Michael Jackson es otra celebridad en que la ficción del rumor mediático acaba por destronar a la realidad de su talento artístico. Desde el morenito que inició su trayectoria musical en solitario a los catorce años hasta el “pedófilo inocente“. Ese que evadió cargos judiciales por abuso sexual. Nadie sabe cuando concluye la mentira y empieza la verdad de una escalada donde lo privado y lo público adquieren el clímax de su indefinición.
Solía aterrarle el delirio de renacer como planta o vegetal en territorio virgen de una región abandonada. Añoraba vivir para siempre, pero murió a los cincuenta años. Parece que no resultó suficiente dormir en una cámara hiperbárica para salvaguardar tan violento y costoso proceso de trans-formación somática. Hasta que una mañana el corazón se detuvo. Ciertas construcciones míticas se destruyen en el momento en que la fragilidad de un cuerpo hechizado por la gloria anhela poseer el vigor de un desconocido.
El artífice del álbum Thriller (1982) logra la plenitud de su endiosamiento, cuando ya no puede disfrutar el hecho consumado de su desvelo: levitar como una nube donde reencarna en seguidores nostálgicos, quienes con solo cerrar los ojos logran distinguir y escuchar al talismán de sus visiones.
Basta imaginar a una figura delgada contra una pared blanca (Michael Jackson o Andy Warhol), para darse cuenta que la inmortalidad contempla el precio de sufrir una mutación: transfigurarse en un espectro visible, descubierto en la soledad de una complicidad puramente formal.
Esta fantasmagoría fue un proyecto de escultura concebido y nunca realizado por Manolo Castro ft. Julio Lorente, en su periplo estudiantil por las aulas, cúpulas y pasillos del Instituto Superior de Arte de La Habana. Pero todo quedó en el goce de la pieza como idea. Decidieron obviar la agonía productiva de concretarla. Todo quedó en un espejismo.
El injerto plástico contra una esquina iluminada aparecería dándole la espalda al público, aunque percatándose de que lo observan y fotografían. A medida que el espectador se acercaría al ángulo del recinto, sobrevendría una frustración: El arquetipo de ídolo acabaría reproducido en un muñeco hiperrealista.
En un abrir y cerrar de ojos, la figura estática se revertiría en decepción colectiva. Cómo reconocer a Michael sin el guante blanco, gafas oscuras, chaqueta negra con lentejuelas o el atuendo militar impregnado de medallas e insignias. Cómo identificar a Warhol sin peluca plateada, Polaroid al cuello y recubierto de piedras preciosas para ahuyentar la mala suerte.
Entre lo que revela o esconde, la pose hierática ilustraría un axioma para quien resucita entre los gritos y suspiros de una multitud, deseosa por configurar el ritual de la adoración: la ordinariez de confesar una verdad impúdica, cae vencida ante el orgullo de representar una mentira piadosa que concilia el sueño de inocentes y culpables.
Del rococó al minimal, el contramito se reduciría a lo elemental: el blanco sobre blanco acuñado por Kazimir Malevich, implicaría una parquedad visual matizada por el cabello (real o falseado) del personaje. A solas con todo y con todos, éste derrocharía una vulnerabilidad opuesta a la fantasía robustecida por la masa. No es suficiente la intención de humanizar al sujeto libre de artificios. Menos transgredir su razón de ser. La virtualidad de la ficción se resistiría a experimentar un anclaje desalentador.
Pequeño y frágil como Napoleón, Julio César o Hitler, Michael Jackson y su cuerpo de baile simulaban la presencia de un ejército invencible. Ellos fulminaban el miedo dispuestos a conquistar el mundo, gracias al hipnotismo que irradiaban desde el escenario. Hegemonía y glamour propinaban un gancho demoledor, para ganar el combate por el consenso multitudinario.
Este “último“Michael, desnudo y asustado, contendría la suma de batallas reales o virtuales, ganadas en el arte y perdidas en la vida. A todos nos falta algo o todo. Duchamp reivindicó al artista como Rey de la Vagancia, porque “respirar es crear”, dijo cierta vez.
