El movimiento pendular de estos conceptos y hasta su intercambio de roles en la historia usados como una plataforma simbólica de una comunidad, son los resortes maleables de la espiritualidad devenida frustración en términos históricos, donde los proyectos de identidad siempre quedan reducidos al ámbito del mito, o a la aspiración de una realización emplazada siempre en el pasado o en el futuro, nunca en el presente.

Julio Lorente

Hablar de patria o nación, es convocar un mundo de definiciones que aspiran a perpetuarse en la memoria colectiva como el reducto definitivo del alma nacional.

Vocablos aglutinadores, sentimientos de resistencia que se empezaron a cuajar en el amor primigenio por la tierra. Patria, derivado del griego patra, que hace referencia al lugar donde se nace y también está relacionada con pater (padre); de ahí la lectura patriarcal que adquiere en aquellas tribus beduinas fundacionales de grandes discursos nacionalistas-monoteístas, como en el caso del pueblo judío, para los que patria era “la tierra del padre”. Aunque está presente el elemento maternal de la tierra, la madre patria, la tellus mater. Ejemplo de esto puede ser la pachamama de las culturas indígenas sudamericanas.

Con nación pasa algo parecido. Vocablo proveniente del verbo latino nascor, que al igual que patria va a referir el lugar donde se nace o de donde se proviene, pero estos rasgos demográficos trascienden el primigenio amor por la tierra de nacimiento para otorgarle un rasgo de identidad más fuerte. De ahí que nación haya sido un concepto más politizable, por el hecho de otorgar una identidad (política) frente al otro. La alteridad como construcción de una performatividad social de aglutinamiento y homogeneidad con fines de dominación. Concepto que se va ir volviendo más nítidamente político durante la edad media con el Status regni, y va a desembocar, luego del giro radical de la Revolución  Francesa, en eso que conocemos hoy como Estado nacional.   

El movimiento pendular de estos conceptos y hasta su intercambio de roles en la historia usados como una plataforma simbólica de una comunidad, son los resortes maleables de la espiritualidad devenida frustración en términos históricos, donde los proyectos de identidad siempre quedan reducidos al ámbito del mito, o a la aspiración de una realización emplazada siempre en el pasado o en el futuro, nunca en el presente.

Un archipiélago de definiciones

La siempre fiel isla de Cuba –como la llamaba Francisco de Arango y Parreño- desde su descubrimiento “casual”, fue el punto de partida de un país que busca su definición perpetua.

El concepto de patria, en Cuba, empieza también con los puentes sentimentales entre el individuo y el pedazo de tierra en que le tocó nacer. Ese patriciado, blanco y criollo, da pie a una cultura criolla que es quien primero configura, impelida por su necesidad de identidad, los primeros mitos modernos  fundacionales de la nación cubana.

Los primeros colonos  implantan su estatus compuesto por el abolengo, la sangre o la fortuna económica. Pero esta forma de relación se va desintegrando dentro del valor simbólico que adquiere la tierra cubana para aquellos descendientes de la metrópoli que van naciendo en Cuba. A mediados del siglo XVIII ser patriota se entiende como: ser cubano.

Pero patria representa valores de una condición emocional respecto al lugar de nacimiento por lo que se necesita un concepto que tenga una percepción más palpable y rigurosa, es así como nación aparece en el discurso de la identidad cubana. Nación es, ciertamente, el nacimiento de una noción: un país que a partir de la espiritualidad de la tierra originaria va a reclamar su percepción perentoria, lugar que pasa de ser comunidad de origen a ser comunidad de destino. Es por eso que el siglo XIX cubano tiene ese deseo intrínseco de definición. Ya sea por la vía del discurso separatista, autonomista o anexionista, la pulsión básica es la fijeza de un sentimiento, la consecución de un ideal. Félix Varela, José María Heredia, Domingo del Monte, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y, finalmente, José Martí como símbolo aglutinante, son los emprendimientos individuales –aunque entre algunos haya coincidencias- que sueñan derribar el complejo laberinto de una identidad fragmentada para construir el ágora de la nación.

Acápite de una ilusión

Hasta aquí todo tiene el matiz de una homogeneidad positiva, pero no es así. Ninguna historia está exenta de contradicciones y mucho menos de desilusión. Harto comprobado está por la piscología, la complejidad de comunidades formadas por elementos que se vuelven hegemónicamente dispares como la raza o la economía. 

