Elvia Rosa Castro

El cinismo, como corriente o escuela filosófica, encaja más en lo que pudiéramos llamar filosofía de la conducta –conducta que se muestra o exhibe-, al tratarse de enseñanzas que no se dictaban ni se deducían en silogismos sino que eran expuestas de manera vivencial y agónica. Esta exhibición directa y de visos teatrales-performáticos sitúa al cinismo en un escenario ambiguo entre el Arte y la Filosofía, incluso tendiente al artivismo, pero inclinándose más al primero dada la alegoría implícita en sus prácticas (Diógenes buscando hombres con un farol por ejemplo). “Solo a partir de los cínicos se rompe por primera vez el equilibrio armónico entre ciencia y virtud; ellos acentuaron el peso de la virtud, en detrimento de la ciencia, y se hicieron partidarios de un ideal moral propagandístico y populachero, llegando a ser gravemente infieles a las enseñanzas de su maestro” (Abbagnano 1971: 141)

Al manifestar su ideario de manera gestual y efímera, los cínicos no podían sustraerse de publicarse, exponerse, traficar con cierta visualidad “reiterativa y actual”. En fin, representar. Y en toda representación hay una tergiversación esencial. Un ocultamiento. Mínimo, una pretensión. Era demasiado insolente el cinismo griego para ser humilde y pasar inadvertido. Además, toda representación es ya, de por sí, un acto de encubrimiento. La noticia es que será así hasta que el hombre deje de ser hombre o, dicho en términos más serios, cuando el ego sea anulado y la humanidad se deshaga del signo, es decir, renuncie a ser ella misma.

Peter Sloterdijk, teórico alemán, el enciclopedista por excelencia del cinismo y autor de Crítica de la razón cínica, justifica la presencia de esta actitud como sigue:

“Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura; allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de mentira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Sin embargo, el impulso hacia el desvelamiento es, a la larga, más fuerte. Sólo una desnudez radical y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada” (2003:30).

Ubicándose frente a ciertas pudorosas nociones cristianas, Sloterdijk elogia y encomia la desnudez radical así como la carencia (ausencia mejor) de ocultaciones, pensando que Diógenes constituye su paradigma. Sin embargo, allí donde el alemán ve desabrigo y transparencia yo percibo, en cambio, todo lo contrario. Diógenes cae en la trampa de lo social: no puede denunciar nuestra estructura yoica y represiva sin ser él mismo egocéntrico, no puede criticar la representación sin representar. No puede eludir el escenario, que es idéntico. Le es imposible restituir la sensualidad sin renunciar a cierta “aristocracia mental”. Y sabemos que esta le sobraba.

Diógenes no es un naif aunque sus refutaciones posean la apariencia de un hombre lego. Él era sumamente inteligente y cáustico. Toda su pose estaba matizada, refractada, por cierta reflexión en la que media el intelecto, o sea, él tiene plena conciencia e intención. Es enfático y propositivo. En resumen, trata de desnudar encubriendo.

En El arte de amar, el alemán Erich Fromm es extremadamente convincente: “Tanto los ‘pensadores radicales’ como la persona corriente son autómatas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la ‘necesidad histórica’ de ese hecho” (2005:126). De modo que Diógenes, pensador-actuador radical en este caso, sabe que su actitud no responde a un impulso efímero o evanescente. Posee conciencia de su contraste, de su necesidad y en última instancia incluso, de su utilidad.

Las pretensiones de Diógenes no pasaron inadvertidos a sus paisanos, por supuesto. Advirtió Sócrates que Diógenes encubría su engreimiento. “Por los huecos de ese manto veo tu vanidad”. Se dice que Diógenes llegó a la casa de Platón pisando una bella alfombra y gritando: -”Miren cómo pisoteo la soberbia de Platón”, recibiendo por respuesta: -”Sí, pero con otra soberbia”. En efecto, tanto una como la otra (vanidad y soberbia, al igual que la humildad, ojo con esto) huelen a impostura, a patraña diseñada, a dramaturgia. Diógenes poseía su agenda, de eso estoy segura. La ansiada autonomía de todo ser humano, aparentemente resuelta en los procederes cínicos, no es más que eso: apariencia. “Puro teatro”.

Los cínicos no dependían –al menos de manera evidente – ni del Estado ni del mercado, pero les urgía traficar sus maneras en tanto valor, un valor inusitado que depende, eso sí, de la opinión pública, incluso, aunque esta supuestamente no le interese y sea tratada con desdén. Necesitaba no sólo ser consumido sino además, viralizarse. En última instancia se trataba de un trueque de moralidades, un trafiqueo basado en el contrapunto. El cinismo requería ser consumido en su apatheia, en su indiferencia. Cortejar y seducir trayendo a presencia y además, siendo apático: ahí radicaba el quid de su publicidad. Teatralizar sobre la base del sentido común, sin demasiadas mediaciones, al menos de manera aparente. Estar presente, re-presentar. Y en este afán no hubo selección: cualquiera resultaba una plaza idónea.

