Julio Lorente

¿Ser un maricón disidente o un homosexual poético? ¿Cómo escapar en la diáspora de la memoria de las definiciones que precisan cenizar?

Reinaldo Arenas (1943-1990) y Félix González Torres (1957-1996), son antinomias perfectas derivadas de un tronco semántico común: ser homosexuales, cubanos, exiliados, compartir muertes procedentes del impacto del SIDA o de su macabro imaginario, y poseer ambos, un talento capaz de hacer añicos cualesquiera de estos prefacios.

Para políticas fálicas lo homo-erótico es el anatema del “hombre débil”, pero también es una disidencia, porque no adaptarse a la norma burguesa clásica de la familia implicaba una distorsión punible para la neurosis totalitaria.

Sodoma, la noche y el fugitivo

Reinaldo Arenas (R.A.) vivió su vida como una fuga. Una huida promiscua como protesta contra una sofocante realidad profiláctica. Para él nunca fue de día, su subversión de la carne solo era posible de noche, como esos gusanos que transfiguran en crisálidas justo a la hora más oscura. La noche fue su barricada contra el martirio –su noche era también la oscuridad del calabozo- aunque después, en la libertad del exilio, su plenitud fuera posible en las horas más lumínicas. Siempre quedó en él ese estigma de la noche como refugio, no es casual que su autobiografía y último libro se titule Antes que anochezca, como quien se confiesa por última vez antes de llegar su hora de transfiguración, su despedida, su vómito de bilis definitivo antes de ser noche para siempre.

El niño guajiro que solo vio a su padre una sola vez a la orilla de un río antes de que su madre lo espantara a pedradas, o el adolescente que descubría su sexualidad diferente en medio del paisaje bucólico de la vida campestre, incluso el que se unió a una guerrilla para luchar contra Batista, y el joven que trabajando el en el Instituto Nacional de la Reforma Agraria, le entregó un cuento plagado de faltas de ortografías (Los zapatos vacíos) a Eliseo Diego, que al decir de éste,
era perfecto. Valores orgánicos que imantaron a este hombre de talento “en bruto” con la fuerza para hacer una literatura intensa como un coito perpetuo.

La biblioteca nacional fue su “capilla de formación” (Eliseo Diego lo llevó a trabajar para allá luego de su sorpresivo cuento), lugar donde este díscolo monje a la inversa leería de todo y escribiría con delirium tremens. Por eso el personaje de Fray Servando Teresa de Mier, un monje mexicano, sujeto real de la historia tratado literariamente por R.A., era su mejor auto representación. Las peripecias de un monje que peregrina por Europa en el siglo XVI, son el argumento de la segunda novela de R.A. Un mundo alucinante, es quizás la interpretación que se da así mismo sobre la realidad cada vez más angosta que se empieza a cernir sobre él. Las aventuras atribuladas de Fray Fernando, ciertamente, podrían ser las desventuras de R.A.

Aunque ya había escrito su primera novela Celestino antes del Alba, es con Un mundo alucinante que comienzan sus tropiezos. La homosexualidad era un síntoma que había que erradicar en una sociedad que quería fundar un nuevo molde político-corporal: “el hombre nuevo”. Cualquier amaneramiento era una condena. R.A. vivía su sexualidad sino con desparpajo al menos con fogosidad, su homosexualidad no era disimulable como la de Lezama, sino más bien un estandarte de arrojo sobre la vida, un boicot contra una recién nacida revolución que ya empezaba a padecer la oxidación de un ancien régime.

En mayo de 1895 Oscar Wilde fue acusado y llevado a juicio, y condenado a dos años de trabajo forzado por cometer actos “de gran indecencia”. En 1974 R.A. huye tras ser acusado de una “conducta impropia”, y a pesar de ocultarse en el Parque Lenin por un tiempo, no pudo evadir la cárcel. La moral puritana gravitando sobre el tiempo y dictando las mismas sentencias.

Su situación que se agrava por la publicación en el extranjero de Un mundo alucinante (había logrado enviar clandestinamente el manuscrito a Francia), situación que es una paradoja, pues al tiempo que es autor publicado y traducido a varios idiomas en el extranjero, es anulado por su vida de reo en varios presidios como el Castillo del Morro o el Combinado del Este, al punto que el
mismo escritor llegaría a decir, recordando esos días, que pasó a encarnar un auténtico personaje de George Orwell: una no-persona.

