Jorge Peré

Podemos
especular, siguiendo el discurso visual de la fotografía cubana en los últimos (¿cuatro
o cinco?) años, que ese espacio ha llegado al término de una puesta en escena,
la cual se inicia, a despecho de la tradición épica y los imaginarios del poder,
en el marco rupturista de los años 80. En aquella década se produce un
festinado divorcio con el paradigma oficialista, y en consecuencia aparecen los
primeros antecedentes de manipulación del lenguaje fotográfico en virtud de
otras intenciones –antropológicas, sociológicas, históricas y otras hierbas–,
más a tono con las refundaciones estéticas y culturales del momento. 

Luego, en los
90, lo fotográfico emerge como un oportuno asidero para activar un discurso
crítico, testimonio de la decadente realidad insular. De modo que si existe un
soporte representativo de aquellos años, un signo visual consecuente como
ningún otro con la época, se trata, sin lugar a dudas, de la fotografía. Su
impronta, cuando menos, impregna los modos de decir de las generaciones más
jóvenes de fotógrafos cubanos.   

Ahora bien: el giro
retórico que me interesa distinguir, implica el desplazamiento hacia una zona
igualmente ocupada de nuestra realidad inmediata, pero desinhibida de la mirada
apocalíptica y la crítica estrechamente asociada al poder y su ideología
política. Se advierte pues, una dejación de la metáfora construida, del
escenario simbólico manipulado, para encontrar en la inercia social –ya sea en
lo público o en lo privado–, el motivo primero del relato fotográfico.  

La noche redimida (diciembre,
2017), exposición inaugurada en el Estudio Figueroa-Vives y la Embajada de
Noruega a finales del año pasado, funciona como perfecto argumento de lo que he
venido esgrimiendo hasta ahora.

En La noche… encontramos que lo nocturno se
convierte en escenario de un compendio de imágenes y videos, que atraviesan
distintos momentos posteriores a 1959. Dos generaciones de fotógrafos, con sus
maneras de decir y sus respectivas vocaciones estéticas, se ubican a los
extremos de un segmento –entre los años 50 y el presente– en que se adocena el
imaginario nocturno de la isla –con mayor énfasis en La Habana–, matizado por
la libertad individual y la pérdida de roles.

Así, no pueden faltar testimonios como PM (1961) y Nosotros, la música (Rogelio Paris, 1963), mitificados en nuestro contexto por razones dispares. El primero, marcado en su momento por la polémica ideológica, describe lo que acontece en los bares más concurridos y delirantes de la barriada habanera. El otro, por su parte, se convierte en un collage de ritmos y ambientes, que configuran la atmosfera musical en que se movían los sujetos más allá del idilio revolucionario. El feeling de los 60 se compone a partir de estas piezas. Aunque hay otras, no menos reveladoras, de la autoría de Néstor Almendros (Ritmos de Cuba, 1960) y Nicolás Guillén Landrián (Los del baile, 1965), igualmente imprescindibles en el acto de reconstruir los distintos matices de una época, plasmada como pocas en el ámbito de la imagen. Sobre esto último dan fe las fotografías de Constantino Arias en donde el héroe se toma un descanso, a la sombra de una atmosfera bohemia que protagonizan modelos, bailarinas y rumberos.      

Según los
viajeros, la noche habanera no tiene parecido. A través de los años figura como
uno de los grandes mitos que circulan en la vox
populis
, sin saber de caducidad.

El poeta norteamericano, Allen Ginsberg, arribó a La Habana a mediados de los 60, con al menos dos intenciones: dialogar con la intelectualidad cubana y descubrir el perfume de esa nueva Revolución, tan relacionada a la contracultura. Acaso Ginsberg pretendió también extender su leyenda hasta la isla de los barbudos, al sugerir abiertamente un ideal más poético que político: la fusión del verde olivo con el estilo radical que por entonces ponían de moda las tendencias progresistas: drogas al por mayor, sexo libre y filosofía oriental. Una imagen que, desde luego, no coincidía en modo alguno con la “doctrina comunista” que entonces tomaba cuerpo en el país. Un delirio ubicado en la antípoda de esa fórmula que, posteriormente, Ernesto Guevara daría a conocer como la utopía del “Hombre Nuevo”.

