Mabel Cuesta

Bajando por la más bien eterna calle del Manzano en la ciudad de las Matanzas se localizaba en los años noventa el taller de Rolando Estévez. Allí entré para ver en una noche de mis apenas 14 años la puesta de una obra teatral basada en el poema de Luis Marimón “El bibliotecario del infierno”. Recuerdo que el lugar me pareció espectral, habitado por algo que apenas conocía; pero intuía muy bien: el arte como caleidoscopio, como generador de fuerzas centrípetas y centrífugas, como destino y sobre todo como resistencia. Aquella noche alguien mencionó que el diseño de escena era de Rolando Estévez y lo señaló. Así escuché su nombre y así le vi por primera vez: atento a cada detalle de la puesta, listo a salir corriendo para corregir cualquier dislate que pudiera no estar a la altura de una perfección que le obsesionaba.

Puesta en escena de El bibliotecario…Actores: William Quintana y Elba Torres. Sentado, Luis Marimón. Diseño de puesta en escena: Rolando Estévez

En aquellos años, así como en estos, Matanzas estaba muy lejos de Dios y demasiado cerca de La Habana y Varadero; sin embargo y contra todo pronóstico la ciudad se empecinaba en demostrar que su ridículo epíteto de “Atenas de Cuba” debía ser devuelto, acaso conservado en su sentido decimonónico: si habíamos nacido para el arte, al arte nos debíamos. No importaba la crueldad del nombre en el bautismo español ni las muchas leyendas de indígenas fallecidos en el Valle del Yumurí… A tanto pathos le echaban los artistas eros y más eros… qué único modo de combatir la muerte existe que no sea el del amor que es asimismo y siempre palabra, pincel, música…

Yo tenía 14 años y no entendía casi nada; pero entre los portales de la Vigía y la calle del Manzano comencé a dibujar un mapa que ya no tenía mitos fundacionales, historias de plantación que generaron riquezas o poetas enloquecidos por el desamor de una prima imposible. No, en mi mapa había rostros y el de Estévez estaba casi al centro…

Y si digo casi es porque la dinámica de toda su creación (comprendí mucho más tarde) se basaba en dos ejes esenciales: la tenacidad y la búsqueda desenfrenada de partenaires… Estévez y Yovani Bauta, Estévez y Miriam Muñoz, Estévez y Alfredo Zaldívar, Estévez y Lucrecia Estévez, Estévez y Ruth Behar, Estévez y Laura Ruiz… Si hubo alguien que desde su primer día en la escena cultural de Cuba supo sin explicaciones teóricas previas que desde siempre hemos co-creado, co-pensado, co-existido en nuestro destino erótico y mortal, ese fue justo él.

Pero regresando a los noventa y cómo aquel mapa cultural se me fue desvelando y dentro suyo Rolando Estévez, quiero contar lo que todos saben. Si había una puesta en el Teatro Mirón, el diseño era suyo, si la trovadora Tania Moreno hacía un concierto en el portal de la Galería de Arte “Pedro Esquerré”, él pintaba una enorme acuarela a la par que el concierto acontecía, si la última plaquette de Ediciones Vigía se presentaba los dibujos los había hecho él la noche anterior…

Se le veía en todas partes con el ceño fruncido y metido en mil querellas. Se le veía cansado e imparable. Se le veía no dormir, tomar té en el Parnaso y más tarde cervezas en el Café Atenas… Se le veía sentirlo todo con intensidad. Era gay; pero había amado hondamente a una poeta y a una actriz. Era bohemio y conservador. Era macho, muy macho, y un fascinado del cuerpo masculino. Era macho, muy macho, y un fascinado del cuerpo femenino. Nada en él era afectado sino urgente. No podía hablar en voz baja, aunque cuando lo hacía era casi siempre para causar heridas incurables. Era huérfano y el mejor hijo del mundo. Era huérfano y el mejor padre del mundo.

La historia lo atravesó como ha atravesado a todos en Cuba para romperlo. Y lo rompió para hacerlo parir todo su arte. La imaginería con que pintó a la isla desmembrada hablaba del exilio de sus padres y su hermana. Un exilio al que no pudo acompañarlos por estar en la edad en que debía acudir al servicio militar. Un exilio al que después no quiso juntarse porque hay dolores de los que no se regresa. Un exilio con el que no pudo hacer más que poesía y dibujos. Un exilio que lo catapultó desde la soledad más radical hacia la búsqueda más empecinada de compañía en otros cuerpos, ideas, plumillas, música, color, color, color…

La ciudad de Matanzas lo atravesó también y aunque detestaba su nombre fue una de sus amantes favoritas. Cuando lo echaron de la ENA, cuando ya sus padres se habían marchado, cuando parió a Lucre junto a Mirita, cuando parió a “Ediciones Vigía” junto a Zaldívar, cuando parió a “Teatro Icarón” también junto a Mirita y Lucre -la hija de los dos-, cuando parió “Ediciones El Fortín” junto a Samuel, cuando nos parió un poco a todos y en distintos momentos, Matanzas estaba ahí para darle su mucha bahía, sus muchos fantasmas, su mucha mierda de provincia, su mucha grandeza de sitio casi tan empecinado como él.

Sobre nuestra peculiar relación podría hablar por muchas cuartillas porque entre aquella primera vez en el taller de la calle del Manzano y la última vez en su casa de “El Fortín” se tatuaron demasiadas marcas en nuestros vientres: libros, viajes, poesía, amantes, mis genitales impresos en una de sus Revistas del Vigía, una chimenea de cerámica que me regaló para mi casa en Houston, música, confesiones, santos, sacrilegios, delirios, Miami, broncas, dibujos, dibujos, dibujos; Matanzas en el regreso, Matanzas en la despedida, medicinas que no lo salvarían, el adiós que no quise darle este último diciembre porque como bien sabe él: hay dolores de los que no se regresa.

Vaya, pues, en algarabía y plumillas coloridas. Por mi parte, dejo estas páginas como homenaje in absentia y como grito quebrantado que es también la manera empecinada con que él nos desafió.