Hamlet Fernández
Como se sabe, la década del sesenta es quizás uno de los decenios más convulsos de la historia de este país. En el ámbito de la plástica, para que se tenga una idea, coexistían, en plena producción, de tres a cuatro promociones de artistas. Figuras fundamentales de la primera y segunda vanguardia aún se mantenían activas. De la década anterior se mantenían corrientes estéticas como la abstracción, la cual fue centro de un gran debate estético y terminó siendo deslegitimada con el argumento de que era una forma de expresión incompatible con el momento histórico que vivía la Isla, ataque lanzado específicamente por marxistas dogmáticos, militantes del PSP. Como lenguaje alternativo a la abstracción se empieza a estimular una vertiente figurativa que optó por el camino seguro y oportuno de la complacencia, una figuración apologética, plagada de estereotipos en la forma de abordar la identidad nacional, en la forma de representar los héroes, el rol de los sexos, en la forma de cantar las victorias de la Revolución.
Dentro de este panorama, el expresionismo feroz de Antonia Eiriz se impone como una poética novedosa y desautomatizadora, que toma distancia tanto del ensimismamiento de las formas abstractas así como de la estetización estereotipada de las otras vertientes figurativas. Antonia logra actualizar y contextualizar magistralmente una estética de la expresión que ya comenzaba a ser despojada de su condición de paradigma modernista por la nueva sensibilidad y procedimientos postmodernos que ganaban protagonismo en la escena norteamericana de los sesenta. En la línea del más ácido expresionismo alemán, su propuesta estética, al ritmo del calor revolucionario que hacía transpirar a la Isla, será una de las más orgánicas del momento. La pintura de Antonia había superado ya la obsesión modernista de la pureza y autonomía del lenguaje; temáticamente había logrado sintonizar también con el temperamento psíquico-sociocultural de una realidad que hacía mutar el imaginario cultural en todos sus niveles, y por ende exigía nuevas formas de expresión simbólica. Antonia Eiriz, sin dudas, tuvo la agudeza crítica y la destreza de oficio suficiente para hacer cristalizar dicha forma, alcanzando una de las metas más caras al lenguaje de las formas plásticas, a saber: el sutil equilibrio de la relación antinómica entre forma y contenido. Por esta cualidad, en términos de recepción, su arte produce tanto un goce sensorial como un reto al intelecto, se nos presenta sensual y conceptual en la misma proporción.
Y en este punto deben ser abiertas dos interrogantes: ¿por qué el arte de Antonia resultaría también incompatible con las circunstancias?; ¿por qué esta gran artista abandona la creación en el año 1969, y se retira silenciosamente a una modesta labor de magisterio? Podemos encontrar explicación a estas preguntas si enrumbamos el análisis en dirección a dos problemáticas fundamentales: el conflicto de recepción que genera su pintura, y, lo más determinante, la gran connotación ideológica que iba tomando el debate estético a medida que avanzaba la década.
Un arte punzante, provocador, agresivo, de humor negro, un arte que pone ante los ojos del espectador aquellas zonas de lo humano que más detestamos y le impone el reto de purgar sus propias miserias de espíritu, un arte que le corre el velo a la hipocresía, a la demagogia, a la disfrazada manipulación, un arte que delata la desdibujación de la psiquis de los más susceptibles a la despersonalización, de los que son arrastrados y diluidos en la marea embriagadora del futuro promisorio, es un arte condenado al rechazo de quienes, como advertía Hugo Consuegra, gustan de ser halagados. Y si los que gustan de ser alagados son mayoría y tienen poder para vetar, es un arte condenado a la marginación y a la exclusión. Más en una circunstancia donde la papilla culterana debía ser elaborada de manera tal que despertara en el público «el afán de trabajo, el ideal elevado, el heroísmo valiente, la fraternidad, el compañerismo, la abnegación» (1), etc.
Pero lo más desfavorable para Antonia Eiriz fue el hecho de que el debate estético se desplazaba cada vez más hacia el plano de lo ideológico, como se puede constatar en las polémicas culturales más enconadas de la década (2). Y cuando la discusión sobre arte sucumbe en la paranoia ideológica, los valores estéticos de las obras de arte pasan a un segundo plano. Por esta razón, es muy comprensible que la obra de Antonia, que puede ser definida como una estética de la expresión –y como se sabe, la estética de la expresión es por excelencia el paradigma artístico del modernismo–, fuera fácilmente descalificable con solo argüir que la afectaba un lastre metafísico, idealista, y por tanto burgués. En este punto es oportuno recordar que para cierto “marxismo” del momento, todo lo que oliera a idealismo era considerado un residuo del pasado en estado de descomposición, y por tanto una amenaza de intoxicación para la existencia de la sociedad socialista (3). En un memorable ensayo publicado en Cuba Socialista en el año 1963, Mirta Aguirre aclaraba:
No hay que derivar de lo anterior que el combate ideológico en el terreno de las teorías estéticas presupone la coacción y la violencia, la imposibilidad práctica de que en el seno de la sociedad socialista se produzcan y se respeten manifestaciones artísticas o literarias que provengan del idealismo, siempre que no pongan en peligro la existencia de esa sociedad (4).
