Pórtico
Ha pasado poco más de un siglo desde que Marcel Duchamp expusiera La Fuente (1917) en la Sociedad de Artistas Independientes de París, el célebre ready made que, curiosamente, tuvo un doble efecto inesperado: radicalizó la estética del movimiento vanguardista europeo y agotó su utópica libertad. Aquel escandaloso urinario puso en jaque a todos, pues discernía inquietantemente el límite sensible de una época, superaba toda la teorización del arte al uso, y lo más significativo acaso: arrojaba la problemática estética, de manera definitiva, a los terrenos del lenguaje.
La Fuente es, sin dudas, la última obra moderna y la primera del posmodernismo. Que ni siquiera exista, ahora mismo, su versión original, funciona como metáfora perfecta para describir el carácter paradójico en que redunda el arte contemporáneo.
Lo alucinante es que a más de un siglo prosigamos emulando a Duchamp y su ready made. Sobre todo, siendo esta una época desmemoriada en la que todo parece condenado a envejecer de inmediato. Pienso que Marcel es el más oportuno objet trouvé de nuestra cultura visual, el puntal discursivo que procuramos para disimular el extravío de una originalidad en la que no pensamos fuera del escepticismo.
Eso de que “ya todo fue hecho”, más que sentenciar a priori una derrota o estampar el pesimismo de nuestro tiempo, conviene con el conformismo de una cultura que apuesta por reproducir símbolos antes que inventárselos. Suena a coartada perfecta: aprópiate lo que ya existe, subvierte el significado y la función del mundo objetivo, entra en la maraña de lo extravagante, explica cada gesto según los modismos de turno, apoyado en esa jerga dizque teórica en la que todo entra a significar adornado bajo prefijos (a, de, des, re…). Si obedeces a semejante algoritmo –con alguna que otra añadidura–, puedes considerarte de facto un artista contemporáneo.
Sin embargo, ¿nos está dado alegar que nuestra época desprecia el talento y el reflejo creativo tradicional que este implica? Me temo que no.
Lo que parece indiscutible es que el significado que alguna vez condensó esa palabra, ya no existe fuera del simulacro. Como nunca antes, aquella ha adoptado el aspecto de una ilusión que aparece entre nosotros como el más seductor de los engaños. Quizás por ello no dejamos que Marcel descanse en paz, toda vez que maneja como ningún otro artista la noción del engaño como virtud.
Esto no es un ready made
No lo es aunque a la distancia lo parezca. Semejante confusión, provocada con cierto hedonismo por el artista, apenas reviste el umbral de una poética establecida bajo presupuestos bien distintos. He aquí el valor de su trompe l´oeil.
Me place decir que Eugenio Arley Vázquez (Matanzas, 1976) no figura como otro artesano del concepto. Su obra declina cualquier intento especulativo en torno al lenguaje y mucho menos pretende una reinvención del arquetipo duchampiano. Ante la tentación de apropiarse objetos comunes para conferirle una dimensión estética, este artista se inclina a recrearlos, no sin cierta idealización romántica, en la humildad de un material a ratos subestimado: la madera.
La suya es una escultura instalable, suntuosa y obstinada en el orden formal, cuya altivez nos conduce por momentos a la incredulidad. Acaso porque Arley Vázquez nos convida a los desvelos de una práctica que, si ambiciona algo, me apuro a decir que se debe a la restitución de la belleza en su forma tradicional. Una belleza que comienza a fundarse en el placer retiniano y una puesta en escena teatral, para luego hacerse definitiva en los laberintos de la memoria.
El conjunto de sus piezas podría leerse como un testimonio vital. Suerte de diario emotivo, cálido, en cuyas páginas se reviven instantes, momentos, todo un anecdotario que hace cómplice a ciertos objetos domésticos que, según se nos indica con sutilezas, ya han visto pasar su día. El artista se vuelve hacia esa presencia aparentemente fútil, ordinaria, y desde ella delibera un estado poético. La máquina de coser antiquísima, la cama octogenaria junto a una pequeña y elegante mesa de noche; una cocina precaria armada de escasos pero invaluables aparatos –cafetera y olla de presión–; la caja de herramientas; la moledora de café; el minúsculo reloj de cuerda, tan sobrio como preciso; tales son los “sujetos” que habitualmente le inspiran a fabular. Y partiendo de su meticulosa representación queda dispuesto el escenario de la nostalgia, un relato de tono íntimo, familiar, que nos arroja a la extraordinaria sencillez y la delicadeza material que tipifica a una época pasada.
