Danilo Vega Cabrera

Debiera haber un performance en que un hombre mirara atrás, sobre el mar, durante muchas horas. Pudiera estar de pie o sentado, unas veces solo, otras veces rodeado de gente, pero majestuosamente ataviado, y mirando atrás.

Con esa imagen recuerdo a José Luis Rodríguez de Armas, el Chino de Santa Clara, ya no sabiéndolo entre nosotros, tras abandonarnos el pasado 24 de abril cuando acababa de cumplir treinta años de su “exilio” mexicano.

Su casa la conocíamos hasta aquellos que no alcanzamos a visitarla, porque había devenido un hervidero y un jolgorio entre los más variopintos amigos y entre prácticamente cuanto artista cubano de la generación que fuese pasara por Mérida con algún proyecto. Su cálido anfitrionaje lo mantendría al tanto de una historia a la que aportó muchísimo y de la que nunca se despidió del todo.

Compilé la obra crítica de sus años cubanos, pero sé que jamás bastará para dimensionarlo, tal y como sucede cuando se trata de un tesoro de oralidad inestimable que se nos va con él; anotaciones, acotaciones, enmiendas, relatos sumergidos o anécdotas, cronologías… que solo él pudiera hacerle a la historia del arte cubano de los pasados ochenta.  

Durante esos años José Luis hizo lo que se suponía imposible: convirtió una ciudad de provincias en una capital cultural, un foco para el llamado “nuevo arte cubano”, paralelo al de la inquieta Habana de los ochenta. Por eso lo apodaron Fitzcarraldo, como aquel hombre que llevó la ópera a la selva.

Un poco como ese hombre, José Luis debería ser recordado como un curador bastante “performático”. Urdió un performance colectivo difícil y memorable: una vez especialista del Museo Provincial en Santa Clara, hizo subir a toda una generación a la apartada zona alta de la ciudad para ver exposiciones “raras” o poco tradicionales. Y la gente lo siguió como si se tratase de un peregrinaje obligado.

Los artistas de la plástica Consuelo Castañeda y Humberto Castro junto al curador José Luis Rodríguez de Armas,
Museo Provincial de Villa Clara, 1987. Fuente: Archivo de Danilo Vega Cabrera

José Luis encontraría allí un espacio a multiplicar y transformar mediante una estrategia curatorial de vanguardia y muy contemporánea desde el punto de vista de la museología. Por poner un caso: muchos subieron la tediosa colina del citado museo en 1983 a fin de ver la exposición que le hiciera a Flavio Garciandía, pero, ¿cuál no sería la decepción al toparse el gran público con que aquel ya no era el mítico hiperrealismo de Todo lo que usted necesita es amor, sino el más ácido Flavio de las formas del kitsch vernáculo? Ese clásico dilema de la propuesta de arte y su receptor resumía mucho de la óptica de José Luis, quien ponía la lupa en la exposición como un todo y quien respetaba a ese espectador de salas expositivas que las más de las veces no entiende nada; pero lo respetaba desde una incitación no rayana en la insolencia, todo como parte de un modelo integrador que compendió museología, curaduría, crítica, promoción, periodismo y otras dotes aún por estudiar y cuya integración, creo, lleva un nuevo nombre.

