Gustavo Ramos
Ángel Luís Méndez Montagne lleva diez años involucrando su vida en quehaceres artísticos; por ello, y a modo de celebración, ahora se le antoja presentar una exposición que demuestre el esmero de su oficio.
Bajo el título Y sin embargo muevo la cola cuestiona la abstraída semejanza entre el hombre y el perro. Pero detenerse en tal analogía puede deteriorar la decencia de esta propuesta. Lo que ocupa es menester más recóndito. Ángel Luís refuta, valiéndose del énfasis como estrategia, nuestro parecido a ese animal. Expone que nuestra actitud pendenciera es muestra de esa divergencia, y predica descaradamente que somos hijos irrefutables de una desobediencia reprimida; la cual, en el caso de muchas naciones, se ha convertido en cultura. Y como resultado una máscara, una sucesiva máscara con la que se carga de sol a sol.
Cualquier antifaz es prototipo de una conciencia cabizbaja, resultado extraído de las entrañas humanas que el arte, por su validez, saca a la luz. Nuestra categoría se vuelve uniforme cuando nos sabemos sentenciados (o salvados) por la misma causa. Se nos anula el valor y solo queda nuestro espectro ladrando a cualquier figura. Durante la exposición estas apreciaciones son atributos del artista, no justificación. Son el hacha que le rajó la cabeza para abortar instalaciones, un video arte y óleos donde el público es un elemento más de ciertas particularidades performáticas que sostienen la estructura de la muestra, sobre todo en el momento de la inauguración. Van en este saco, con escrupulosa factura, diez años de glorias y congojas.
Nota: no olvidemos que el hacha es la ley, y la ley es otro producto.
He aquí un Ángel Luís que ha ahondado en lo sociológico aludiendo al sentido mimético de la raza humana: si el perro aúlla por qué no habría de hacerlo el hombre. Puede que lo percibido esté respaldado por el estudio de nuestras actitudes más solapadas y busque herir, hasta el desangre, esos contornos éticos que siempre queremos evitar. Es marcadísima la intención de provocar que él despliega. No se anda con sutilezas aunque parezca un tanto metafórica esta idea de ilustrarnos tal cual somos. ¿Acaso pretenderá inyectar un poco de furor a nuestra regida bobería de hacernos creer que somos seres apacibles?
Quizás todo sea un engaño y nosotros, víctimas de su invención, aullemos como respuesta por lo que somos. De cualquier modo nadie conoce las tormentos que hay detrás de toda máscara. Así nuestro carácter pendenciero, que desde antaño nos corteja, puede tener su éxtasis cuando a un artista se le antoja que aún se puede mover la cola. Y ello gracias, una vez más, al sentido transgresor del arte y toda la turbulencia que lo sustenta.
*El texto fue publicado en la antigua versión de #elsrcorchea, en 2017.
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