Suset Sánchez

I

Una revisión de la reciente historiografía sobre el arte cubano, permite observar la falta de constancia y vastedad de estudios en torno a la producción simbólica de las mujeres dentro del campo de las artes plásticas en Cuba (1). Hecho que en ese sentido contrasta con la mirada atenta hacia la escritura producida por mujeres que se ha generado desde la crítica y la teoría literaria en el país. No obstante, resulta imprescindible señalar algunos elementos esenciales que ya en esos pocos estudios realizados respecto al tema que nos ocupa dentro de las artes visuales, notan algunos autores como Gerardo Mosquera y Dannys Montes de Oca, a saber, la no existencia antes de la década de los ochenta, salvo honrosas excepciones entre las que descuellan, entre otros nombres, Amelia Peláez Antonia Eiríz, de un corpus discursivo donde prevaleciera la voz del sujeto femenino como entidad dialógica frente a los supuestos de la razón patriarcal; así como la no vocación feminista que anima ese tratamiento de las representaciones asociadas a los imaginarios identitarios de la mujer, que llega a hacerse explícita incluso en declaraciones de poética algunas de las propias creadoras.

Este desenvolvimiento no “militante” afecta, por un lado, una profundización consciente y sistemática en la situación de la mujer, mientras, por otro, brinda espontaneidad a las obras. Hay que tener en cuenta que la Revolución trajo una incorporación masiva de la mujer a la vida social y la promoción de su igualdad con el hombre, pormenorizada jurídicamente hasta en un Código de la Familia. Peor el machismo conserva bastante fuerza a pesar de la crítica de que es objeto. En lo profundo la sociedad cubana permanece sexista, aunque ha progresado mucho para los niveles de América Latina.

Sea como fuere, el feminismo no ha prendido en la conciencia social, tal vez porque las mujeres prefieren dar la batalla “por fuera”, igualándose al hombre en todos los campos, sin dedicarse a un movimiento de reivindicaciones específicas (2).

Precisamente en el ánimo no expresamente feminista de gran parte de la obra hecha por mujeres en Cuba, pudiera aprehenderse una de las condiciones fundamentales de la sociedad cubana que va a afectar directamente la capacidad revolucionaria de este tipo de producción simbólica, y que está relacionada con el discurso oficial sobre la igualdad de los sujetos en nuestro contexto. De ahí que si bien esa conciencia sobre la necesidad de autorrepresentación de voces alternativas frente a los enunciados de identidad proclamados por la modernidad occidental, y definidos excelentemente por Hal Foster en la visión del «blanco, burgués, humanista, varón, heterosexual, un sujeto que sólo fingía ser universal», detona la existencia de una comprensión posmoderna de la cultura y sus modos de representación; por otra parte indica la imposibilidad de emergencia práctica – más allá de su planteamiento teórico- de núcleos minoritarios y subjetividades alternativas descentradas del Poder, que pongan en precario o atenúen el propio discurso totalitario sobre la igualdad que se erigió como la consumación de la utopía revolucionaria el 1ro de enero de 1959, cuando fueron restituidas las múltiples voces subalternas silenciadas a lo largo de  una  historia de la dominación en Cuba al coro supuestamente plural de la nación.

II

Muchos de los intentos discursivos que a lo largo de la Historia de Cuba han tratado de fijar lo cubano como identidad, han coincidido en asumir la imagen a través de la cual Cuba brota de un acto de conquista y de posesión. Como resultado de ello, la Isla, ya nación, porta en sí el sino de una asociación con lo femenino -la Isla, la nación, Cuba, todas coinciden en género. La nación encuentra su simbología como mujer, y más aún, como mujer mulata, lo cual describe no sólo su existencia transculturada, sino su capacidad para exacerbar las apetencias coloniales, al ser fruto de la codicia y el deseo del Otro.

Víctor Fowler reflexionaba sobre el signo femenino que mediaba en la asunción de la cultura cubana, evidente en parte de nuestra literatura, en tanto se apreciaba la Isla como réplica especular de la cultura dominante del Otro. “Resulta que somos, en términos de cultura, el Otro femenino de una Europa concebida como figura masculina” (3).

Se ha entendido, pues, nuestra cultura, en los términos de una deuda con el componente heredado del falogocentrismo europeo. He aquí nuevamente la costilla de Adán. El Otro se instauró frente a la feminidad isleña como el varón dominante, que penetra y doblega. Ante ello, la Isla devino un objeto pasivo frente a los manejos del Otro. Tenía que germinar en ella, entonces, la semilla de la subversión, de la Revolución –otra coincidencia de género. La Cuba – nación – mulata pariría a sus hijos para saldar las deudas que tenía para con la reivindicación de su propia condición subalterna. Sus frutos debían ser hombres que llegaran a la estatura del Otro, que no se amedrentaran ante el Poder extranjero. De las manos de esos nuevos varones se realizaría la historia, la Revolución.

De la unión edípica de la madre con sus hijos, fructificaría el cambio social. Pero la serpiente volvió a morderse la cola. Para combatir la lógica y la estructura de un sistema regido por principios falogocéntricos, los agentes del cambio debían insertarse en esa trama de relaciones coloniales y hacerse conocedores de sus peculiaridades. Queda así predestinado el futuro de la nación cubana en su nueva condición redimida y liberada, sobre la potencia de lo masculino en tanto promotor de la nueva axiología dominante.

