Julio Lorente
El poder no corrompe; el poder desenmascara.
Rubén Blades
El péndulo que oscila del panfleto afirmativo hasta la disidencia histérica pasa por encima de un interregno conformado por valiosas obras del arte cubano. De esas obras, destaca, sin dudas, Las joyas de la corona (2009). Ocho pequeñas piezas de orfebrería en plata que reproducen edificios de diferentes sitios del mundo -en algunos casos, todavía en funcionamiento- dedicados a la vigilancia policial-militar, el encarcelamiento y la represión -léase tortura y asesinato: el Pentágono, Villa Marista, Base Naval de Guantánamo, edificio de la KGB, edificio de la STASI, el estadio nacional de Chile, etc. Su autor, Carlos Garaicoa (1967) artista cubano de prolífica carrera, construida en los vaivenes de lo que hoy se llama un globetrotter, condición que ayuda a evadir, de alguna manera, ciertas etiquetas al provenir de una utopía emplazada en el Caribe; zona de mitos y desilusión.
Garaicoa, al hacer carrera en los noventa no pudo evitar el embate, como parte de su generación, de ese agujero negro llamado: “Periodo especial en tiempos de paz”, y su manifestación más obvia e inmediata: la ruina física de la ciudad. Esa primera exploración artística de las ruinas de la Habana, con vocación por la ruinología –oficio simbólico inventado por el ensayista y poeta Antonio José Ponte, quien ve, también, en las ruinas de la ciudad, la muerte de un discurso y un futuro procedente más de un posicionamiento personal e imaginario que de una certeza histórica- de corte futurista, crea mediante la fabulación arquitectónica, la prótesis para una utopía amputada. Ejemplo de esto es la fotografía intervenida Acerca de la construcción de la verdadera Torre de Babel (1994-95).
Volviendo a Las joyas de la corona, obra que parece partir de un tipo de alquimia donde, finalmente, la nigredo transmuta en aurum philosopicum; convertir la mierda en un metal precioso es el delirio ideológico de un glamour cómplice. Estas pequeñas “joyitas”, reproducidas con sorprendente detalle y puestas en vitrinas con luz cenital, le dan el aspecto solemne a la instalación que se necesita para convocar el silencio ante estos símbolos de poder que engullen la palabra libre y nos devuelven a otro silencio; el de las ausencias, el de la censura; finalmente, el del crimen como política de Estado. Esta suerte de corona geopolítica compuesta por ocho “instantes definitivos”, yace virtualmente sobre la cabeza de un nuevo soberano, absolutista e invisible, que vocifera también: el Estado soy yo. Lo que esta vez, a diferencia de Luis XIV, su Versalles es el mundo.
Roland Barthes en su ensayo “Semiología y Urbanismo” plantea que la ciudad y sus significados deben ser legibles para quienes los habitan, y se podría decir también, con absoluta organicidad, que esos significados se encarnan en ciertos edificios que fungen como temerosos titanes que custodian el control ciudadano; símbolos de la Ciudad-Estado. La polis griega convertida en coerción de concreto. Edificios donde la burocracia archivística hace de la muerte una estadística.

Hablando en plata
Del puerto de la Habana, ciudad natal de Carlos Garaicoa, partieron hacia España entre el siglo XVI y XVII, más de 16 millones de kilogramos de plata saqueados de Centroamérica y Suramérica, sobre todo de la tristemente célebre estación del Potosí, confiriéndole este trasiego, mercantil y criminal, al Atlántico, un sentido político antes que oceánico. De existir en esta obra de Garaicoa al menos una molécula de esa plata, se completaría este ciclo hegemónico, y, si no fuera así, el
poder de la connotación haría de las suyas, porque la historia, esa realidad entredicha, siempre aspira a capitalizarse como símbolo más allá de la certeza o la veracidad.
Si seguimos la pauta de Ernst H. Kantorowicz en Los dos cuerpos del rey (Un estudio de teología política medieval) y el rey tiene un cuerpo dual, que encarna su humanidad y su divinidad al mismo tiempo, entonces esta corona de Garaicoa podría ser el doble de sí misma, en la medida en que el poder en su ubicuidad, nos hace erigir pequeños edificios igual de represivos en nuestras consciencias para provocarnos dobles involuntarios de nosotros mismos, y con esto, suprimir lo que somos en función de un discurso de obediencia pactado por las instituciones que tejen el filigrana totalitario.
El mundo contemporáneo parece adaptarse a una frase atribuida a Balzac: “detrás de toda gran fortuna se esconde un crimen”, por eso, este uróboros plateado de sublimaciones high-tech, valoriza a la par que encubre; el capital puede ser tan siniestro como la más demonizada dictadura. Detrás de Occidente también gravita un crimen, lavado por el fulgor de tesoros voluptuosos. Cuando Hernán Cortés derritió parte de la riqueza de Tenochtitlán –en la cual había mucha platapara enviarla al otro lado del mundo, un genocidio era transformado en una grotesca joya devenida piedra angular para futuras y desmemoriadas revoluciones industriales. Esta corona sin rey que escenifica Garaicoa, nos recuerda este trueque de horror, solo que ésta no tributa a imperios decadentes, sino que, ilustra ideologías apuntaladas por estos avatares arquitectónicos que el artista transmuta en plata para cotizarlos como las joyas eternas del crimen hermético. Crimen inmutable en esencia, más allá de los amagues del ademán. Derecha e Izquierda, persiguen un mismo fin en esta pequeña ciudad hegemónica de plata: vigilar y castigar.
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