Por estos días Teresita Fernández expone en PAMM y he pensado que puede ser buen momento para retomar este texto publicado originalmente en Cuban Art News.
Por: Elvia Rosa Castro
En la primavera de 2014, el MASS MoCA abrió las puertas a la muestra personal de Teresita Fernández As above so below, una mega exposición que incluyó tres enormes instalaciones y “dibujos”. De ellas, es muy probable que el lector recuerde Black Sun, pues la escala y belleza convocaron a su masiva reproducción en los social media y revistas de arte. Pero definitivamente esa expo era mucho más: cada obra aportaba lo suyo a toda una noción muy contemporánea del paisaje que parte, paradójicamente, de un profundo respeto por lo ancestral y la tradición. Un paisaje sofisticado que parte de elementos orgánicos.
En una vieja fábrica perdida en el campo de Massachusetts y convertida en excelente y atractivo museo de arte, la muestra de Teresita Fernández pudo visitarse hasta la primavera de 2015, rodeada de los pesos pesados del arte contemporáneo.

Al regreso de aquel periplo a MASS MoCA comencé a leerme El pabellón de oro, novela de Yukio Mishima. Trataba de encontrar “algo” que me aportara ciertas claves sobre este sagrado material, dado que en Teresita el oro ocupa un lugar casi central –de hecho, su meticulosidad y precisión es tanta que, con el propósito de encontrar una sustancia orgánicamente natural y alejada de cualquier connotación falsa, tras años de estudio con familias japonesas que practican la alquimia, ella logró producir un material dorado, patentizado, para usarlo en sus obras. En la novela de Mishima, Mizoguchi, joven atormentado, prende fuego al pabellón mientras cae en cuenta de que “¡La Belleza estaba estructurada de nada!”. Debo confesar que leí toda la novela a través de la obra de Teresita, escudriñando, escribiendo notas, subrayando, y aunque encontré ciertos nexos, sutilísimos, ellos no serían suficientes. Me frustré en el empeño. (Y ahora que escribo estas líneas ni la tengo conmigo).
Después de MASS MoCA Madison Square Park fue objeto de una intervención artística. El site specific Fata morgana (Junio, 2015) dio fe, nuevamente, de cómo Teresita Fernández domina el espacio. En este caso el espacio público, donde envolvió al paseante en un rejuego de espejismos, as above so below, en que la naturaleza y las formas de origen industrial, que parecían levitar, se fundieron en una pieza que alteró la percepción usual del espectador. La artista radicada en New York demostró, una vez más, por qué la Beca Mc Arthur que le fue otorgada en el 2005 le sienta tan bien. Yo sueño con ver Fata morgana emplazada en el Parque de Chapultepec o en el paseo habanero del Prado.

Ahora mismo, en el delirante 2017, ella vuelve a exponer en su galería newyorkina Lehmann Maupin. Fire (America), es el título de esta exposición personal emplazada en el Lower East Side. Antecedida por Small American Fires (Galería Anthony Meier, 2016), Fire… está compuesta por dos piezas de naturaleza instalativa: Burned Landscape (America), serie de pequeños “dibujos”, expresionistas y abstractos, realizados a partir de manchas o “trazos” en papel quemado que evocan la cualidad de la madera y al mismo tiempo resultan refinados desmontajes visuales de paisajes artísticos japoneses. La otra obra es Charred Landscape (America), una inmensa instalación cuyo centro compositivo radica en un gran panel realizado a base de pequeñísimas piezas de cerámica vidriada, ensambladas con precisión milimétrica, que representan una gran llamarada emergiendo de la oscuridad. De ella parte (o a ella llega) una delgada línea horizontal realizada a base de grafito que circunvala el espacio central de la galería y en la cual entrevemos un paisaje devastado, literalmente calcinado. De ahí que el carbón esté presente en su estado mineral y tosco, a diferencia de instalaciones y pinturas anteriores en que este mineral era desmontado en pequeñas piezas uniformes, más cercano al grafito que conocemos, o fundido (en sus pinturas) para formar áreas de volumen con mayor énfasis en su brillo y lo que este puede contener de belleza.

El paisaje, que con Teresita parece desdoblarse hasta el infinito, le permite en Fire (America) realizar un comentario elíptico sobre temas crispados de la realidad americana (y más allá): la violencia de ribetes catastróficos y apocalípticos en todas sus expresiones y, fundamentalmente, la violencia medioambiental. Hay un Mizoguchi, trastornado, prendiendo fuegos y atizando las llamas en el Pabellón de Oro (mi búsqueda debía centrarse en el fuego, que es dorado también, y no en el oro). Teresita además avisa sobre nuestra ajena relación con la naturaleza, asentada en un ego robusto e indiferente que permite el actual uso indiscriminado y brutal de la madre natura en contraposición con los primeros pobladores de estas tierras, quienes, arropados en una cosmovisión panteísta de la existencia, como la que practica la artista, poseían una metodología de tala y quema racional y sustentable.
La sombra autosuficiente, como ornato en sí (Tanizaki), elemento clave en la obra de Teresita, se vuelve en esta expo más severa y concisa. Como Black Sun, Fire (America) es el anuncio, más agresivo, del fin de una era, tanto en su connotación filosófica como social. El fuego, elemento de culto al que ella había recurrido años atrás, es fuente de calor y vida pero también imagen de la extinción, es la metáfora perfecta para mostrar cómo nos consumimos en nuestro propio ritual.

En Teresita Fernández los títulos de las obras son muy importantes pues no sólo ilustran o adelantan un tipo de significado sino que, como en el buen conceptualismo, guardan una relación semántica coherente y tautológica con la estructura de la pieza y los materiales con que trabaja. Esto le evita las conocidas argollas terminológicas y permite ser minimalmente clara, como quien usa la cuchilla de Occan. El fuego, en este caso, es representado a través de elementos que nacieron de él: la cerámica y el papel quemado. Fire (America) es una muestra que funciona en varios niveles y permite lecturas colaterales relacionadas con la historia local, tanto pasada como presente. La investigación y el grado de meticulosidad con que crea sus obras nos deja la certeza de estar frente a una artista sofisticada que logra hacer confluir disímiles capas referenciales, no sólo a nivel intelectual sino también a nivel de manufactura y fábrica. Ella se nutre de rituales y cosmovisiones ancestrales y también de literatura y arte contemporáneo. De lo artesanal, como de lo industrial, otorgando a la experiencia un lugar esencial.
Por otra parte, sobre todo en Charred Landscape (America), enseña nuevamente la habilidad eficiente con que domina la escala arquitectónica y el espacio a partir de lo minúsculo. La miniaturización, presente en toda su producción, no sólo es una cuestión de tamaño o escala física sino una actitud que permite construir lo épico y monumental a través de la menudencia o de lo prácticamente imperceptible. Toda su obra es una puesta en escena que evidencia el regodeo glamouroso en el ritual del material y no podría disfrutarse siquiera sin comprender la tensión que se establece entre lo monumental del paisaje y el detalle casi invisible que lo conforma, donde el vacío cumple una función mediadora. Su obra, in extenso, es una dualidad de fe (intuición) e instrucción, de panteísmo casi zen y neorromanticismo occidental. Ya la honestidad, a la cual se ha referido en varias entrevistas, constituye la llave ética que ha permitido todo el ciclo orgánico de su obra.
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