Se dice que Protágoras de Abdera asumía la enseñanza como función teatral. “El abderita (…) enfocaba el saber como espectáculo, como show. El agón, el diálogo, como competencia donde la búsqueda de la verdad era un elemento vestigial” (Ichikawa 2005b). Uno de los artistas más controvertidos del siglo XX en el escenario de las artes visuales es Joseph Beuys. Se le conoce como “el único sucesor digno de Marcel Duchamp” en el continente europeo. Yo, que aún soy contracorriente, no oculto mis remilgos para con el creador alemán, por lo que me agrada sobremanera encontrar una reflexión que casi, casi, justifica mis prejuicios y lo ubica, siguiendo mi lógica, dentro de un diogenismo moderno. Se trata de un texto escrito en 1979 por Luis Camnítzer:

“El aspecto de Beuys como actor es importantísimo en su obra. La palabra “actor” tiene que ser entendida aquí más ampliamente que en el sentido teatral. Es cierto que Beuys tiene mucho de teatral siendo un excelente publicista de sí mismo, pero el sentido de actor es más dentro de la acción que dentro de la interpretación” (2006:93).

Diógenes y Beuys publicitándose a ellos mismos gracias a cierta cualidad aurática no confiada a otros (10). Los dos encarnan aquella frase, también polémica, de Mc Luhan, “el medio es el mensaje”. El uso del mismo corredor, o la repetición percibida en este procedimiento o metodología no puede dejar margen al error. De modo que Camnítzer continúa:

“La propia presencia de Beuys está refinada hasta el último detalle. Siempre se presenta con un sombrero de fieltro gris, siempre lleva una mirada mesiánico-fanática, siempre está dispuesto a discutir cualquier cosa con cualquiera, intensamente y con aparente falta de humor. Beuys mismo es una obra que predispone al mito. Es esa voluntad de mito, consciente o inconsciente (no importa), el único elemento que unifica su obra y que ordena la imagen altamente confusa y contradictoria que proyecta”. (2006:93).

Si no mencionara el nombre del artista alemán y algún que otro atributo (el sombrero, por ejemplo) pensaríamos que está hablándonos del cínico de Sínope, Diógenes. Que Luis Camnítzer escriba en estos términos no es azaroso y mucho menos son “figuras”, el modo en que encapsulaba Julio Cortázar lo casual. Él es acaso el crítico que más ha escrito sobre el tema que nos ocupa en este ensayo. Autor de ¿”Arte inmaculado”? y de “La corrupción en el arte/el arte de la corrupción”, es raro que pase de largo cuando los disturbios éticos o cierta malformación en la moral empañan alguna que otra propuesta artística. Su mirada fractal también le ha permitido ser implacable con Ives Klein o con las Gates de tela naranja que Christo emplazó en el Central Park de New York años atrás.

Pero no sólo Camnítzer analiza esa vertiente casi biográfica que apunta al propósito en el acto de la creación artística. El teórico alemán Benjamin Buchloh no oculta sus preferencias por Daniel Buren y Marcel Broodthaer frente a un Beuys que considera “como el productor de la nueva mitología cultural alemana”, y no como un genuino y radical agitador político-social. De ahí que en su opinión “el público que asiste a una instalación de Beuys en Alemania no es un público experto, es el público de una cultura nacional que ha resucitado bajo el signo del espectáculo” (Chevrier y David 1998-1999).

 El ex piloto (Joseph Beuys) le dio a su nación y al llamado centro lo que  necesitaban en ese momento: experiencias y uso de materiales venidos de otra  cultura, de lógicas ajenas, periféricas, y exóticas. Actitud renuente y mucho de egocentrismo.  (Recordemos que uno de los resultados del desencanto posmoderno fue la redirección de la mirada hacia las culturas de los márgenes).

Si observamos un poco el paisaje insular contemporáneo, encontramos dos buenos candidatos para argumentar desde La Habana, estas especulaciones. Se trata de Peteco, brillante orador que, como buen hedonista, siempre habla de una inteligencia del cuerpo, de una somatización de la inteligencia; y Ezequiel Suárez, uno de los artistas más esteparios dentro del circuito local. Su práctica artística se asienta,  digamos que en un porciento avasallador, en ser consumido por la vista. Él mismo es o forma parte de su obra.

Al respecto, explicándose los orígenes de la moral, Nietzsche no puede ser más certero:

“¿Cómo miraban los dioses de Homero el destino de los hombres? ¿Qué idea tenían de la guerra de Troya y de otros horrores trágicos? En esto no hay dudas: eran juegos que alegraban a los dioses, y, como el poeta es de una especie más “divina” que el resto de la humanidad, también para él eran juegos… Más tarde, los filósofos moralistas de la Grecia pensaban que la atención de los dioses permanecía fija en las luchas morales, en el heroísmo y en las torturas que se imponían los virtuosos: ‘el Hércules del deber’ estaba en un teatro y lo sabía: la virtud sin testigos era inconcebible para este pueblo de comediantes (…) Toda la humanidad antigua está llena de respeto “al espectador”, porque este mundo estaba hecho para los ojos (…)” (Nietzsche 2001: 59-60).

Notas:

(10) Otro que se les asemeja sobremanera es Ives Klein.

En portada: Ezquiel Suárez, Put your salary here

PARTE 1: