Omar-Pascual Castillo

Cuando Raúl Cordero realiza un tríptico (curiosa afinidad hacia la estructura de lo divino, como si usara “palabras mayores”) en el cual despliega un arquetipo de nueva bandera propia, re-escribe su historia simbólicamente como espejo en el que nos miramos. Pero ese mirar es un diálogo, una confrontación pacífica, culterana, inteligente y emocional. Estos son los tres colores más usados para las banderas globalmente, los colores de un histórico vínculo imperial, colonial, post-colonial y decolonial, donde legados como el británico, el estadounidense, el francés, el cubano, el puertorriqueño o el ruso se entremezclan, se diluyen promiscuamente. Quizás porque Cordero comprende a la perfección que estamos en otro tiempo sin banderas ni estados naciones, donde los avances de la física cuántica y la genética nos han demostrado que todos somos polvo de la misma materia, la misma luz, la misma sangre, hijos de la misma estrella, multiplicada. Pero esta hegemonía igualitaria, Raúl la subvierte cuando coloca en el eje central de su tríptico un difuminado recuerdo de su obra favorita de la Historia del Arte, el famoso paisaje de Hobberma que tanto ha re-pintado de múltiples maneras, aquel paisaje exótico “pintado de a oídas” por un maestro flamenco cuando se fraguaban las bases de los nexos que hoy día todavía nos mueven y nos atan en Occidente; pero al situar al arte como centro de su bandera, el artista nos regala un nuevo símbolo, donde el arte es el que media, siendo lo único que es capaz de romper todos los símbolos anteriores, todas las banderas, aún cuando todo sea personal, íntimo, privado… ahora que los tiempos nos lo recuerdan cada día que somos amalgamada masa, metadato, público, audiencia. Ahora que las banderas se entretejen entre ellas. He aquí la suya. Todo símbolo es un espejo, evidentemente un espejo simbólico pero lo es. Mirémonos en él, cuando en ese mirar nos auto-reconocemos, esa verdad nos atraviesa. Y nos hace libres, incluso de la necesidad de espejo alguno.