El patricio criollo sigue la pauta colonial a pesar de ponerla en cuestión es su proyecto de país. A pesar que el elemento racial se va a dispersarse un poco más con la emergencia del criollo mulato debido a la irrupción del negro esclavo africano, el patriciado criollo seguirá siendo blanco, educado y libre. Por lo tanto, su concepto de patria y nación también estará inoculado por los privilegios de una casta favorecida por el relato histórico. El negro afrocubano no participará “naturalmente” de los favores de la patria, ni de la identidad inmediata que otorga  la nación, tendrá que ganárselo.

Figuras fundacionales, criollos blancos de fundamentado humanismo que abogaban por la abolición de la esclavitud como el padre Félix Varela, perciben en el negro africano “un signo de ignominia”. Disparidad conflictiva que más adelante José Martí identifica e intenta corregir en su proyecto de nación: El hombre no tiene ningún derecho porque pertenezca a una raza u otra; dígase hombre y ya se dicen todos los derechos.

Otra élite entra en acción con la aparición a finales  del siglo XVIII, en Cuba, de la plantación azucarera esclavista: la sacarocracia. Aunque las oligarquías ganaderas y cafetaleras anteriores, por ejemplo, mediaban en las relaciones de la estratificación social, es con esta nueva modalidad productiva que se dispara una re funcionalización del concepto de nación y un cambio demográfico radical con la introducción de una masiva ola de mano esclava. Manuel Moreno Fraginals, en su imprescindible obra El ingenio (primer tomo), ve en esta nueva estructura económica con su clase resultante, la transformación ideológica que va a escindir el discurso fundacional de los primeros patricios criollos. Ahora la cuestión de la identidad nacional va a pasar necesariamente por las relaciones de producción y la acumulación de capital, algo así como lo que observó Marx en la revolución industrial inglesa del siglo XIX. Patria, va quedar a como un espacio simbólico de resistencia y añoranza aferrada a sus “valores naturales”, que en este molde axiológico resiste al capitalismo emergente. Nación, por otra parte, asume el nuevo discurso mercantil, que es mediatizado por nuevas relaciones políticas que surgen del poder económico como espacio de integración orgánico del capital y los valores territoriales fundacionales.

Sin azúcar no hay país, lema de la burguesía republicana que denota el carácter centrípeto de la azúcar en la economía cubana, donde casi todas las formas de producción anteriores fueron desplazadas por el cañaveral.

Ética contra mercado; dicotomía heráldica que va a subsistir en el debate republicano de la identidad nacional. Ramiro Guerra plantea en  Azúcar y población en las Antillas (1927), también esta lucha maniquea entre el pueblo y los latifundios.

De modo que, la República no escapa de este espíritu de contradicción fundado entre los criollos patricios y la clase económica de expoliación plantacional. El intelectual republicano va a ser la continuación conceptual del debate patriótico como asidero.

El discurso nacionalista cubano actual tiene una relación lábil con el pasado. Su discurso discurre como una visión homogénea que da por sentado la realización plena del concepto de patria y naciónen el discurso socialista. Discurso en el que la figura del pueblo asume sobre sí las cuotas míticas demandadas por el patriciado criollo, y en el cual, la revolución de 1959, se presenta como el resultado meta histórico de todas las revoluciones anteriores, ignorando, groseramente, que todas las combustiones revolucionarias de la historia de Cuba (1968,1895, 1933, y la propia de 1959) estuvieron animadas hacia su interior por profundas contradicciones que no imposibilitan ciertas continuidades, pero que no se pueden plantear como procesos lineales, evolutivos ni ideológicamente programáticos. Sumémosle a esto, la  vocación por el sacrificio y la inmolación en la guerra que anuncia el himno nacional: morir por la patria es vivir, como statement que quiere preservar, “al precio que sea necesario”, un ideal encarnado en la razón de Estado.

El pasado es un país extraño que pende en la memoria inextricable.La patria, luego de tantos encuentros y desencuentros, gravita con el material etéreo de la utopía, puesta a merced de los vientos ideológicos. La nación, deviene  constructo de una plomiza visión de unidad apuntalada por un muestrario de símbolos que conllevan, también, un análisis.

Si se raspa un poco el esmalte acrisolado de los omnímodos  discursos nacionalistas, se podrá develar una identidad truncada que se construye como un aletargado work in progress. Proceso telúrico que pierde fuerza cuando es condenado a la interpretación de una historia profiláctica. Un país que, en su impotencia histórica, sueña no ser condenado algún día por los hermeneutas del tiempo, ni por la teleología de los soberbios.  

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