y almaceneros españoles que tanto lo odiaron. Lo incineraron, lo hicieron humo.
Impidieron la putrefacción de la carne, que se señalara el lugar de su tumba. Lo entregaron a las nubes y la hierba y no lo dejaron morir aquel 11 de mayo de 1873.
Se equivocaba aquel pobre soldadito
En cada escuela de Cuba hay un busto, las más de las veces pintado de cal. Un color solitario que
necesita compañía en esta isla de tantos colores. A pesar de lo muy imaginativo que son estos
antillanos, no se les ha ocurrido situar en ninguna de ellas la figura de aquel que un día, al andar
por una esquina olvidada de Santiago de Cuba, escuchara a un bodeguero calcular el buen precio
de su carne vendida a un dueño de ingenio o cafetal. Era un negro. Se fue a la guerra atraído por la
prometida abolición de la esclavitud, la independencia y posiblemente también por alguna otra
razón, quizás hoy olvidada. Era un negro. Se dejó fusilar, herir por el sable y la bala. No tenía peones
ni arrendatarios que lo siguieran con la ceguedad que impone la figura deslumbrante de un
caudillo educado en París pero con raíces en una hacienda de Bayamo o Manzanillo. Convenció
a su gente de que tenía todos los derechos a ser teniente, capitán o general saltando el primero
sobre la columna española, abriendo a filo de machete del garantizado trillos de sangre entre los
hijos de Santander, Cataluña o Madrid. En Baraguá se le levantó un monumento. En una academia
militar nunca se cansaron de afirmar que la invasión al occidente de la Isla, de la que fue uno de los
capitanes, era hazaña colosal y sin precedente en su época.
El 7 de diciembre de 1896 un quinto de fina puntería le disparó al negro grande y fuerte que
sobre el caballo daba órdenes de derribar una cerca de alambre que le impedía cargar al
frente de su gente. Se equivocaba aquel pobre soldadito, no era aquella figura la de un negro ni la de un blanco ni la de un oriental ni un habanero, quizás ni siquiera la de un cubano. Era Antonio Maceo, una nueva definición para el diccionario.
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