Julio Lorente

¿Quién no mueve aunque sea un piecito al escuchar los contagiosos beats del trap acompañados de la voz oligofrénica de Bad Bunny? Lo cierto es que este enfant terrible se ha hecho meteóricamente con el poder casi absoluto de la industria musical latina sin tantas estrategias y sin leer a Maquiavelo, tan solo echando mano de dos principios neurálgicos de la contemporaneidad: velocidad y rentabilidad.

Los mass y social media, voceros de la industria cultural de probeta, han hecho un minucioso trabajo en el diseño de los contenidos que promulgan. En esta pirámide invertida, la multitud, es el gran espectador-consumidor de espectáculos fatuos que transforman cualquier entorno en modelo didáctico de ideas banales, fenómeno nítidamente explicado por Guy Debord en su libro La sociedad del espectáculo (1967). Quizás por eso se quedan revoloteando con tanta naturalidad en nuestras mentes las letras acéfalas de Benito Antonio –nombre real del “conejo malo”- y hasta reímos cuando se disfraza de mujer, poniéndole los pelos de punta a sus colegas reguetoneros reyes del falocentrismo musical.

¿Y qué rayos tiene que ver todo esto con el arte contemporáneo? Me explico. Eso que llamamos arte contemporáneo se ha vuelto un fenómeno tan elástico que huele a sofisma. En relación con el reggaetón y su versión más light, el trap, el arte contemporáneo también quiere ser inmediato, llegar con premura y sin tantas mediaciones teóricas a un espectador que lo desechará con absoluta naturalidad en la “papelera de reciclaje” de su conciencia. La supuesta democratización que han traído consigo las redes sociales en la era de la imagen, dándole voz a millones de personas –millones de idiotas según Umberto Eco- es un arma de doble filo. En términos de factoría, el problema parece ser de poca calidad sobre mucha cantidad. Ahora que “cualquiera puede ser artista” subiendo contenido a la red, ensanchando los límites de lo aceptado como “cultural”, el arte se hace endeble en la medida que vaporiza sus contenidos por la frivolidad de la inmediatez, en tiempos en que se existe más como imagen que como individuo.

La llamada postmodernidad, legó un puzzle teórico que va desde el agitado mayo francés con todas sus “estrellas”, pasa por el revoltillo deconstructivista y eclosiona en la teoría del arte a
pesar de la consabida defunción apuntada por Arthur Danto. Preámbulo perfecto que dota, grosso modo, al arte contemporáneo de un maquillaje teórico para encubrir una notable falta de ideas.

En esta nueva vanidad hay un elemento catalizador que no se puede obviar: el mercado del arte. Como bien observó Hal Foster, el mercado al percibir el arte como una inversión procura un tipo de artista que represente esta idea, lo políticamente correcto es casi un axioma o mejor aún lo apolítico, cualquier subjetividad que plante una crítica al sistema artístico-mercantil o es reconvertida por la antropofagia corporativa o es despachada al ostracismo económico y (cuasi) cultural.

El arte contemporáneo es noticia a diario por una razón: el dinero”, apunta Vicky Ward periodista de Vanity Fair.

El 15 de septiembre del 2008 quiebra el cuarto banco de inversión más grande de Estados Unidos: Lehman Brothers, dejando en la calle a 12.000 empleados en New York. Un día
después, el 16 de septiembre del 2008, Damian Hirst (Bristol, 1965) subasta por una suma de 180 millones de dólares su exposición Beautiful Inside My Head Forever. ¿Cómo un artista
puede retar al mercado del arte en el peor momento financiero de la historia después de la gran depresión? En este movido mundo de sustituciones, el arte contemporáneo encarna la
perfecta figura del “caballo de Troya cultural” repleto hasta el tuétano de operaciones bursátiles
. Es así como neuróticos millonarios tuvieron que formar una coalición de compra para impedir que se desplomaran los precios de sus colecciones, en la que las obras de Hirst eran abundantes. Un dorado anzuelo que tuvieron que tragar con asco, no para salvar al arte sino a sus bolsillos. Al final del día, con mueca cómplice de niño travieso, Damian Hirst se reía de esta carrera de caballos que mientras más fuerte galopan más se alejan de la cultura. Los cromosomas
de los ceros poblando la utópica búsqueda de la trascendencia.

Una fiesta de burbujas

Un grupo de jóvenes desandan los laberínticos pasillos de Art Basel-Miami Beach con curiosos audífonos escuchando a Bad Bunny. Miran sin ver todas las pinturas que cuelgan en pulcras paredes o esquivan con indiferencia cualquier artefacto “artístico”. Las ferias de arte contemporáneo son el corolario de ese curioso síntoma de carreras que tienen que florecer a través del espectáculo, como si se tratara no de comercializar una idea sino su atractivo. Un mediático telón de fondo para hacerse un selfie y subirlo inmediatamente a las redes.

Coloridas y repetidas abstracciones, pinturas que quieren colgarse del aura del pattern painting o el bad painting, objetos híbridos que aspiran a gozar entre lo minimal y lo povera, un festín de vanidad representacional o bricolaje historicista que dificulta la búsqueda de obras válidas, que las hay por supuesto.

La industria cultural contemporánea tiene una línea argumental que hilvana todas las expresiones culturales, una especie de ecosistema que responde a un nihilismo que no nace de una vocación filosófica sino del oportunismo. Es por eso que una figura como Bad Bunny, fácilmente podría encarnar la figura de un artista visual de nuestro tiempo, porque allí donde no hay compromiso, crítica, fundamentación de una visón del mundo, tan solo levedad y humo, ya no importa lo que se dice sino cuánto se puede ganar con eso. El pozo sin fondo del dinero al que se arrojan las prácticas musicales, artísticas, televisivas etcétera, no son compatibles con la condición crítica inmanente al hombre (artista) que le planta cara al mundo. Esquivando el peligro de las generalizaciones, hay artistas que toman con seriedad su trabajo, crean obras de calidad desde lo que parecieran islotes de auténtica resistencia. Por suerte existe en esta periferia de argumentos profundos, un afán por salvar la inteligencia, el buen gusto y hasta el oficio, que como buen sólido, se niega a desaparcer en el aire de lo epidérmico.

¿Será necesaria una “teoría de la retaguardia”? –como observa Iván de la Nuez– o sea una reagrupación de cierta producción cultural marcada por la distancia en tiempos de pandemia
también cultural, donde con naturalidad todo se designa como artístico.

Una fiesta de peligrosas burbujas repletas de nada, fácilmente explotables aunque inevitablemente “atractivas”. Seguirá retumbando Bad Bunny -símbolo triunfal de un vacío con
vocación de espectáculo- en la banda sonora del agujero negro cultural contemporáneo, mientras que esos artistas fanáticos de la pronta remuneración seguirán buscando la gloria del ¿quién da más? Una época de síntomas virtuales y debates tautológicos puede ser encantadora si se sabe revertir con la picardía de los que ven entresijos. “Es muy importante para el artista saber cuándo parar y morir“, dice Marina Abramovic peinándose una larga trenza, como quien prefiere una gloria de ultratumba a un sonado homenaje de Rock Star. No es posible el pecado de la mediocridad cuando se “muere” con las ideas puestas, aunque implique necesariamente un acto de retiro. Si en el arte no hay nada nuevo, excepto el talento, según Antón Chéjov, es quizás
por eso que el arte contemporáneo –generalidad por el medio- no nos resulte tan contemporáneo o peor aún, no nos resulte arte.

Imágenes de portada: Bad Bunny y Carlos Manuel Loriga Gil, Los animalitos del bosque no se matan.