1
El canon occidental, de Harold Bloom, ha hecho furor en casi todas las comarcas del Atlántico. El tributo rendido al libro es la prueba más evidente de cuánto tiempo había sido aguardado este acontecimiento. También de los deseos implícitos de ajustar cuentas con el multiculturalismo y lo que éste, según el mismo Bloom, ha traído consigo: lo políticamente correcto, el feminismo, la reivindicación del Otro y un largo etcétera. Dentro de todo ello, el mayor de los peligros: la fractura del canon cultural de Occidente.
No soy el más adecuado para salir en defensa de los multiculturalistas, a los que he criticado en distintas oportunidades. Pero tampoco es muy aceptable dejar en manos de los autores canónicos la exclusividad de la crítica de arte o el monopolio en la valoración de las obras; ni concederles la ventaja de que ellos detentan La Cultura mientras que los discursos minoritarios no son más que meras reivindicaciones ideológicas; sin otro contenido que su “izquierdismo”, su “resentimiento” o su “queja”. Esta introducción es imprescindible, dado que aquí abordo la obra de dos artistas (Frida Kahlo y Ana Mendieta) que se vieron obligadas a lidiar con tan canon y cuyos resultados, luego de ese enfrentamiento, aportan interesantes aperturas culturales y estéticas.
Acometo esta empresa con toda la prisa del mundo. Con los truenos que hoy suenan, la crítica quedará probablemente destinada a la reseña de la pintura académica, Marcel Duchamp o Hans Haacke apenas serán vistos como provocadores, las tesis de Susan Sontag flotarán en el aire como simples manifiestos de antimachismo, los libros de Juan Goytisolo serán portadores de algún fundamentalismo peligroso, y Robert Mapplethorpe o Joseph Beuys -por poner dos artistas en los extremos- aparecerán como una mezcla de depravación o pseudocomunismo primitivo.
En cualquier caso, el libro de Bloom no es una isla. Se sitúa dentro de una corriente que ha tenido una importante repercusión en la salvaguardia del canon occidental en los últimos años. Por orden cronológico, tres de estos libros son Sexual Personae, de Camille Paglia (1989), La cultura de la queja, de Robert Hughes (1993), y El canon occidental (1995), publicados los dos últimos en español por Anagrama un año después de su aparición en Estados Unidos. Los dos primeros atañen directamente a los asuntos del arte, mientras que el libro de Bloom se concentra en la literatura. Los tres se posicionan en las polémicas norteamericanas, aunque se abren a otros mundos, como es el caso de Paglia, cuyo subtítulo ya es suficientemente explícito: “Arte y decadencia desde Nefertiti hasta Emily Dickinson”. Los tres se han atrincherado contra el multiculturalismo, la corrección política, el feminismo y otros ismos que han gobernado el debate cultural de Estados Unidos en los últimos diez o quince años. Los tres, por último, defienden la cultura occidental como una plaza sitiada cuya continuidad peligra.
El de Camille Paglia es uno de los más discutidos ensayos de las últimas décadas.
–Sexual Personae pretende demostrar la unidad de la cultura occidental -algo que ha inspirado poca fe a partir de la época posterior a la Primera Guerra Mundial.
Así habló Paglia de su obra, que comprende a Occidente como la continuación de una ambigüedad en la que el sadismo, el voyerismo y la pornografía tienen protagonismo. Aquí el sexo o la naturaleza son “figuras paganas” poco comprendidas por las feministas, quienes, según la autora, equiparan a menudo la diferenciación sexual con la convención social. Sexual Personae, por el contrario, admite que somos animales jerárquicos y entiende como un grave error ignorar que la construcción social no distorsiona, sino reafirma, la condición “natural” de la desigualdad femenina.
A través de personajes como Sade, Byron o Elvis, Paglia rastrea el hilo de la cultura occidental desde el Egipto de Nefertiti hasta la Norteamérica de Emily Dickinson. Esto sin dar tregua a las discontinuidades, fragmentaciones y anomalías abarcadas por el (post) estructuralismo de Roland Barthes, Michel Foucault o Gilles Deleuze.
Desde La cultura de la queja, Robert Hughes ataca también, sin compasión, al multiculturalismo. Y enfoca sus armas contra dos correcciones que le parecen deplorables: lo políticamente correcto (esgrimido desde la izquierda) y lo patrióticamente correcto (enarbolado desde la derecha). El crítico de Times piensa que todo esto parte de una tergiversación que ha convertido “lo que debía haber sido un reconocimiento generoso de la diversidad cultural en un programa simbólico inútil, atascado en la jerigonza lumpenradical”. Incluso, llegando a aceptar algunas tesis de los multiculturalistas, pronto reconoce que este, “fermentado por la desesperación y el resentimiento”, está condenado al fracaso en Estados Unidos.
Bloom y Hughes -como también lo hicieron a su manera Hilton Kramer o Daniel Bell en los setenta- han hecho frente común para defender a la cultura norteamericana, tanto de la amenaza interna (hispanos o afroamericanos) como del frente “francoalemán” proveniente de Europa.
-Utilizar las consecuencias culturales de la diversidad americana como herramienta para fragmentar la sociedad americana sólo puede romper la propia herramienta.
Así remata Hughes, para quien el American Home es indestructible; pese a estos “desmemoriados” que -ahora Bloom- “se identifican con dichos teóricos franceses y en la práctica se olvidan del país en que viven y enseñan”.
