Elvia Rosa Castro

Esta es la cosa: Seríamos ingenuos si pensáramos que un juego de football a gradas vacías, y sin un fichaje entre los participantes que lograra siquiera completar un pase, pudiera cambiar la escritura de un decreto. El terreno de lo simbólico es lento, de ahí que el activismo parezca más efectivo. Y ambos, necesarios.

El Decreto 349, del cual ya opiné por arribita en el texto Cubanos en el siglo XXI…, estoy segura fue concebido más para el mundo de la música que para el de las artes visuales (por aquello del llamado “intrusismo profesional”). Tal vez eso explique la anécdota que describe a Fernando Rojas, viceministro de cultura, soltando rojo de cólera que “no entendieron nada”. ¡Y claro que no entendemos! La letra del decreto es torpe y ambigua (sin decir que contradice otros artículos de la Constitución). Y además, no queremos entender un decreto que censura. Es cuestión de principios y luego, allá lejos, de episteme e interpretación.



También ya dije una vez que el susodicho decreto contra el cual, ojo, lucharon más los artistas visuales que los músicos, tendría una aplicación selectiva, llevándose en la golilla no a los supuestos más conflictivos sino a los más débiles. Estos, probablemente lo más libres, no tienen “registro del creador” (una cosita impresa que enseñas a la policía para que vea que no eres un vago y te permite estar en la nómina de galerías comerciales) pero continúan siendo creadores como el que más pues crear, que es algo divino, es una condición que trasciende la estampa de un pergamino.

Ángel Delgado

La XIII Bienal de La Habana fue la prueba piloto del abominable dictamen y, para asombro de todos, el certamen sucedió en el espíritu de un laisse faire inesperado (hablo en términos generales). Previamente hubo inspectores me dicen, hubo reuniones diarias con el mencionado viceministro, hubo amenazas, hubo listas negras, pequeñas zancadillas de manual que no terminaron ahí. Debo decir que no creamos que toda esta aparente tranquilidad pública se debió al carácter internacional del evento, ni a los miles de ojos puestos en el escenario cubano: eso aquí no importa. Si algo caracteriza a la censura insular es su desfachatez, su hiperrealidad.

La paranoia, la sospecha y el miedo generados de ambas partes fueron tales que terminaron siendo los mediadores, los garantes de un evento limpio (mediocre pero limpio), sin grandes altercados públicos. El miedo fue tan eficiente, y el espíritu instrumental de todos los involucrados en la Bienal (todos) es tan aplastante que todos supieron ocupar su lugar sin mucha presión evidente. El miedo que te impide compartir con tus amigos de siempre, visitar su expo, reconocer, colaborar. El miedo que conduce a la locura y un profundo cinismo o, también es una tesis que he venido manejando, una locura de grado 5to, lista para Mazorra.



El fallo de la Bienal de 2019 se debió al miedo y la histeria que le precedieron. Y estos estados previos terminaron por pasarle factura, pues toda la energía se centró en una presión alta, evitando que alguien se saliera de la raya, en detrimento del hecho artístico. Presiones, a priori todas vanas, pues en definitiva poquísimo puede hacerse desde el escenario simbólico del arte.

jorge&larry

El ambiente más raro y desagradable que he visto en mi vida habanera. Además de corporativo. Por eso, cuando arribas el mes de noviembre de ese mismo año y ves la movida en los espacios alternativos y privados sientes el aroma de la contracultura, de los espíritus libres y de la  comuna. El Apartamento, Procesual Art Studio, la sede de Artista x Artista, el Estudio Figuero-Vives, Aglutinador, los estudios… La Habana vibraba en noviembre. Había liberado el stress de Abril.

Hubo una expo, exactamente hace un año, en una casa, curada por Gisselle Victoria: No sé qué es una casa la llamó; y giraba en torno al nomadismo como eje visible ya la noción de potlach como fundamento. El potlach es una ceremonia de nativos americanos donde la empatía, la colaboración y el acto de compartir son esenciales. Entonces, ya por ahí supongan que la cosa iba de actitud, más de ética que de estética. El bello documental Tempo di viaggio, de Tarkovsky y Tonino Guerra terminó por dar forma a los deseos de Gisselle. Allí Guerra recita el poema “No sé lo que es una casa”, origen del título de la muestra.

Conversando con la curadora me comenta:

El poema fue algo que quise compartir con los artistas, y siempre les aclaré que no representaba un pie forzado, ni tesis, ni hipótesis. Para armarlo sólo teníamos el concepto casa, abierto como sus puertas y ventanas. La idea era brindar experiencias en torno a ese concepto. Esto lo practico desde el proyecto anterior, donde no había un proyecto rígido, más bien en dependencia de mi experiencia con la otra persona, los giros de la conversación…, se iba tejiendo un intercambio sin plan. Me interesaba escucharles, conversar, compartir, y que compartieran entre ellos no sólo el espacio y un show, sino también momentos juntos.

Esto explica la vitalidad que había allí esa noche, donde el disfrute del ambiente, y la experiencia más somática y humana que objetual y aurática, no te soltaba a pesar del calor. Yo iba por media hora y terminé quedándome tres. Ese tipo de calidez vivida allí le estaba faltando al mundillo del arte. La naturaleza eventual y efímera desde la que se diseñó, pasando por encima de autores y obras es uno de los hechos más notables que he podido disfrutar fácilmente en diez años. Era un 31 de octubre. Era un diferente y auténtico Halloween.

No hablaré de obras. Si ibas al otro día, a pesar de que había joyitas allí, no era lo mismo. El arte era puro pretexto. Se trató de un mood que había desterrado el egoísmo; un inmenso y espontáneo performance donde prevalecieron la emoción y el amor. Esa sensación de totalidad y fervor no es capturable en fotos.

Viéndolo en retrospectiva y un año después, siento que aquella era otra Habana.