Luego de varios años tratando de inventarse una realidad otra para sus piezas, ha caído en la trampa de su juego. Vuelve sobre el espacio desarticulado que se extiende ante él, y se da cuenta de que las cosas se han salido de control. La pintura habla con voz propia y se niega, obstinadamente, a responder lo que se le pregunta. Osvaldo se despoja de lo accesorio, se enfoca, abre la puerta del fondo que ha quedado cerrada y tropieza con una habitación desconocida. No es la habitación de piso desentrañable en la que aún estoy sentada, no es la de la foto. Es otro el cuarto. Y por más que derribemos la pared o saquemos el cuadro a la luz blanquecina del patio, no vamos a saber qué sitio es ese que la tela, con calmosa indiferencia, espeja.
Daleysi Moya
Paso por el taller de Osvaldo porque él quiere enseñarme las obras de su próxima muestra (1). Llego tarde, como es habitual, y me siento en medio de aquel cuarto cuyo suelo, tan lleno como está de colillas, pintura acumulada, huellas de siglos, no alcanzo a distinguir del todo. Me siento en la única silla que existe, aunque desde allí sea imposible ver bien las piezas: los lienzos son demasiado grandes para los dos o tres metros cuadrados que mide el estudio, habría que pararse en el techo del edificio vecino y echar abajo la pared completa. O sacarlos a la luz del patio, lo mismo da. No obstante, allí estoy frente a ellos (como ahora frente a la página en blanco) y me vienen a la cabeza muchas cosas.
Lo primero es la obsesión
de Osvaldo por la pintura, una obsesión –por demás– claramente lingüística, que
insiste sobre ella misma, tritura, ensaya, que digiere sus contenidos y los
devuelve cada vez más esquivos para quienes, como yo, miramos desde “afuera”.
Hay una suerte de intencionalidad escurridiza en ese gesto que devela unas
pocas señas y, al mismo tiempo, las esconde. A mí me confunde, me desconcierta.
Ello, empero, lejos de angustiarme atrae poderosamente mi interés. ¿Qué pasa
con las piezas de Osvaldito? ¿Por qué en ellas esa otra realidad tiene unas
lógicas tan aparentemente arbitrarias, tan suyas? ¿Cuál es, a la larga, el
sentido último de su acto pictórico o, ya puestos, de la pintura misma?

Mientras toma una taza de
café me cuenta sobre el proceso de trabajo, de cómo va emergiendo, a través de
la superposición gradual de capas de óleo, la habitación que el lienzo le
devuelve, la ventana, la silla, el espejo. Creo que muchas de esas cosas son,
también para él, revelaciones inesperadas. La pintura le acompasa a sus
cadencias, le lleva a su terreno. Se trata de un fenómeno difícil de desmontar,
de entender, una operatoria en la que las reglas obedecen, únicamente, a la
propia pintura. Bien visto, eso es demasiado abstracto, oscuro. Pero ya no hay
vuelta atrás, Osvaldo está metido hasta el cuello en el corazón del proceso y a
estas alturas es imposible retirarse. Cansado de seguir buscando fuera aquello
que objetivamente se halla adentro, se ha aventurado en una especie de viaje al
“centro de la tierra”. Está haciendo autofagia. Alimentándose de las vísceras
de su obra pasada.
Luego de varios años
tratando de inventarse una realidad otra para sus piezas, ha caído en la trampa
de su juego. Vuelve sobre el espacio desarticulado que se extiende ante él, y se
da cuenta de que las cosas se han salido de control. La pintura habla con voz
propia y se niega, obstinadamente, a responder lo que se le pregunta. Osvaldo
se despoja de lo accesorio, se enfoca, abre la puerta del fondo que ha quedado
cerrada y tropieza con una habitación desconocida. No es la habitación de piso
desentrañable en la que aún estoy sentada, no es la de la foto. Es otro el
cuarto. Y por más que derribemos la pared o saquemos el cuadro a la luz blanquecina
del patio, no vamos a saber qué sitio es ese que la tela, con calmosa
indiferencia, espeja.
Esa forma de perder, una
y otra vez, todas las certezas posibles, termina por generarme mucha
tranquilidad. Se me ocurre que, todavía, puede haber cosas salvables de los
cálculos más simplistas; del ojo que descompone el color que tomó varias horas
o días, obtener; del discurso que semantiza con testarudez cuasi patológica. Restaura
ciertos ritos imprescindibles, ciertos silencios. El silencio –diría Susan
Sontag– mantiene las cosas “abiertas”.

Sentada frente a los cuadros de Osvaldo, pequeñas historias se cruzan en mi mente mientras respiro el olor del óleo aún húmedo. Recuerdo que, una hora atrás cuando llegué al estudio, tenía muchas cosas que decir. Demasiadas para ser sensatas todas. Ahora me mantengo callada, no quiero que, repentinamente, la habitación que yace en frente mío se disuelva en la medianía de unas conclusiones. Necesito seguir pensando en ella. Quedarme allí, en esa silla mínima, en ese suelo manchado, arropada para siempre al amparo de su silencio enorme.
Notas:
(1) La autora se refiere a la muestra Autofagia, Galería Servando, 2016. Las imágenes publicadas en este post pertenecen a esa muestra. (Nota de la editora)
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