Gabriel Leiva Rubio

“Me preguntas cíclope como me llamo…

voy a decírtelo: mi nombre es nadie y nadie me llaman todos”

Homero, Odisea.

Pavel es bastante introspectivo. Parece ese tipo de gente con la que uno se cruza en la calle y mira con cierto recelo, como si escondiera con laboriosidad algún tipo de receta para la paz interior. No obstante, Pavel no es budista, aunque le interese mucho Oriente; ni asceta, aunque disfrute leer a Schopenhauer; como tampoco es del todo feliz, aunque lo aparente bastante bien. He de confesar que hablar así de Pavel resulta un tanto incómodo, no por serme alguien ajeno o extraño, que no es el caso, sino más bien porque jamás hemos tenido una conversación de corte intimista. Nunca Pavel me ha contado sus problemas de pareja, sus vicios, sus fobias, las cosas que le asustan o que ama, y yo le he correspondido de la misma forma, como si supiéramos en secreto que no hay necesidad de eso, que todo queda en entredichos. Por suerte este texto no trata sobre Pavel específicamente, sino sería doblemente difícil de escribir.

***

– Es muy loco …, la gente se inventa un mundo que no existe y sobrevive así. ¡Incluso y hasta son felices de esta manera! – Me dice Pavel en una conversación que concertamos para que escribiera sobre su más reciente pieza: El Escapista. Desde la misma noche del viernes 31 de enero, día de su estreno en el Museo Nacional de Bellas Artes, quise escribir sobre ella. No solo por el atípico gesto que supone una proyección de 360 grados en el panorama artístico contemporáneo, sino por el presagio sensorial y conceptual de aquellos píxeles que se superponían en los gastados poros de los muros y columnas del espacio.

Que la pieza, esta vez, fuese un video no es algo nuevo, todo el que conoce la obra de Pavel sabe que esta se sostiene, desde hace años, en una suerte de seducción entre los límites del cine y el videoarte; y que, entre la plasticidad propia de estas manifestaciones y las borrosas fronteras que hoy las separan, late secretamente metamorfoseada parte importante de toda su poética. Lo que si sorprendió en esta ocasión fue la composición, la estructura, el formato, la idea, la obra en toda su magnitud.

Al primer vistazo el guión de la pieza puede parecer bastante simple. Un sujeto que se despierta, recapitula la planificación del día en su celular, se ejercita, desayuna, repasa bocetos en una libreta de apuntes y sale a la calle a caminar. Atraviesa un parque en pleno mediodía y toma un ómnibus acompañado de una música que se filtra a través de sus audífonos. En el trayecto los audífonos se le apagan y queda preso de un revoltijo de apretazones, choques y las inevitables peripecias que supone tomar un ómnibus urbano cubano. Pasada la desagradable situación, el protagonista va a calmar sus síntomas de claustrofobia o conmoción recostándose en una baranda cualquiera en la que regula su agitada respiración. Pasado un tiempo, se incorpora y vuelve a andar. Eso es lo que enseña la pieza. Nada más. Sin embargo, donde retoza a plenitud la esencia de esta obra no es en lo que exhibe, sino en lo que esconde.

¿Escapista? ¿De qué? ¿Cómo? ¿Por qué? Las distintas respuestas a estas interrogantes danzan ocultas en la construcción de una compleja polifonía sensorial salpicada de sinestesias, símbolos o signos que se decantan por develar el know how del extrañamiento voluntario en relación con una realidad que molesta… incomoda. Cuando digo “extrañamiento voluntario” y no sencillamente “extrañamiento” pienso en algo que me dijo el propio Pavel cuándo hablamos: – La creación de este personaje de ficción deviene símbolo de una condición humana: la auto enajenación. La mente del personaje no está entonces de espaldas al mundo en un extravío irreflexivo en tanto memoria o personalidad, más bien todo lo contrario. La pesadez de sus circunstancias lo han llevado a un punto en que es preciso desarrollar una destreza sin igual para convivir con estas: el arte de evitarlas.