El viacrucis de R.A. nunca tuvo fin, ni siquiera con la muerte. Logró salir de Cuba mediante el éxodo del Mariel, atrás quedaban memorias desgarradoras, pero también el rastro procaz del sexo libertino. Ser un homosexual “pasivo” fue para el escritor una especie de hoja en blanco sin límites sobre la cual, también, escribir su vida y colectar historias para después recrear su realidad sustituta. “La vida de Reinaldo Arenas está llena de penes y de penas”, escribió Guillermo Cabrera Infante.

El SIDA lo atrapó en Nueva York, en una vida libertina y de bohemia. Aquel nuevo asesino sin rostro que diezmaba sin miramientos, sobre todo, a la comunidad gay neoyorkina, era el estigma doloroso del fin de una época y el comienzo del miedo paralizador en el mundo de las lentejuelas.

R.A. no pudo soportar la desintegración de su cuerpo, caballo de batalla de sus cruzadas sexuales. Su cuerpo quebrado era el fin de su relación con el mundo y sobre todo con los hombres, ni siquiera la literatura podría perpetuar la ilusión de una continuidad sin carnalidad, sudor y sodomía.

Se quitó la vida antes de que el SIDA lo borrara con bochorno y dolor. El suicidio como su última disidencia ante la condena de otro dictador, esta vez viral. Morir por su propia mano fue su último acto de libertad y furia; elementos identitarios de su literatura. Reinaldo nunca tuvo lugar en el mundo, vivió escapando y murió escapando. Se despidió con memorias furibundas que
recuerdan el exabrupto de Antonin Artaud en sus días finales: “Escribir es una cochinada”.

En su novela El color del verano, la isla de Cuba se zafa de su plataforma y navega como un barco fantasma. La nacionalidad expuesta a los vaivenes de un viaje perpetuo. Eso fue también Arenas, un pedazo de Cuba que navegó por la melancolía, el odio, la ironía y, sobre todo, por el sexo. Su Sodoma: una isla. Su exilio: un país de estatuas de sal.

Un amante sin tiempo

Félix González Torres (F.G.T.) nació en Cuba, pero no padeció la cosificación de la hegemonía tropical. Siendo un niño de 12 años sus padres lo envían a España junto su hermana Gloria y de ahí se va a Puerto Rico, donde finalmente se radica con unos tíos. Comienza sus estudios de arte, graduándose y obteniendo una beca de la Universidad de Puerto Rico para ir a estudiar a Nueva York, donde llega en 1979.

Estados Unidos es una etapa nueva y definitiva en su vida, los problemas y dinámicas de esa sociedad suceden en un tempo diferente a los del Caribe; sitio donde el colorido estentóreo del carnaval subvierte la desilusión. Experimentar la democracia, aun con sus imperfecciones, le da al artista el espacio de necesaria libertad para comenzar un ejercicio de refinamiento simbólico pero también de agudeza política. El propio artista llega a decir: “Me imagino que hay mucha
basura debajo de la democracia, desafortunadamente. Pero aun así prefiero la democracia, defectuosa como es”.

F.G.T. vivió su homosexualidad no como desacato frontal o como una forma de disidencia, como lo fue para Reinaldo Arenas. Su homosexualidad era más una intención intima desarrollada con plenitud en el ámbito de lo privado, pero era en lo privado, al mismo tiempo, donde el artista reconstruía las problemáticas sociales pasadas por el filtro de la individualidad. Cuando planta una valla publicitaria en 1989, con un texto en blanco sobre fondo negro, durante la celebración del vigésimo aniversario de la rebelión de Stonewall en el barrio de la comunidad gay de Greenwhich –en ese mismo barrio, en el año 1969, hubo una revuelta homosexual contra el constante acoso policial-, lo hace con la sutileza subrepticia de un acto que no procede del activismo rampante, sino que utiliza el texto publicitario con un mensaje subliminal de otra índole: comentar esos pliegues imperfectos de la democracia donde, en ocasiones, pende la densa sombra de la nube coercitiva.

