Julio Lorente

En 1989 el comunismo se desintegraba estrepitosamente y el lejano Oriente no quería perderse esta catarsis geopolítica. El Partido Comunista Chino, luego de varias reformas que suponían enterrar discretamente los errores garrafales de Mao Tse Tung y su colectivismo agrario, quería encaminar un revisionismo económico –no político- para oxigenar la problemática situación del país y evitar la porosidad de un partido cada vez más cuestionado. 

El 4 de junio de 1989 tuvo lugar, en la plaza de Tiananmen, la apoteosis criminal contra un proceso de huelgas que había movilizado al estudiantado chino, a los obreros y parte del campesinado contra el Estado. El primer ministro Li Peng ordenó que las fuerzas militares del interior masacraran a la multitud huelguista indiscriminadamente, un baño de sangre que zanjaba la autoridad forzosa del Partido Comunista sobre la vida nacional. De aquellos días son las imágenes que recorrieron el mundo, donde un joven se para delante de un tanque de guerra para impedirle el paso.  La tragedia de la desproporción totalitaria en una foto.



En esos sucesos murieron muchos jóvenes chinos, entre los que se encontraban amigos de Sheng Qi (1965), joven con inquietudes artísticas que salvó la vida de milagro. Afectado por este drama nacional y exasperado por la conmoción de perder a tantos amigos en el fatal suceso, decide hacer un ritual para exorcizar el desarraigo: se cortó el dedo meñique de la mano izquierda.

Si Van Gogh se cortó una oreja por el abandono de Paul Gauguin y se la regaló a una prostituta envuelta en una servilleta, Sheng Qi (S.Q) se cortó un dedo por el crimen de Estado y lo enterró en un florero de porcelana repleto de tierra en Beijing. Ambos ejecutaron un estrafalario performance para lidiar con el dolor. Amputar al cuerpo, lastrarlo con una cicatriz voluntaria de un trauma personal o colectivo, es la manera de sobreponerse al deseo de olvidar; la mortificación como mantra. Entonces S.Q llevaría su mano izquierda como el emblema atrofiado de una ideología que amputa la individualidad en pos de un saneamiento político falaz. Seguir en China era peligroso, y decide huir a Europa. Allí, en el suelo de la otrora milenaria dinastía Qing, quedaba un jarrón de porcelana con un secreto dispuesto a la putrefacción de la tierra, que, muchas veces, es análoga a la putrefacción de las ideas.

El arte como prótesis

En Europa, curado del temor gracias a la distancia, decide estudiar arte para convertir en materia prima su trauma y su memoria. Se gradúa de Arte en Central Saint Martins, Universidad Londinense, en 1998. Aunque S.Q. tenía previos intentos con el arte –fue miembro de Proyect 21, grupo pionero del performance en China- era ahora en el exilio que podría mirar con la distancia y la preparación necesaria su viacrucis personal.

Desde principio de los sesenta, acciones pioneras como la de Yves Klein saltando desde una ventana –aunque fuera un fotomontaje-, o Piero Manzoni poniendo su firma sobre personas vivas que figuraran como esculturas vivientes. el cuerpo humano se muestra como una nueva zona de experimentación artística. El accionismo vienés da otra vuelta de tuerca a esta “nueva praxis” con artistas como Herman Nitsch, Gunter Brus y Rudolf Schwarzkogler. Éste último muriendo muy joven al arrojarse por una ventana desde un segundo piso y sobre el cual pendía el mito de una autocastración. Todas estas prácticas corporales  con mediaciones sadomasoquistas, sexuales o de automutilación desemboca en el la emergencia del Body Art. De esta saga destaca y se emparenta a S.Q. y su radical performance, Gina Pane (1939-1990), quien sentía preferencia por la automutilación. Por su cuerpo pasaron cuchillas, vidrios rotos, espinas de rosas, etc. El martirio somatizado como idea. Aunque el dolor físico y la inmolación encarnan una ética filosófica en la interpretación del  mundo en Oriente, basta recordar la moral bushido de los samuráis japoneses o la muerte por inanición de los monjes tibetanos a causa de una larga meditación.



Finalmente S.Q. regresa a China, pero no es el país que dejó. El capitalismo que antes era un anatema, ahora es política de Estado. El Partido Comunista sigue rigiendo la vida política, pero figura más como espectro museable de banderas rojas iluminadas por el flash fotográfico de hordas turísticas que se toman selfies sin siquiera sospechar de quién es el gran retrato que preside la entrada de la Ciudad Roja. Por eso S.Q. realiza la serie fotográfica Memorias (2001), en la misma usa su mano de meñique amputado como modelo sobre la cual dispone pequeños retratos fotográficos de amigos perecidos en la plaza de Tiananmen, familiares e incluso del mismo Mao Tse Tung, el gran timonel, responsable de la muerte de más de 14 millones de chinos.

Este ejercicio de memoria es la simbiosis de la amputación y el recuerdo; imágenes que parecen un silogismo visual, donde, por resultado, es imposible olvidar.

Larga es la lista de artistas asiáticos que han sufrido la censura, el acoso y la tortura policial, por eso la mano sin meñique de S.Q. bien podría ser el símbolo  que pondera una herida epocal que desinfla la solemnidad del mito político.

El arte puede ser una prótesis perfecta, un ad hoc creativo para sanar una herida que no cicatriza por  los jalones conflictivos entre la historia y el perdón. Esto bien lo sabe S.Q., que se pasea con el polvoriento jarrón de porcelana que alberga su dedo –lo había dejado bien guardado y a su regreso a Beijing lo recuperó- por la Ciudad Roja. En ese mismo sitio, ahora repleto de turistas occidentales, una vez sucedió un crimen bajo la mirada indiferente de la utopía.

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