No hay azar en la elección: en cada uno de esos objetos habita la historia, esa huella persistente de lo humano. Apenas se sitúan en la mirada tiene lugar una narrativa que, en principio, les concede, bajo cierto impulso animista, carácter y personalidad. En el trasfondo de ese ensayo se percibe una indagación espiritual, antropológica sin dudas, toda vez que se implican disímiles recuerdos –personales y colectivos– a fin de reconstruir un imaginario, un estilo, la esencia moral de un tiempo reflejado en sus vestigios físicos. Arley Vázquez sale airoso en el acto de materializar aquello que las palabras describen e intentan sujetar en virtud de una imagen precisa. Y en consecuencia nos deja a solas, en medio de una quietud impasible, sopesando una propuesta visual que exacerba los ánimos e interpela nuestra razón desde constantes fluctuaciones: de lo físico a lo simbólico, del abandono a la permanencia, del olvido a la nostalgia.
De otro lado, valdría la pena detenerse en el acento humilde y la austeridad de lo representado. Adviértase que el artista no evoca en sus piezas exceso alguno, sino más bien se recrea en la sobriedad y el estoicismo de esas posesiones que no conseguimos relacionar a una vida opulenta. Parece probable que esto último signifique un guiño a la propia vida del autor, a ese ambiente ascético pero sutil que marca definitivamente su sensibilidad. Arley sería entonces una suerte de anticuario –si se me permite el término–, un productor de reliquias dedicado a preservar el espíritu de esa cultura material que un poco nos retrata a todos, y que se reinventa como puede por estos días bajo los códigos que rentabilizan al kistch insular. De ahí que su impronta rescinde la defunción arbitraria de esos objetos inmemoriales, cargados de un valor anecdótico imposible de ignorar, los cuales se inscriben en la memoria colectiva de nuestra sociedad.
Mientras sitúo estos apuntes, me detengo a repasar la circunstancia que me rodea. Cuanto voy diciendo se halla irremediablemente influido por el espacio que habito y sus peculiaridades. Se trata de un apartamento, probablemente del siglo XIX (no lo sé con exactitud), en La Habana Vieja, donde casi todo parece detenido en el pasado.
Mi cuerpo descansa sobre una silla antigua y la laptop sobre una superficie de mármol. Esto último, debo precisar, se trata de una invención que no desapruebo, aunque no termina de convencerme: la plancha de mármol está soportada por la estructura de una máquina de coser (respira hondo Arley); tipología que he visto repetida en más de un hogar. A esto se le llama hoy vintage.
Atenido a esa lógica podría convenir que Eugenio Arley Vázquez es un artista, un escultor vintage. Sin embargo, el término me parece despectivo, algo ficticio para acuñarlo de intento. Así como este artista se distancia por convicción del ready made, me permito no involucrarlo con alguna tendencia que disocie el valor real de su producción estética, afortunado hallazgo que, sin duda, reconforta el actual panorama de la escultura en la plástica nacional.
Related
Related posts
Estamos en Twitter
Top Posts & Pages
- LA CANDIDEZ POÉTICA DEL ARTE POPULAR ESPIRITUANO*
- CUARTO OSCURO
- EDUARDO ANTONIO
- EL ARTE de LATINOAMÉRICA en ARCO MADRID 2023
- Blog
- INTIMACIONES: LAS CIUDADES DE RANDY ARMAS
- CONVOCATORIA DE RESIDENCIA PARA ARTISTAS CENTROAMERICANOS
- PEDRO ÁLVAREZ*
- TONY MENÉNDEZ
- ANTONIA EIRIZ Y LAS CIRCUNSTANCIAS...* Tercera parte
Recent Posts
To find out more, including how to control cookies, see here: Cookie Policy