Ginsberg, finalmente, salió de aquí por la puerta estrecha, catalogado como persona non grata. Conoció, sin embargo, los últimos estertores de una Habana que muy pronto pasaría a convertirse en una triste caricatura del pasado, “en una ciudad desapacible, habitada por zombies [sic], exenta de exterioridad y plenitud”(1)

La Habana
nocturna, hiperbolizada en el rumor, parangonada con una ciudad de ensueño, paradisiaca,
solía configurarse décadas atrás a partir de sitios como Tropicana, Las
Cañitas, el Salón Rojo, la Macumba, el Comodoro, el Habana Café, el Turquino,
el Parisien y el célebre termómetro capitalino: el Salón Rosado de la Tropical.
A estos, se suman ahora algunos bares privados, donde se instalan otras
costumbres y castas sociales. En estos últimos, la orgía se torna glamurosa,
echa a la medida de quienes buscan aparentar una elegancia rococó, displicente
con el folclor y el provincianismo local.  

En otro
extremo, quedaría la orilla pública. La noche suele tejerse también desde esos
espacios céntricos, en que se reúne un tercio marginal a probar fortuna o
burlar el tedio. El Malecón, Hotel Deauville, el boulevar de San Rafael, el Bar
Cabaña, la Avenida del Puerto, el Parque Central, el Parque de la Fraternidad,
la Rampa, el Bim Bom y el Cabaret “Las Vegas” son auténticos referentes, focos
de ese otro delirio nocturno. En ellos se asienta el tráfico prohibido:
cuerpos, pequeñas envolturas, pastillas… La corrupción se naturaliza. Es esa la
noche que no se registra, que desaparece en el misterio, que circula a través
de fábulas inverosímiles. Ese el carácter original de una Habana que fetichiza en
souvenirs editoriales Pedro Juan
Gutiérrez. Ginsberg, a fin de cuentas, profetizó el destino de esta mísera
ciudad.  

Ahora, a más de
cincuenta años, aparecen algunos jóvenes fotógrafos desmarcados de ciertos
vicios comunes, visualizando las zonas que Korda, Osvaldo Salas, Raúl Corrales
y Ernesto Fernández desecharon en su época. Allen no estaba tan loco como
pensaron los recios ideólogos de una Revolución adolescente. Únicamente demandaba
la actitud impúdica de un fotógrafo como Leandro Feal, o acaso la intuición
poética de Arien Chang y Alejandro González. El singular relato que emerge en torno
a esta triada de fotógrafos, y otros tantos que han emergido por estos años.      

Leandro Feal. Jamón, lechuga y petipuá

Si asumimos que
se está dando un corrimiento hacia otra realidad política y social, es
entendible que la fotografía y el video se conviertan en los lenguajes más
eficaces dentro de la producción de sentidos. De ahí, el acierto indiscutible
de una exposición como La noche…,
donde vienen a unirse dos extremos aparentemente separados por el tiempo, y en
consecuencia se restablece el diálogo perdido con lo nocturno, relegado por los
interminables días en batallas y más batallas ideológicas. El lente que acostumbradamente
oscilaba entre la suspicacia política, el drama sociológico y las ruinas de la
utopía, ahora se descubre (re)enfocando los matices del único espacio que no
nos fue secuestrado de manera absoluta. Retorna, de esta manera, el valor de la
imagen pura y el drama confesional.

Arien Chang.

Seguirán apareciendo, como es obvio, fotógrafos como René Peña, Marta María Pérez y Jorge Otero, atrapados en la dramaturgia convencional y la retórica formalista, sujetos a conflictos ya estilizados y confinados al manierismo, sin que por ello lleguemos a desterrarlos o acusarlos de mediocres. Esa obra seguirá proliferando y sentando pautas, en tanto su discurso sea rentable dentro del mainstream comercial. Pero es un hecho que ya no tiene mucho que alegar frente a esta otra, dispuesta a sublimar los matices que distinguen a una época que aborrece el estatismo.  

Notas

(1) La cita es extraída de la entrevista que le hiciera Joaquín Soler Serrano a G. Cabrera Infante en el célebre programa televisivo A Fondo (España, 1976).