Héctor Antón Castillo

Wilfredo Prieto es un minimalista perverso en el sentido que Gerardo Mosquera le confiere al término. No por gusto el inventor de esta etiqueta lo cuenta entre sus más recientes “hallazgos insulares”. Todo lo cual sintoniza con el afán del artista por internacionalizarse y ubicarse junto a quienes les han servido de inspiración y cobertura en el esfuerzo por concretar este sueño. Pero como todo estratega que se respete, Wilfredo aspira a transgredir cuantas etiquetas, prejuicios y convenciones encuentre en su camino, quizás para crear o sugerir otras que configuren el perfil definitivo de su discurso plástico. En esta lucha interna, a veces agónica, transcurre el hacer y el vivir de quien extrae de su interacción vital e intelectual con el contexto los tópicos y motivos que le permiten activar su producción.

Pese a su juventud y corta carrera en solitario, este hacedor ya logró algo que a muchos les cuesta toda una vida: tener una obra emblemática, capaz de compensar la angustia de no poder superarla nunca. En efecto, Apolítico es su propuesta más auténtica, donde su construcción consigue enmascararse hasta casi desaparecer completamente. Sin embargo, lo más interesante resulta su distanciamiento referencial con respecto a los más cercanos patrones estéticos del artista. Solo de este modo, pudo desaparecer la sombra de Cildo Meireles, Wim Delvoye o Gabriel Orozco y fue posible apreciar una pieza rotunda de Wilfredo Prieto.

Mucho ruido y pocas nueces se enmarca dentro de esa obsesión por la ruptura que debe agobiar a todo creador. Por lo cual, en ese riesgo de intentar lo imposible, la “pretenciosa instalación” goza de cierta autonomía discursiva. Todo empieza con una pipa de agua y un generador eléctrico emplazados en la vía pública, cuya finalidad es propiciar un efecto sorpresa a la vez de encarnar una especie de mínimal espectacular con un evidente propósito de gancho seductor. Aunque la sorpresa mayor se produce cuando el espectador comprueba que los conductos de ambos artefactos solo deben alimentar a una pequeña planta colocada al final del interior de la galería. Más allá de una sátira a las paradojas del consumo, lo que se revela a primera vista es un contrapunteo entre esencia y apariencia que, asimismo, engendra contraposiciones entre la forma y el contenido, lo banal y lo profundo, lo grande y lo pequeño, el lleno y el vacío.

Según Walter Benjamín, solo mediante la destrucción del objeto, de su reducción a cenizas, podremos salvar su contenido de verdad. Por lo que este principio resulta imprescindible a la hora de notar un equilibrio entre el concepto y la imagen de una obra específica. En el caso de Muchos ruidos… podríamos cuestionarnos: Prescindiendo del derroche, si la planta fuese regada por un ser humano e iluminada naturalmente, ¿cuál sería la funcionalidad de esa máquina que pretende suplantar al hombre para perpetuar otra vida? Si otros han alcanzado ver lo grande a través de lo pequeño, ¿qué sentido tendría probar ver lo pequeño mediante lo grande? Pretender llegar a una esencia desde la espectacularidad es una empresa lógicamente absurda y, casi implica un contrasentido,  hablar del ser a partir de una construcción grandilocuente. La razón de semejantes desencuentros consiste en la imposibilidad de abolir el abismo que separa a lo medular de lo espectacular. Y mucho más,  partiendo de modestos presupuestos filosóficos.

En otro plano de sugerencias, la pieza recrea la atmósfera de un “tecnologismo sensual” en su intención de querer suavizar un símbolo de necesidad social, operatoria orgánica con respecto a los códigos predominantes en la poética chistosa de Wilfredo Prieto. Pero, ante todo, lo que percibimos es un “romanticismo simulador”, de cuya ambigüedad surge la duda acerca de si se está sacralizando o cuestionando  al romanticismo como un tema de validez actual. En última instancia, lo que aflora es el miedo de asumir una postura romántica radical a la manera de un Félix  González-Torres. Atreverse a ser uno mismo incluye el riesgo de resultar meloso o “poco convincente”. Pero en dicha debilidad  puede albergarse la certeza  de una actitud consecuente ante el arte.

Para ningún seguidor del arte cubano contemporáneo es un secreto que la operatoria de Wilfredo es deudora de lo que Harold Bloom llamó  “la ansiedad de las influencias”. Aunque en esta ocasión, más que la necesidad de transformar un legado  para poder uno mismo crear, lo que notamos es una con-fusión de códigos que impide atrapar y reconocer a un referente único que pueda  otorgarle a la pieza una identidad precisa. Porque más bien lo que detecta el  espectador-espía es un anhelo de evadir una clausura discursiva que provocaría concebir una “obra única”, en beneficio de instaurar una apertura  que le abra el camino de fabular con más soltura retórica y así evitar la urgencia de tener que trocar otras maneras de operar con soluciones aún más ingeniosas.

Ser catalogado como impredecible constituye una de las metas de este artista. Así como que sea imposible encontrarle una filiación estrecha a determinados géneros, soportes y materiales. Tal parece que su máxima es jugarles siempre una densa broma  a todos con la  ligereza de sus ocurrencias.  Por lo que la recepción de sus continuas peripecias merece una esmerada atención, si aspiramos a no vernos reducidos a la  triste condición de protagonizar otro de sus repensados y calculados chistes.

El máximo protagonista del último suceso acaecido en Galería Habana es el  coqueteo dual. Es que todo parece coexistir en los límites de la frontera entre la complejidad formal y la sencillez conceptual, la máscara de la utopía y el rostro del lirismo, lo sutilmente bello y lo explícitamente tosco. De esta forma, se vuelve difícil atrapar la síntesis que provenga de la fusión creador-obra. En este sentido, comparto el criterio de que Apolítico continúa siendo la obra cimera  del artista,  porque en ella la ambigüedad es el signo de su fuerza y,  paradójicamente, la claridad de la síntesis es casi proporcional a la complicada reflexión que propicia.

En Mucho ruido y pocas nueces  prevalece la búsqueda de un lenguaje de incidencia social capaz de quebrar cualquier atadura simbólica contextual. Porque esa dramática presencia del Mito de Sísifo en el imaginario utópico y concreto del hombre actual, le otorga al hecho de “hacer tanto para conseguir tan poco” un toque de singular universalidad. Dentro de su afán por convertirse en “el menos cubano de los artistas cubanos”, Wilfredo ilustra una situación absurda con el fin de involucrarnos conscientemente a todos. Solo cabría preguntarse si para plasmarla en su plena dimensión y obtener la complicidad de un buen número de espectadores, hacía falta tanto derroche de aparataje visual y simulacros de sorpresa.

*Publicado originalmente en La jiribilla