Gracias a la tenacidad de José Luis, al lado de lo mejor del arte popular que rescató y enriqueció a partir de la saga comandada por Samuel Feijóo, expondrían en Santa Clara, entre muchos otros, Leandro Soto con sus instalaciones y performances de Retablo familiar, Antonio E. Fernández (Tonel), el cuarteto de Rubén Torres Llorca-Katia García-Luis Gómez-Abdel Hernández, el Tomás Esson de A tarro partido, censurada más tarde cuando se fue a exponer en 23 y 12; el dúo de Consuelo Castañeda y Humberto Castro, el Félix Suazo de las esculturas efímeras y dibujos de hielo-yelow; Gustavo Acosta, ¡Camnitzer! (al menos las obras), Carlos Rodríguez Cárdenas. Pero pienso que los multitudinarios Salones de la Plástica Joven de Cuba de 1987 y 1988 fueron un hecho posiblemente inédito y sin parangón en Cuba, que le merecieron la distinción Mejor Curaduría otorgada por la Sección Cubana de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA). Sin olvidar los sonados Telarte, con sus fastuosos montajes, que pusieron de manifiesto al apasionado museógrafo que fue José Luis, al calor de aquella idea loca, de clara tesitura utópica, de hacer de Santa Clara el telar artístico de la nación. De manera que, además de la calle y los espacios canonizados de las galerías habaneras, el circuito de distribución del arte de los ochenta se amplificó, por empeño de José Luis, hasta las conocidas Salas Transitorias de aquel museo de provincia.    

Una vez creado ese corredor cultural entre Santa Clara y La Habana, recorrido como Arte en la Carretera por el propio José Luis en caluroso performance junto al resto de los invitados a la Bienal del 86, e itinerario de cita obligada en cualquier historia de la curaduría en Cuba, vendría su fugaz paso por el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales de La Habana (CDAV). De esta parte sobresalieron tres exposiciones de su autoría curatorial: Arquitectura Joven Cubana (CDAV-AHS, enero-marzo de 1990), El objeto esculturado (CDAV, La Habana, mayo-julio, 1990; proyecto de los artistas Alexis Somoza y Félix Suazo, curado por estos y por José Luis Rodríguez de Armas en representación del CDAV), e Inventario de cosas naturales. Pintores, dibujantes y escultores populares de Cuba (CDAV, octubre-diciembre de 1990).

Luego de La Habana y Santa Clara, México sería el próximo y final destino y el otro vértice del triángulo de su gestión, en lo que al menos dos exposiciones colectivas de las referidas al arte cubano fueron clave y sumarias de una simpatía generacional inevitable: la antológica La década prodigiosa (Museo Universitario del Chopo, UNAM, México D.F., octubre-noviembre, 1992, todavía en colaboración con el CDAV), curada junto a  Paloma Porraz del Amo (su título es el calificativo que José Luis aportó al bautizo de la década de los ochenta, cualquier otra atribución es errónea o pura coincidencia) y la exposición Viajan sin mapa (Galería Manolo Rivero, Mérida, Yucatán, septiembre, 2012).

Los replanteos que supiera darle al espacio visual de la exposición, por ejemplo en sus años en el Museo Palacio Cantón, o los conceptos que manejara en la docencia del arte o sus esperadas opiniones en la propia prensa mexicana, me temo que tuvieron génesis y escuela, de alguna manera, en aquel espacio multiplicado en sus resonancias de su natal Santa Clara. 

Me alegró sobremanera en los últimos tiempos que se le tuviese en cuenta para uno de los textos del catálogo de la aún reciente exposición de su amiga Marta María Pérez Bravo, en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana. Recuerdo sus comentarios sobre el esfuerzo que reclamaba de su parte, ya a su edad, pero me alegró por lo que suponía de respeto y de reconocimiento a la lucidez de José Luis en la voz crítica plural de toda una generación a la que acompañó en pleno brote (téngase en cuenta que es el único autor radicado en una provincia que trascendió en la antología de la crítica de los ochenta Déjame que te cuente). 

Su existencia entre Cuba y México, o entre Santa Clara, La Habana y Yucatán, o su andar atrapado entre vitrinas, mamparas y panelería, el lenguaje donde halló sus mayores satisfacciones, debería coronarse con ese performance final que apropia la peculiar imagen de nuestro Chino en vida. Un maestro en su plenitud, majestuosamente ataviado, que puede mirar atrás complacido y que ahora espera su inmortalidad.   

*En portada: Retrato del Chino, por Israel León, mixta/papel, 100 x 70 cm, 1996. Tomado de su muro.