Iván de la Nuez
En 1984 no existía el selfi. Ni Instagram. Ni las redes sociales. Ni Internet. Ni el apogeo de la autoficción -así en el arte como en la literatura-, con esa insufrible masificación del Yo que hoy se ha licuado en un narcisismo decapitado, a la vez, de individualidad y de generosidad.
Lo que sí empezaba a existir era la obra de Marta María Pérez Bravo. Y, desde ella, las intuiciones que anticipaban todo eso, con su terca apuesta por la autobiografía y la somatización de las paradojas a través de unas piezas sin complacencia ni retóricas rimbombantes.
Al contrario, la fotografía de Pérez Bravo prefirió la zona íntima de la tragedia. Un territorio donde el cuerpo es capaz de incubar el mundo.
Esta autobiografía fotográfica tensa la cuerda entre el rubor y el exhibicionismo. Entre lo verdadero y lo real, lo narrativo y lo literal, lo privado y lo político, lo ritual y lo doméstico. Todo ello captado por una cámara que tiene el ángulo de la experiencia. Desde ahí, Pérez Bravo ha tratado, en tiempo real, su embarazo y la soledad del que se lanza al mar, los disturbios de la vida cotidiana y la decadencia, la invocación del favor de los dioses y los conjuros para esquivar sus caprichos.
Si -como escribió Montaigne- escribir es pintarse uno mismo, para Marta María Pérez Bravo ensayar consiste, directamente, en fotografiarse a sí misma. Quizá porque la teatralidad de su obra no nos remite a la función definitiva, sino a su preparación, a la puesta en escena de un proceso.
En un momento en el que el autorretrato se ha masificado, vale la pena detenerse en esta trayectoria que comparte con nosotros un Yo en peligro de extinción, sostenido en una primera persona que reniega de su reproducción mecánica. Una fotografía emplazada contra esa sobredosis megalómana con tanto que exhibir y tan poco que singularizar.
A fin de cuentas, lo que sucede con ese Yo no se diferencia mucho de lo que sucede con el mercado: vive inmerso en una sobredosis de oferta. Así como tenemos más mercancías de las que podemos consumir, hacemos más fotos de las que podemos mirar.
Alejado a toda costa de la ridícula figura del genio, el camino de Marta María Pérez Bravo se concibe como un tránsito ritual, una experiencia límite que avanza en el alambre, sobre las esperanzas y las cosas dañadas.
Si las redes de Internet nos remiten a un jolgorio en el que resulta difícil hacerse ver o escuchar, lo que nos propone Marta María Pérez Bravo es la idea de un soliloquio sin filtro. Unas conversaciones consigo misma que van centrifugando problemas y dudas.
Y si el parpadeo, el zapping, el click o el like, conforman la velocidad visual de este tiempo, su obra persevera en la marcha lenta de la cocción, la ingesta o la digestión como estrategias para plantarse en nuestra cultura.
Ese es el trecho personal e intransferible de esta fotografía que siempre ha contado con una cámara lúcida, pero jamás con una cámara lucida.
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