Beatriz Gago

 Isla 70, obra emblemática de Raúl Martínez realizada en 1970, reunió en una misma composición gente de pueblo de procedencia disímil: campesinos, obreros, ancianos y jóvenes. Junto a ellos, en una relación de igualdad, fueron incorporados los grandes líderes y héroes de la epopeya cubana.

Corina Matamoros, especialista consagrada al estudio de la obra de Raúl la describe así:

Comida, bandera nacional, estrella, ideales, cañas, mochas, central azucarero, micrófonos, flores, falos, héroes, amantes, líderes, familias. Arca de Noé isleña, graciosamente igualitaria, vista por un ojo diestro en repertorios visuales; por la mirada de quien se entrega apasionado; por la sensación de acuerdo y empatía de un hombre que participa y pinta (1).

Sin embargo, siempre he sentido que Isla 70 (1970) y otras varias obras del periodo tales como Todos somos hijos de la patria (1967) o Ustedes, nosotros (1969) son documentos cruciales, incisivos acerca de una época que se ha llamado gris.

Un análisis exhaustivo de los 60 no podrá nunca realizarse sin exponer la particular manera que adoptaron las disensiones de muchos de los maestros de este período. Bajo una censura férrea y absoluta ellos tuvieron la valentía de debatir los temas más urgentes del momento y sostener cuestionamientos críticos encriptados en obras de apariencia apologética y feliz.

En el caso de Isla 70, tal convivencia entre líderes y pueblo, filtrada a través del fino tamiz de ironía que caracterizó siempre a Raúl, podría ser una exhortación a asumir la posición de los más desfavorecidos tan apremiante como la contenida en los lienzos más severos de Antonia, aquellos en que hizo coincidir a Los de arriba, los de abajo en un mismo espacio vital, aunque conceptualmente incomunicados entre sí.

Pero especialmente, a dos cortos años de haberse extinguido los campos de trabajo de las UMAP, en los cuales se intentó “reeducar” a alrededor de veinticinco mil hombres; rescindidos los contratos como profesor del propio artista en 1965; en medio de un clima homofóbico asfixiante que incluía la penalización de la homosexualidad, resulta más que creíble que Raúl se atreviera a reclamar, con esta gran tela que contiene treinta y seis figuras, en su mayoría genéricamente ambiguas, el justo lugar para la minoría gay como única postura social viable en el logro de un Nosotros inclusivo (2).

Nota:

(1) Corina Matamoros. Raúl Martínez. La gran familia. Ediciones Vanguardia Cubana, Madrid, 2012, pp. 89,92.

(2) Beatriz Gago siempre tuvo una tesis mega atractiva relacionada con la obra de Raúl Martínez. Ella, que siempre anda rompiendo esquemas, decía que a él había que verlo como pintor absolutamente abstracto, incluso en su obra figurativa. Hace unos días, ayudaba yo a construir una escalera de piedras en el jardín y mi cabeza se llenó de florecillas. Sentí que me montaba en el espíritu boho chic de la jipanguería de los 60 y tuve una epifanía, en serio: vi toda la obra de Raúl Martínez, la que está llena de flores y bobería kitsch, desfilar ante mí, y vi el flower power en su salsa. Raúl Martínez no solo se había apoderado del pop en esa brillante versión que le ve Baudrillard, en la que el pop de Warhol es banal no porque “represente” algo vacío o carente de significado sino porque sus “figuras” son una presencia sin deseo; Martínez se apropió también de la iconoclacia e irreverencia elitista del Flower Power de los 60. Ahí se me redondeó todo y perdí uno que otro prejuicio. Inmediatamente le escribí a Betty y le cuento la experiencia (ella disfruta verme en el jardín), le pregunto si escribió aquella deliciosa idea sobre la abstracción en el pop de Raúl Martínez y me dice que no pero que tiene esto, este texto de arriba. Qué felicidad! (Nota de Elvia Rosa Castro).