Igual que su devoción por los niños y la filantropía humanitaria, el inventor de pasillos danzarios como monwalk tenía la aspiración faraónica de ser el Rey del Mundo. A su lado, la ambición y eslogan publicitarios de Warhol denotan timidez. Una de sus actuaciones más aclamadas fue la que realizó en el American Super Bowl XXVII. Cuando irrumpió en la escena, lo hizo con una chaqueta militar dorada y lentes oscuros. Estuvo inmóvil durante varios minutos ante una ovación. Después, se quitó las gafas, hasta que empezó a cantar y bailar. Tenía el don de hechizar a las masas con una estética bélica, pero sin arengas, coerción, cámaras de gas o una tropa de fanáticos dispuestos a inmolarse.
Miope, calvo y albino, Andy Warhol incita a personalidades del mundillo cultural y figurantes clase B a retozar en un sofá de la Factory para entregarse a vicios letales. Cuentan que nunca participaba en las orgías, sino que miraba, documentaba y callaba. Valerie Solanas, una psicópata con ínfulas literarias, le disparó al voyeur y casi lo borra del mapa; Valerie Solanas ya no soportaba que le robaran guiones, primeros planos.
Andy era un testigo oculto en el infierno de la mitomanía. Incluso, grabando entrevistas telefónicas en cintas de cassete, como la que le hizo al propio Michael, falso coqueteo entre “parecidos razonables”. Atrapado por el vaivén del magnetófono, el cazador-cazado reconoce: “¡Oh, no, yo no sé bailar! Me encanta el claqué, pero no sé hacerlo“.
Dos estrellas del firmamento artístico charlando son eso: dos estrellas que fingen venerarse. Igual hizo Andy cuando se fotografió besando en la boca a Salvador Dalí en un restaurante neoyorquino o al exponer junto al reverenciado Joseph Beuys en Alemania.
Warhol no mostró interés por los infantes o las causas benéficas. No invirtió en presumir de falso humanista, aunque vivía fascinado con el engaño. Su falsedad era auténtica. Tuvo un final imprevisto o, quizás, adelantado. Nadie se muere de una operación de vesícula “mal resuelta“ en el New York Hospital -alegaron unos. Lo despacharon por temor a una boutade que invalidara los precios alcanzados por su obra –rebatían otros. Tenía 58 años. Le faltaba consumir su decadencia.
Descuido, asesinato, Sida. El médium de los medios terminó siendo la víctima de un folletín detectivesco. Así de vulgar es la muerte, Andy, para quienes se creen inmortales. Así otros mortales que ignoran la ambición consiguen rebasar un siglo de vida.
“La repetición es la muerte”, sentenció Duchamp. “La reproducción es la vida” -replicaría Warhol, porque “la realidad es artificial y eléctrica”. Tal vez como las sillas-verdugos pobladas de reos invisibles (entre ellos, Ethel y Julius Rosenberg) que llegó a serigrafiar.
Robert Hughes recordaba a un clonado Warhol como la persona más estúpida que había conocido. Aunque nada significa el insulto de un crítico de arte tan sagaz como reacio al impacto cool: Hughes fue un melancólico sobreviviente de otra época, ante una legión de seres fascinados por ese vandalismo de lentejuelas, típico de la jet society underground.
Su complejo de Edipo tocó fondo cuando declinó asistir al funeral de Mamá Julia Warhola, tal vez calcando al misántropo de Aix–en–Provence Paul Cézanne, quien se negó a perder una jornada de bonanza pictórica. ¿Se podría amar a un artista que ni siquiera asumió a quien lo trajo al mundo en todas sus facetas? Brillan por su ausencia litigios familiares en torno a la herencia de Andy. Todo sería reservado a la Fundación Warhol, dispuesta a crear el primer museo del mundo dedicado a un artista en su ciudad natal Pittsburgh.
Si nadie amó a la “esfinge sin acertijo“(así retrató Truman Capote a Warhol), tendríamos que venerarlo en su calculada, áspera y melodramática posteridad. Al colocar estos adjetivos, pienso en “El difícil arte de adjetivar”, notas de Alejo Carpentier. Mejor recordar a un crítico harto del rigor académico al confesar: “Pongo tres, cuatro adjetivos rimbombantes y qué…”. A veces una escritura correcta suele ser insoportable, falsa.
Desde su ambigüedad gestual, una visión escultórica pretendía sugerir cómo la debilidad paradójica condujo al experimento de fundar monarquías artísticas. Aquí estética militar (Michael) y contracultura fashion (Warhol) protagonizan un rol estelar. Solo de esta manera logramos sorprenderlo(s) en la intimidad de su refugio virtual, modelado(s) en resina de poliéster, sin otra alternativa que reparar en una mirada furtiva entre la eternidad y un día.
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