Mi primer contacto directo con la obra de Pavel Méndez es de apenas un par de años. Se trata de su tesis de graduación en la Universidad de las Artes de Cuba (ISA) en el 2018 de nombre Yo, exhibida en la galería de la facultad de Artes Visuales de la propia universidad (1). En esta muestrase notaba que algo culminaba y empezaba a la vez, un tipo de dialéctica que gozaba tanto de sus necesarios extravíos como de sus posibles reconocimientos. Una identidad en construcción que se sabía no idéntica a sí misma pero que se captaba en una inmediatez que precisaba ser evocada, traslucida. En esta (auto)exposición se distinguen preocupaciones de orden metafísico afines a la memoria, el movimiento, el tiempo, la existencia, la muerte o la vida. La acircunstancialidad de los objetos escogidos por Pavel allí (un libro, una lavadora, una lámpara, un cráneo) son el perfecto pretexto para entablar un diálogo con lo universal, hacer de lo particular una metáfora de la totalidad o para, sencillamente, extrañar lo real de sus más habituales representaciones.

-En cuanto a la relación de esta obra y mi producción anterior, más allá de las semejanzas formales y conceptuales, puedo decir que es un completo ejercicio de ruptura. – Aún y cuándo Pavel entienda a El Escapista como “un completo ejercicio de ruptura”, esta exhibición (Yo) es importante revisitarla, no solo por ser una suerte de recapitulación existencial y artística del propio creador hasta ese entonces, sino que de esta se desprenden clarificaciones interpretativas fundamentales para un mejor discernimiento de lo que luego acontecería en el Museo. Por poner un ejemplo, en El Escapista existe una demarcación del video monocanal, mientras que Palimpsesto, La mortificación del poeta, Aventura colectiva, Juego de Sabios, Selección Natural (piezas que forman parte de Yo) son todas creadas para su proyección en sala o en un monitor.

La proyección de 360 grados es algo nuevo, no solo para el catálogo del edificio de Arte Cubano, sino para el quehacer del propio artista. Esta nueva gestualidad se debe, por una parte, al factor aplastante de las dimensiones de la pieza (384 m2) en relación a la imposibilidad de su total discernimiento; y también porque devela un componente que prexiste en toda su carrera: la experimentación. Si el concepto de Arte es ambiguo por naturaleza corresponde entonces ser ambiguo para con él, y esto es experimentarlo, juguetear con los propios linderos de su imprecisión. En este sentido la poética de Pavel Méndez es eso: una constante experimentación de lo ambiguo y sus derivaciones.

Otro aspecto importante de El Escapista es lo circunstancial. Cuando en las piezas anteriores de Pavel el objeto fungía como un presentimiento de universalidad o una intuición depurada de experiencias específicas, ahora, se encuentra irremediablemente apuntillado a la cruz de sus circunstancias. No obstante, el franco conocimiento de las circunstancias que bordean al objeto (que aquí es sujeto) es develado a la par del despliegue fenoménico de su propia experiencia sensorial. Este ademán es -según Pavel- una de las estrategias simbólicas que sostiene a El Escapista: la creación de cierta sospecha en el espectador en relación con la realidad que se le va presentando en pantalla.

La clarificación del espacio fenoménico se circunscribe entonces en un (re)descubrimiento, tanto del sujeto que narra la historia a partir de su propia sensorialidad, como del espectador y su paulatina toma de conciencia para con la obra. De ahí que la narrativa en la que se subscribe El Escapista tenga dos niveles de realidad que se ven afectados recíprocamente: la experiencia sensorial del espectador; y las confusas circunstancias en las que gravita el sujeto de la obra misma.

En Seis Propuestas para el Próximo Milenio, Ítalo Calvino se refiere al ejercicio práctico de la levedad como “pulverizar la realidad” (2). La belleza de esta metáfora revela lo fácil que es flotar, cual pompa de jabón, cuando la totalidad de lo real ha quedado relegada a un montón de partículas sin relación entre sí. No hay asperezas, ligamentos o ataduras que impidan el vuelo, todo se ha resumido a eso: polvo. En cambio, en El Escapista el mundo queda intacto, aunque no se le mire, no se le toque o no se le huela. No es lo mismo levitar que escapar. Lejos de pulverizar, lo que existe en esta pieza es un ostracismo de toda realidad, un ilusionista en el arte de escapar.

– ¿Puede el hombre escapar a su realidad? – le pregunto a Pavel.

– No creo que podamos escapar a nuestra realidad. Es demasiado fuerte su presencia. Cuba por su condición, climática o cultural, es un país de cercanías por excelencia. Es nuestra virtud y a la vez nuestra condena, y contra esto no hay quien pueda.