Lo curioso es que nunca se explicara del todo de qué forma el arte auténtico, verdadero, ese que tiene el poder de actuar sobre la relación entre el hombre y la realidad, y transformar dicha relación, desautomatizándola, cuestionando las verdades que han sido erigidas como eternas e inamovibles, provenga de donde provenga, puede poner en peligro la existencia de una sociedad. Y es que, dicha explicación, si es que existe, el sólo intento de formularla pudiera hacer demasiado evidente el paternalismo enfermizo que caracteriza al pensamiento dogmático, su vocación de convertirse en dueños del hombre, impidiendo con sus actos de buena fe que sea el hombre quien se convierta en dueño de sí mismo. Tomás Gutiérrez Alea en el año 1964 advertía sobre los resultados prácticos a que podía conducir el prejuicio que se tenía sobre el origen pequeñoburgués, no proletario, de ciertos intelectuales, y la sospecha que esto provocaba, estimulando «la conocida tendencia a concebir representaciones burocráticas que se hagan cargo de la tutela de las aspiraciones populares al arte y la cultura»; y alertaba: «En más de una ocasión hemos visto cómo la actitud inquisitorial y la postura de señalador de fantasmas ha tenido como consecuencia una esterilización de la cultura muy semejante a la muerte» (5).
Estrechamente relacionada con el conflicto ideológico que generaba una estética de la expresión como la de Antonia Eiriz, que a los ojos de los dogmáticos resultaba incompatible con las circunstancias, tenemos la problemática de la concepción del sujeto que está implícita en una y otra perspectivas sobre la función y misión social del arte.
Como se sabe, el postimpresionismo y todo el arte vanguardista que vino después subvirtieron totalmente el paradigma de representación mimética que engloba a todo el arte pictórico de la tradición cristiano-occidental desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX. El modernismo impuso una nueva sensibilidad estética, un nuevo concepto de lo artístico, y un nuevo paradigma de representación, a saber: el arte como expresión. Este hecho marcó un desplazamiento radical de la intención artística en dos perspectivas: de la exterioridad del mundo sensible, natural, a la interioridad subjetiva del hombre, y de una actitud ecuménica frente al arte como necesidad unificadora de la comunidad, a una experiencia artística necesaria a la expresión de un espíritu individualista y rebelde. En este sentido Fredric Jameson ha definido como el
(…) concepto de expresión presupone cierta separación dentro del sujeto y junto con ello toda una metafísica del interior y el exterior, del dolor mudo en el seno de la mónada y del momento en el cual, a menudo catárticamente, esa “emoción” se proyecta hacia afuera y se externaliza, en forma de gesto o de grito, a manera de comunicación desesperada y de dramatización hacia el exterior de sentimientos internos (6).
Por tanto, el «problema de la expresión está estrechamente relacionado con una concepción del sujeto como un recipiente monádico, en cuyo interior hay sentimientos que se expresan mediante su proyección hacia el exterior» (7). Un sujeto, se podría agregar, que desde su condición de mónada expresa un mundo, que lo pinta como le mueve la mano su subjetividad, como le dicta el ego de una mirada capaz de traducir a formas únicas una única, por individual, visión del mundo. El artista moderno es aquel que comienza a ser artista sólo para el arte, que crea con la conciencia de que ya no existe comunicación entre su espíritu y el resto de los hombres, por lo que el fruto de su creación estará condenado a la incomprensión. Esta concepción del sujeto moderno, egocéntrico por excelencia, y la conciencia mesiánica del artista vanguardista, están en la base misma de la ideología modernista de la autonomía del arte y de la pureza y autosuficiencia a la que aspira en esta constelación el lenguaje artístico.
A la altura de la década del sesenta, ya el modernismo había sido institucionalizado tanto política como académicamente, y por ende domesticado; y estaba siendo radicalmente subvertido por la revolución postmoderna norteamericana. Por tanto, su estética ya no escandalizaba a nadie y había terminado siendo totalmente asimilada por el público del arte de ese momento. Pero una de sus ganancias fundamentales, a saber: el logro de una considerable autonomía relativa del campo de producción artística respecto al campo del poder, y la absoluta libertad de creación y experimentación del artista, ya no tendría marcha atrás, sino todo lo contrario, esa libertad sería instituida a escala global y explotada hasta sus últimas consecuencias por la sensibilidad y procedimientos postmodernos. Y es precisamente esa ganancia modernista de la autonomía relativa respecto al campo del poder la que comienza a ser conflictual en esa primera década de la Cuba Revolucionaria. A partir del año 1971, con la implementación de la política cultural delineada en el Primer Congreso de Educación y Cultura, el campo del poder suprimiría drásticamente los restos de autonomía relativa del campo intelectual cubano, sobreviniendo un período en el que los principios de jerarquización y legitimación de la producción artística serían esencialmente políticos y/o ideológicos, antes que estéticos.