El SIDA también atrapó a F.G.T., pero éste le plantó cara artísticamente. El virus es transmutado en materia prima para su obra; una enfermedad que además, tenía evidentes ribetes políticos respecto a la relación conflictiva del estado conservador de Ronald Reagan con la comunidad gay norteamericana. La obra, Sin título (7 días de pruebas sanguíneas),1988, parte de este proceso de transmutación crítica, donde el artista imprime y enmarca sobre lienzo o papel,
las gráficas de conteo de glóbulos blancos en sus sangre, proceso que va ilustrando su deterioro físico progresivo -esta obra se seguirá haciendo como un tipo de work in progress hasta 1994. La ocasional visualidad minimal y las estructuras neo-conceptuales en la obra de F.G.T., adquieren una calidez humana que sobrepasa la cosificación de las formas puras y la sistematicidad analítica. Su humanidad radica en develar todas las subjetividades que la política homogeniza
en su uniformidad estadística, todo esto, sin ser políticamente obvio. Es así, como esta obra también acota el complejo fenómeno mercantil que padece la sangre en el mundo clínico norteamericano, que a fines de los setenta se desplaza de la tradicional y humana donación, hasta el comercio con el preciado líquido con fines lucrativos. Lo que tuvo un impacto negativo –por su encarecimientopara el grupo social que padecía VIH en los ochenta. Trueque simbólico que recuerda el poema de Rubén Darío El canto de la sangre, de reminiscencias menos personales pero de igual fuerte carga simbólica. La sublimación en la obra de este artista responde a un drama donde lo individual y lo colectivo mueven fronteras intencionadamente, y donde, por resultado, la belleza nunca es ingenua.

Los impecables márgenes de la “corrección política” son difuminados por una poesía donde el lirismo está en función de una crítica social que huye del panfleto en la medida en que es entendida como un acto individual frente a un sistema, que por ende, absorbe a las colectividades y las margina. La individualidad y lo privado es un acto de resistencia para F.G.T., pero también es la manera de ser un espectador activo y participativo en el empeño de producir
sentido en una cultura que entra en contradicción consigo misma.

Sin título (Amantes perfectos), 1991-aunque esta es una versión de una pieza de 1987-, es una obra de sensación dramática y definitiva, ya que es hecha justo antes de la muerte, por SIDA, de su pareja sentimental Ross Laycock. En esta obra la profundidad humana que adquiere su fría presentación minimal desplaza cualquier distanciamiento crítico por la cercanía del drama de la finitud.

Dos relojes de pared (blancos), puestos uno junto al otro y mostrando ambos con exactitud la misma hora, es la metáfora de los amantes perfectos que comparten un tiempo que se esfuma aun en la cercanía, aun en la sincronía de sus espiritualidades. Alguno de esos relojes está condenado a detener sus agujas antes que el otro. Asistimos como espectadores, a la pulcritud de una imagen que implica la tragedia subrepticia del amor condenado. Como dijimos antes, la
belleza en F.G.T. nunca es ingenua, más bien retrata, con el frío pulso de un corresponsal de guerra, verdades neurálgicas de la sentimentalidad humana que quedan sepultadas bajo los adoquines de la razón de Estado. El arte de F.G.T. es la arqueología del amor y el dolor que bordamos con nuestras vidas, fugaces como el humo.

F.G.T. sucumbió ante el SIDA en 1996, tenía tan solo 38 años. Pero dejó tras de sí una obra de innegable belleza; álgido retrato de una sociedad devorada por el enjambre de contradicciones que implica el desarrollo. Y lo hizo con una humanidad y sensibilidad atípica en el arte norteamericano. Y esa sensibilidad “diferente”, quizás se deba al archipiélago de recuerdos que corría por su sangre: sus andanzas traviesas de niño en su natal Guáimaro, cazando lagartijas y
soñando que volaba en medio de un potrero rodeado de vacas.

Reinaldo Arenas y Félix González Torres, podrían ser también ese par de relojes de pared, esta vez, como amantes imperfectos que marcan un tiempo inefable del cual nacen sus respectivos mitos desgarrados. Utilizando palabras de Georges Bataille, estos hombres padecieron una suerte de “maldición privilegiada”, esa que los hizo lidiar con el desgaste de una muerte anunciada como el anverso creativo de la fatalidad. Retrato acabado de antinomias que vivieron y murieron como héroes de sus propias odiseas. Lo apolíneo y dionisíaco en estado puro. El sexo como placer disenso o el sexo como placer íntimo de sublimación artística; la vida como eyaculación o la vida como la poesía que resulta de esa eyaculación. Ambos recuerdan la idea-título nietzscheana: Humano, demasiado humano

No importa el grado de atomización que pueda sufrir la metáfora en manos del poder cuando existen hombres que, usando el arte como escudo y el cuerpo como yelmo, se lanzan a la aventura incierta de derribar ídolos y combatir al tiempo.