No obstante, existe una posibilidad: emigrar. Dejar la tierra, la familia, los amigos, y darse a la titánica tarea de “mantener las raíces” dentro de una patria que es ajena en todos los sentidos; o sencillamente, ignorar el pasado y fundirse en la matriz cultural de cualquier otra geografía. Aunque en esta forma de escape solo se resuelve, y en parte, la dimensión física del sujeto, dejando la subjetividad retraída en el paraje de sus circunstancias previas. De ahí que esta “nueva realidad” a la que se somete el emigrante es como una dislexia de la existencia; un concurso irresuelto donde las dos mitades de lo humano luchan por su supervivencia: una especie de trauma que pica y se extiende hasta lo infinito.

Para muchísimos esta variante se lleva el primer lugar, cuando de escapar se trata. Un trueque de traumas donde emigrar parece ser el menor de los males posibles. En cambio, en El Escapista la physis permanece, por decirlo de alguna manera, en el lugar del crimen. El personaje parece convencido, y nos convence, que es lo más importante, de haber escapado. O al menos… eso parece. Este efecto de persuasión se logra en el tranquilo transcurso de una trama que solo revela al final su más profundo secreto: la desacralización de un doble engaño.

Mientras que el ilusionista se extasía ante el corolario de sus adivinaciones se olvida de que su ilusión es un arma de doble filo, una jugarreta que inevitablemente se invierte en su contra. Cuando el niño entiende que el conejo del sombrero es un truco viejo, un burdo sortilegio que sucede a destiempo de la pasiva contemplación del acto, gira la vista al reloj, juega ansioso con sus manos, hasta que, finalmente, con la punta de sus deditos, toca el hombro de su madre y le pregunta –¿Cuándo se acaba esto? ¿Cuándo nos vamos? – Ante semejante desacralización la criatura queda sujeta a una pesada duda que le perseguirá siempre: ¿Cómo no desilusionarse de una farsa? Zizek dice que “en esta inversión hay sin duda una suerte de justicia poética; el sujeto (en este caso el espectador) recibe del estafador su propio mensaje en forma invertida y verdadera: no es la víctima de las maquinaciones oscuras y externas del estafador profesional, sino la victima de su propia compulsión a engañar” (3), de su telos de desilusión.

En esta contradicción entre realidad e ilusión está el núcleo duro de la pieza de Pavel: el enmascaramiento de la realidad como la más íntima venganza contra las circunstancias.

El modus operantis de que se vale el personaje para vivir “el diario” lo sitúan a la altura de un poeta, de un artista de las circunstancias. Y es que hace falta demasiada subjetividad como para poder esconderse en ella…demasiada. Nietzsche dice que: “un artista no puede soportar la realidad; se aleja o se aleja: su sincera opinión es que el valor de una cosa consiste en ese residuo nebuloso que se deriva del color, la forma, el sonido y el pensamiento; él cree que cuanto más sutil, atenuado y volátil se vuelve una cosa o un hombre, más valioso se vuelve: cuanto menos real, mayor es su valor” (4).

Cualquier escape siempre es a medias, puesto que queda en la memoria ese residuo de conciencia que inevitablemente evoca las razones de la huida. Incluso el sofisticado esquema que construye El Escapista se ve forzado a interactuar con la creación de una segunda realidad (construida para escapar de la primera), en la que continúa el repiqueteo de esa gotica china, como una lenta y constante filtración de un mundo que te circunda y que, aunque anules, te condiciona. Como en toda buena historia, siempre hay una moraleja: se puede engañar a una persona, a muchas, incluso a un país entero… pero nunca a la realidad, pues de ella se derivan los engaños y no al revés. Aunque a la realidad se le toque con guantes, se le ensordezca con música, se le evite la mirada, se le anule el gusto o el olor, esta, más temprano que tarde, devela su lugar en el mundo, y aún más, nos revela el nuestro.

Notas:

(1) En este mismo espacio, poco tiempo antes, y en conjunto con Milton Raggi, ganaría el premio nacional de curaduría por la exposición “Und Nacht war…”.

(2) CALVINO, Ítalo, Seis Propuestas para el Próximo Milenio, Trad. de Aurora Bernárdez, Ediciones Siruela, 1995, p.19.

(3) ZIZEK, Slavoj, El espinoso sujeto hegeliano: el centro ausente de la ontología política, Trad. Jorge Piarigorskyp, Editorial Paidós, Buenos Aires, p.85.

(4) NIETZSCHE, Friedrich, Obras completas, ed. Oscar Levy, 18 vols. (Londres, 1909-15), vol. 15, La voluntad de poder, trans. Anthony M. Ludovici, pág. 74.