Cuba es repensada, la nación es reconstruida en sus mismos predios, y de ello dan fe las distintas manifestaciones culturales que, desde tempranos momentos de la etapa colonial, han tratado de perfilar la incidencia de una voz propia para la Isla. Sin embargo, ese ha sido un proceso de transmutación guiado por una razón criolla patriarcal. La historiografía en diversos perfiles disciplinarios da cuentas de la hegemonía masculina en la historia revolucionaria a través de la cual se ha gestado la nación cubana. En esa órbita, la acción de un pensamiento femenino o proveniente de otras subjetividades sexuales, ha quedado la mayoría de las veces relegada frente a la prepotencia de un modelo heroico y fálico que ha construido sus propios conceptos de nación.

Otros hombres quedaron al frente del proyecto teleológico de lo cubano. El destino sería marcado entonces por la propia trayectoria del proceso y, por supuesto, por la impronta ética adquirida en el devenir. El hombre, en tanto individuo político por excelencia, sería encargado de trazar las directrices históricas de la nación cubana –nítidos efluvios de los ideales de la Ilustración, mediando (4).

Incluso, tras el triunfo revolucionario, el ideal de «hombre nuevo» se mantuvo aferrado a un paradigma sexual inducido por la preeminencia de la conducta hetero. En ese contexto, la mujer era mirada condescendientemente como conquistadora de múltiples derechos dentro de la sociedad cubana, mas se mantenía el sentido de la diferencia respecto a su status social; ella continuaba siendo el objeto de la mirada masculina, que recién comenzaba a reconocer la valía del rol femenino en el seno de la trama social. Mientras que otras «subjetividades laterales» (Rufo Caballero), sí eran mayormente marginadas y relegadas a espacios de mutismo en la nueva Cuba.

Era de suponer que tras una historia hecha por hombres que anteponían como ideal su corporeidad, la reciedumbre de sus convicciones simbolizadas en el cuerpo férreo entregado a la lucha revolucionaria, quedara fijada una especie de identidad modélica y ética basada en la exacerbación de “valores” como los citados. La hombría, que supuestamente determinaba en sí misma la entrega al cuerpo de la patria, encarnaría el eje rector en la definición del ser nacional. Era una suerte de resurrección del mito identitario de lo cubano sobre la conquista y la posesión de nuestra tierra. Nuevamente el ente masculino “invadía” de Oriente a Occidente todos los intersticios de la madre patria. Falo en ristre, iba borrando con la nueva savia los residuos de antiguos sistemas y amos, iba instaurando un nuevo orden moral.

(Continuará)

*Este ensayo contiene fragmentos del libro inédito Lujuria en el laberinto. Un estudio sobre el Neohistoricismo en el arte cubano contemporáneo, que fuese el trabajo de diploma de la autora en la Licenciatura en Historia del Arte, Facultad de Artes y Letras, Universidad de La Habana, 2000. El texto fue publicado originalmente en la revista La Gaceta de Cuba, ene.-feb. No.1, La Habana, 2004, pp.3-7; e incluido más tarde en la antología Nosotros, los más infieles. Narraciones críticas sobre el arte cubano (1993-2005). CENDEAC, Murcia, 2007, pp. 681-690.

Para esta publicación el texto fue tomado del blog personal de la autora https://susetsanchez.wordpress.com/ensayos/2004_el-sabor-de-la-galleta-olvidada/

Notas:

(1) Al respecto, constituyen una excepción algunos textos fundacionales (en el sentido de ser iniciales en el tratamiento de un fenómeno, sin que el calificativo de fundacional comporte una evaluación de la relevancia analítica de los textos), tales como: Mosquera, Gerardo. “¿Feminismo en Cuba?”. Revolución y Cultura. Ciudad de La Habana, No.6, jun., 1990, pp.52-57; Castellanos, Lázara. “Discursos de mujeres: Una reflexión dentro de las artes visuales cubanas”. Arte Cubano. Ciudad de La Habana, No.2, 1998, pp.18-25; Montes de Oca, Dannys. “El otro que somos. El otro que no somos”. La Gaceta de Cuba. Ciudad de La Habana, No.6, nov.-dic., 2000, pp.25-29; de Juan, Adelaida. Del silencio al grito. Ed. Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 2002; y un conjunto de textos aparecido en diferentes publicaciones especializadas cubanas perteneciente al crítico de arte Andrés Isaac Santana.  Es menester señalar que tales textos devienen medulares como cuerpo de estudio de la creación femenina en Cuba, en tanto asumen una perspectiva fenoménica que trasciende el análisis puntual de la obra de creadoras específicas, pues en ese sentido abundan las reseñas y ensayos sobre las poéticas de artistas.

(2) Gerardo Mosquera. “¿Feminismo en Cuba?”. Revolución y Cultura. Ciudad de La Habana, No.6, jun., 1990, p..52.

(3) Víctor Fowler. “Homoerotismo y construcción de la nación.” La Gaceta de Cuba. Ciudad de La Habana, No.1, ene.-feb., 1998, p.5.

(4) Consúltese al respecto el segmento “El imperio de la razón y los cercos del corazón” del ensayo de Lucía Guerra La mujer fragmentada: historias de un signo. Ed. Casa de Las Américas, Ciudad de La Habana, 1994, pp.58-75.