Luis Enrique Padrón

I

Accidente es el título de una de las últimas telas de Michel Pérez Pollo, presentada por Galería Continua en febrero pasado como parte de la exposición colectiva “Por siempre una y otra vez”. Se trata de una obra de escala colosal, de 400 cm de lado. En esta el tema central es la grandeza como virtud.

La escala, tanto de la tela como del motivo representado, deviene en una experiencia sorprendente al encuentro del espectador: pocos artistas como él han logran “construir” lienzos de esta magnitud sin conflictos mediante. Hay en ello un arte compositivo que trasciende lo geométrico, la cuadrícula o las leyes de la perspectiva. Se trata de un tipo de pintura que tiene dotes instalativas. Con ello no me refiero a “pintura instalada”, a “instalación pictórica”, o a etiquetas de semejante naturaleza. Digo que es instalación por la manera tan especial en que Michel articula el mundo por él pintado: proviene de una orientación espacial exquisita, de un manejo magistral de las masas visuales, de la arquitectura de la tela, del cosmos.

Ante Accidente, un amigo me preguntó: ¿cómo puede pintar en estas dimensiones? ¿coloca la tela en el suelo? A lo cual contesté: es parte del misterio de la obra. En realidad, poco importan estos tecnicismos si lo creado tiene la capacidad de sugerir un espacio, un volumen, un mundo; si en verdad es un exitoso proceso de interpretación espacial.

No menos inquietante resulta el tratamiento que hace del color. Si mal no recuerdo, nunca antes el artista había abrazado el azul con tanta vehemencia. Es obsesivo en su tratamiento: en cada barrido, en cada sombra, en cada quiebre, lo encontramos buscando un tono absoluto. Y así descubrimos un azul que no es azul propiamente dicho: es bronce, es piedra, metal; es una potente e ingeniosa prefiguración de lo eterno.

Una vez él me confesó que sentía especial fascinación por la obra del cubano Luis Martínez Pedro. Se me antoja que su Accidente no tan adventicio, es un homenaje a las Aguas Territoriales de aquel gran maestro. En ambos casos la espiral queda entronizada como símbolo de tiempo y espacio. En ambos casos el azul es una fuente de profunda inquietud. Pero sospecho que detrás de ese color se esconde, además, otra intención; algo profundamente conectado con las palpitaciones del concepto Ser.

Si revisamos en la historia de la pintura, descubriremos que -según algunos científicos- los primeros seres humanos padecían de daltonismo y solo podían percibir el negro, el blanco, el rojo y, eventualmente, el amarillo y el verde. Consecuentemente el hombre primitivo carecía de concepto alguno de “color azul”, así como de palabras para describirlo. En las pinturas murales de las Cuevas de Altamira no es posible encontrar un solo dejo de este matiz. Esa pudiera ser la explicación de por qué Homero describe al mar como de “vino tinto” en la Ilíada.

Ese color nos cuenta una larga historia: desde el azul egipcio, el azul maya, el azul ultramar de las pinturas medievales, el azul cobalto, el cerúleo, el índigo, el azul marino, el azul de Prusia, el Azul Klein (IKB), hasta el más reciente descubrimiento, el Azul YInMn, han pasado más de seis mil años de experimentación, obsesión y misticismo. Tan grandiosa ha sido la fascinación por él, que en los siglos XVII y XVIII obtener pigmentos para construirlo resultaba tan costoso como comprar oro. Así las cosas, el pintor holandés Johannes Vermeer propició la ruina de su familia.

En el caso de Michel, la técnica de color no está basada en pigmentos naturales, en una reducción del lapislázuli, o en cualquier otro artilugio químico; lo que hace de ello una poiesis aún más excelsa: es sumamente difícil lograr con el óleo una extática tan potente.

Llama sobremanera la atención el motivo representado. Se trata de una espiral: ¿es acaso un fósil, un fragmento de capitel jónico, un marasmo románico, una silueta gótica, un trozo de naturaleza muerta, una gran rocalla francesa, un pedazo de nuestro típico pan de gloria? ¿Cuál es el su correlato? Lo pintado no es una cosa, un motivo, un objeto: es una esencia. Y esa cualidad por Michel aludida en Accidente es la terribilità.

El vocablo es de origen italiano y fue introducido por los contemporáneos de Miguel Ángel Buonarroti, quienes lo usaron para definir el gusto del maestro del cinquecento italiano por la grandeza. Pudiéramos pensar que el calificativo proviene de los vigorosos gestos de su Moisés, pieza conservada hoy en la romana Iglesia San Pietro in Vincoli. Sin embargo, procede del carácter desencajado y atribulado de otras obras, durante mucho tiempo consideradas como inacabadas. Tal es el caso de la magnífica escultura de San Mateo, volumen apenas pronunciado sobre el bloque pétreo, que se conserva hoy en la Galería de la Academia de Florencia. La terribilità no se define como un augurio de síntesis expresiva o un gesto non finito, como usualmente se piensa; es poder, potencia, virtud formal; es emoción y conmoción. En esta visitación tan meditada Michel desanda los caminos de lo escultórico, lo histórico, lo monumental, haciendo de su obra un punto de conexión con lo concreto -un mundo en pausa dentro de la historia del arte cubano.

II

Por los extraños vericuetos que desata la contemplación ante el portento de tan grandiosa espiral se me antoja una imagen bañada en lirismo, nostalgia y dolor. Tan poético gesto pintado no puede provenir sino, de un acto de ausencia. Va, pensiero, el coro del tercer acto de la ópera Nabucco (Verdi, 1842), canta el exilio hebreo en Babilonia tras la pérdida del primer Templo de Jerusalén. Pieza que los italianos asumieron por aquellos años de lucha nacional cual himno. En este pasaje, un arpa de oro cuelga muda de un sauce. En sus adentros un grito azul, espera, por la virtud.

(…)Oh, mi Patria, tan bella y abandonada

Oh, recuerdo tan querido y fatal

Arpa de oro de fatídicos vates,

¿por qué cuelgas muda del sauce?

Revive en nuestros pechos el recuerdo

¡Que hable del tiempo que fue!