Después del mármol, como título de una exposición, me recuerda aquella certeza de Gilles Lipovetsky sobre el consumo en lo que llama los tiempos hipermodernos: experiencial y emocional antes que estatuario.
Ciertamente un título así evoca siglos de arte, que a fin de cuentas en esa suerte de tierras de nadie, las provincias, aumenta su espesor aplastantemente. Pero la obra en pintura de Alejandro Albelay Acevedo con esa última propuesta expositiva, remite asimismo a un después de muchas cosas. Por eso pienso que tiene ese aroma de posguerra, en que hay un poco de lapidario y otro poco de germinal.
Alejandro, como antes un Carlos Manuel Loriga, estaba pintando en Villa Clara durante estos últimos años con la misma filosofía que ya tenía un poco más de recorrido en la llamada “nueva pintura cubana” de un Alejandro Campins, Niels Reyes, Michel Pérez Pollo, Orestes Hernández y tantos otros… Y los dos artistas mencionados significaron en su contexto local ―no sobra decirlo― un rompimiento con una estética anterior que cuajó a finales de los noventa y se asentó tarde, aunque segura, con ademán de vanguardia.


Los años de estudio de Alejandro en el Instituto Superior de Arte resultarían definitorios, le dejaron tiempo para conocer lo que ya venía sucediendo en la pintura joven cubana, lo llevó al vernissage social de las exposiciones habaneras y pulió su mano. Alejandro se nos devolvería, pero ya no vendría tan pop, ni tan bad, ni tan neoexpresionista. Por cuanto es un pintor terrible, encontró su manera propia en la pintura, que deja atrás los viejos catálogos y almacenes de la historia del arte y el museo y, sin embargo, no se disuelve completamente en los referentes escogidos y le entra al cuadro como a un objeto en profundidad.
A la hora de trabajar sus fondos los complejiza, como a la figura; los vuelve abstractos o los deja en apariencia inacabados. En una misma tela y a una velocidad asombrosa,pinta alla prima, le saca los brillos al negro y usa la crudeza blanca del lienzo. El tratamiento de muchos textos en la composición, que junto a los títulos vierten la cuota de humor correspondiente, nos recuerda el pop de Lichtenstein… Pero el quid parece residir en el tratamiento del color. No hay falla armonizando complementarios para quien en la teoría del color es un joven maestro. En alto grado gracias a eso, consigue esa sabrosura plástica que a no todos les es dada y que, en lo personal, ya extraño bastante.
Para Alejandro la batalla con el kitsch quedó hace rato superada e incorpora sin complejos toda la banalidad posible de la “cultura-mundo”, ese concepto con que el mismo Lipovestky y Jean Serroy enuncian a la altura de la primera década del siglo XXI el clima espiritual del milenio, o la primera cultura no producida por élites sociales e intelectuales, sino por todos.



Al repasar las imágenes que han poblado el imaginario de varias generaciones, sobre todo las cercanas en el tiempo, Alejandro replantea los lugares comunes del mito y erige otros altares con dioses de un mundo leve, de una consistencia distinta, los propios de esa “cultura-mundo” nuestra y ajena. En ello encuentra un modo posible en que la pintura de caballete con su set tradicional se hace hábil para corresponder a una época, retomando las imágenes de un universo todavía cercano sin traicionar la convencional naturaleza pictórica. Lo había intentado hace algunos años al pintar fresitas en la pared de una galería, un poco al modo en que Michel Majerus en la Kunsthalle de Basilea dispuso sus cuadros como decorados o pintó sobre las paredes para crear un repositorio de imágenes de uso democrático y mostrar el ilusionismo fatuo de esa cultura que no se integra, que es solo pretendida. Pero me hace recordar también al Michel Pérez Pollo de Marmor (Museo Nacional de Bellas Artes, 2018), con su intervención sobre el legado simbólico desde las oportunidades técnicas y conceptuales de la pintura, o sin salirse de sus “límites”.
Cuando escoge por motivos a Mickey, a Popeye o a Súper Mario, lo hace por encontrarle potencialidades visuales a explotar plásticamente, pero en ello hay también de aquella (nueva) “melancolía” (Elvia Rosa Castro a propósito de Maykel Domínguez, 2018) que no supone un simple dejo y que no es privativa de los jóvenes artistas cubanos radicados temporal o definitivamente en otras tierras. La comparten también los “islados”, lo que se han quedado en la isla y aquí suele evocar esos “lugares” incontaminados que a menudo nos recuerdan nuestra niñez o cualquier tiempo pasado de nuestra biografía. De ahí mucho del gusto por el “peluchismo” y el pop chillón. Una ingenuidad engañosa para una generación que aprendió antes de tiempo a no ser ingenua. Descreída, cuestionadora de toda herencia, que no se siente parte de ninguna territorialidad ―ni provinciana ni cubana―, de ninguna gobernabilidad. El consumo a como dé lugar de la “cultura-mundo” ha sido un revulsivo eficaz para negociar con la densidad del relato ideológico. El lugar de una ilusión más que de una utopía, el compromiso con el arte en estricto, que tiene por barrio el halo difuminado de un mundo global post guerra fría, dejando atrás y no tan de paso las amarras insulares.
Alejandro es otro de esos artistas que adulteran los relatos políticos y mediáticos de la industria cultural y rehúye esas poses que aún son de costumbre amparadas bajo el paraguas del genius loci. Y es otro de esos artistas raros que parecen crear para un mercado ficticio. Sabe de sobra que por estos lares extrañamente se vende arte. Pero al menos consigue una pintura que cautiva y en la que pueden reconocerse el conocedor del arte y el lego. Mirada en sus posibilidades como diseños ―tal vez su mejor “maleabilidad”― resulta exquisita y es como si lo pidiera a gritos; aun cuando su autor se quiere pintor en estricto y ha sido un camino del que nunca debió salirse, teniendo en cuenta anteriores incursiones suyas en la instalación, si bien fueron experimentos orgánicos y quién sabe si obligados.
Alejandro articuló una metodología en ese doble rasero que supone ser un riguroso pintor en términos estéticos, pero inevitablemente haciendo parte de ese stand by mundializado de distinto calado ético. No le interesa el accionar crítico como primera necesidad y es de esos que ante el cansancio llegado por adelantado, prefieren recrearse en el carnaval planetario, ese territorio neobarroco y anómalo donde se confunden los roles de la dominación y fraguan las mejores apostasías.
Alejandro en #backroomart

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