Para el logro del proyecto socialista –se pensó e instrumentó– era necesario que todos los campos, incluido el artístico, se sumaran de manera incondicional a la construcción de la nueva sociedad; y fue inevitable que el nacionalismo que funcionaba como ideología cohesionadora de las fuerzas en acción, no terminara mediatizando excesivamente la praxis artística. Jorge Mañach, en fecha tan temprana como 1929, cuando el nacionalismo era una fuerza pujante de los modernismos latinoamericanos, advertía ya:
El nacionalismo artístico representa una intrusión análoga, porque tiende a convertir el arte en instrumento de un desideratum social, el acuse de la personalidad colectiva. Por eso hace tan buenas migas con el arte proletario. Ahora bien: yo no veo inconveniente –antes muy ciertas ventajas– en que el arte –o al menos una porción de él– además de ser arte, “sirva para algo” –decorar objetos o redimir humanos. Lo que me parece objetable, porque crea confusión y tiende a mermar la libertad creadora, es que se pretenda hacer residir en esa posibilidad ulterior o colateral del arte la autenticidad y valor de la obra artística. El peligro que se corre al postular, con carácter imperativo, un tipo de arte específico cualquiera es que se llegue a forzar una obediencia violenta a esa admonición, imbuyendo en el artista la idea de que sólo ese tipo de arte es decoroso. Nada impone más que estos conceptos dogmáticos del decoro. (…) Conviene repasar este lugar común: el arte no es nada si no es sincero: y no es sincero si no es libre (8).
PS. Este ensayo es sumamente extenso para un blog. En consecuencia tendrá varias entregas. Sigue en sintonía pues esto continúa.
*Publicado originalmente en: En Lastre, Reynaldo (selección y prólogo.): Anatomía de una isla: jóvenes ensayistas cubanos. Ediciones La Luz, Holguín, 2015, pp. 93-113. La versión de este ensayo resulta de la fusión del ensayo homónimo, publicado originalmente en Artecubano, no. 2, 2009, pp. 70-76 (texto con el que el autor obtuvo el Premio Ensayo de Crítica de Arte “Guy Pérez Cisneros” 2010), y el ensayo Apostillas a Antonia Eiriz y las circunstancias…, publicado originalmente en La Gaceta de Cuba, enero-febrero 2013, pp. 32-35.
Notas:
(1) Preguntas sobre películas. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 148. A su vez tomado de «Aclaraciones», Hoy, La Habana, jueves, 12 de diciembre de 1963.
(2) Véase Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit.
(3) En la última respuesta de Alfredo Guevara a Blas Roca, concerniente a la polémica desatada en el año 1963 sobre las películas que debía ver el pueblo, este se defendía enérgicamente de insinuaciones peligrosas para el momento: «Pues no: ni somos revisionistas ni retrocedemos a una posición liberal ni abandonamos nuestra ideología ante supuestos halagos de antiguos contrincantes. Lo que sí somos es marxistas, y por tales, no aceptamos las tergiversaciones dogmáticas, y retornamos a las fuentes, rechazando en el arte, y en todos los campos, esa enfermedad cancerosa que se propaga a título de intermediaria, y que suplanta el pensamiento vivo por las definiciones, y las obras fundamentales por el manualismo. Es ese marxismo estático, copista y rutinario, que busca desesperadamente fórmulas para sintetizar en unos trazos las soluciones que deben aplicarse a los más tormentosos problemas, el que nosotros rechazamos. La experiencia ajena le sirve de permanente inspiración, y en su fuente busca no ya la explicación de la realidad inmediata o las líneas de su desarrollo perspectivo, sino lo que es más grave, el carácter mismo de la realidad: es este error, idealista, no-marxista, reaccionario, el que les lleva a confundir el vasto mundo real con un estrecho campo de acción y observación, en el que la experiencia psicológica e histórica, ya sistematizada, y no siempre justamente evaluada, les sirve de comodín. Semejante punto de vista supone una humillación de la dignidad intelectual –de los trabajadores por ahora intelectuales y manuales- y un retraso de decenios. Por eso es inaceptable para el trabajo artístico, que va desde la creación al contacto con el espectador, y que en el espectador se confirma, o reduce a cenizas –en el de hoy, en el de mañana tal vez; nunca en el de ayer. No es el marxismo lo que está en entredicho: lo que está en entredicho, y con razón, es la tergiversación del marxismo». Alfredo Guevara: Aclarando aclaraciones. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 239.
(4) Aguirre, Mirta: Apuntes sobre la literatura y el arte. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p. 64.
(5) Gutiérrez Alea, Tomás: Donde menos se piensa salta el cazador… de brujas. En Graziela Pogolotti (selección y prólogo): ob. cit., p.117.
(6) Jameson, Fredric: El Postmodernismo como Lógica cultural del capitalismo tardío. En Ensayos sobre el postmodernismo. Ediciones Imago Mundi, Buenos Aires, 1991, p. 28.
(7) Ibídem, p. 32.
(8) Mañach, Jorge: Vértice del gusto nuevo. En Revista de Avance, n. 34, mayo de 1929, La Habana, Cuba, pp. 134-135. (La cursiva es mía).
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