El libro de Bloom no se anda por las ramas. El multiculturalismo es, para él, la Escuela del Resentimiento, incluidas aquí sus seis corrientes principales: «feministas, marxistas, lacanianos, neohistoricistas, deconstruccionistas y semióticos». En lo que respecta al arte, Harold Bloom ha llegado a angustiarse por la opción sobre la que deben decidir sus estudiantes: o ver una exposición de Matisse (lo que todavía provoca una enorme afluencia de público en Nueva York) o una performance de las Guerrilla Girls.
-Cuando la Escuela del Resentimiento se vuelva dominante entre los historiadores y críticos de arte, al igual que ya lo es entre los académicos literarios, ¿estarán desiertas las exposiciones de Matisse mientras que todos acudiremos en tropel a ver las mamarrachadas de las Guerrilla Girls?
(…)
Polemizar sobre los escritores canónicos proclamados por Bloom no tiene mucho sentido. ¿Se puede discutir una tropa integrada por Shakespeare, Dante, Joyce, Beckett y así hasta veintiséis? Tampoco es demasiado discutible que varios lectores -sean o no multiculturalistas- continuarán considerando a George Bataille o Macedonio Fernández como escritores que tienen mucho que decirnos.
Hay, todavía, otras certezas: No todo canónico se llama Harold Bloom o Robert Hughes. Ser canónico no es garantía de una buena crítica.
Ahora bien, ¿deberíamos dejar de desear un mundo transcultural (al menos los que así lo quieran), por el simple hecho de que algunos multiculturalistas nos parezcan -y en muchos casos lo sean- multioportunistas, folclore-traficantes o legitimadores de cualquier caudillismo del tercer mundo? ¿Deberíamos sospechar del arte de Frida Kahlo y de la crítica de Susan Sontag por el hecho de que participan de una manera no canónica en las querellas culturales?
2
La occidental no es la única cultura canónica; probablemente ni siquiera la más canónica de cuantas han existido. Aunque sí es, probablemente, la que más ha intentado canonizar a las otras. Cuando un niño tibetano aprende a pintar un paisaje no solamente debe colocar en él las montañas, nubes y ríos. El niño aprende, además, que esas montañas, nubes y ríos tienen que ser, por obligación, de una manera determinada; sin variaciones o improvisaciones. En muchas culturas ancestrales de África -pensemos en las culturas congas o de origen bantú- hay simbologías que no admiten cambios. En una palabra: la tradición es, precisamente, transmisión y no transformación, por lo que el libre albedrío y las variaciones apenas tienen cabida.
En América Latina, que forma parte de Occidente de una manera extrema y excéntrica -podríamos decir que extravagante-, varios escritores, pensadores y artistas han intentado componer un canon de “lo latinoamericano” como una entidad diferenciada. Son diversas las variantes de este canon, y podemos encontrarlas desde aquellos que lo colocan en el origen y en las persistencias de las culturas precoloniales (indigenismo y negritud, con autores como José María Arguedas o Aimè Cesaire, por ejemplo), hasta los que lo identifican con el barroco y su modernidad imposible (Octavio Paz, Alejo Carpentier, Severo Sarduy o José Lezama Lima). Esto sin olvidar tendencias más recientes que se apoyan en la apropiación, la “occidentalidad periférica”, la revancha de la copia o a quienes reinventan la cultura latinoamericana en Estados Unidos.
Es difícil imaginar cómo se tomaría Harold Bloom -que nos ha propuesto a Shakespeare como el canon occidental- el hecho de que el más radical, revolucionario y antimperialista de los pretendidos cánones latinoamericanos sea también el más shakespeariano. Aquél que toma a los personajes de La Tempestad -Próspero, Ariel y Calibán- como arquetipos y opciones de la cultura latinoamericana.
Probablemente, lo más cercano a un canon latinoamericano es el que identifica a esta cultura con el barroco y la antimodernidad. Sus epígonos más ilustres son los ya citados Paz, Carpentier y Sarduy, con Lezama Lima basculando entre los dos últimos. Podría decirse que Paz quiere la modernidad sin sus turbulencias, a Carpentier le interesan las turbulencias sin las instituciones y a Sarduy le fascina ese caos en el que el barroco aparece como un mundo sin jerarquías y que, por eso mismo, es anticanónico. Estos cuatro escritores vieron la necesidad de enfrentar “lo latinoamericano” como esa paradoja de vivir en las afueras de la modernidad y al interior del barroco.
Para Paz, América Latina nace con la contrarreforma y con la escolástica; contra la modernidad. No así la América del Norte, que nace con la modernidad y la Reforma. Ahí encontraríamos la raíz de “la tradición antimoderna” de los latinoamericanos. Desde El laberinto de la soledad, su hermenéutica mexicana publicada en 1950, hasta su ensayo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, esta ha sido la tensión que Paz ha intentado resolver. Incluso en Postdata, escrita para explicar los acontecimientos de Tlatelolco, Paz no puede prescindir de comprender esa permanente contradicción entre la pulsión moderna y el subsuelo sacrificial del mundo precolombino que subyace bajo el iceberg del México tecnológico al que consigue, incluso, gobernar su destino.
Carpentier no parece demasiado angustiado por la institucionalización de la modernidad. Y aunque era un revolucionario (muy singular, por cierto) comparte con Paz, implícitamente, que esa modernidad es, acaso, un imposible para cualquier sociedad periférica. Él prefiere la revuelta, la revolución y el terror -los ritos modernos- antes que sus instituciones. Para Carpentier, lo latinoamericano es, directamente, lo barroco (con un énfasis sustancial que recuerda a Eugeni D’ Ors). Allí, en la anarquía y el poder que esconden sus entresijos, pernoctan todas las posibilidades de subversión y revolución para los latinoamericanos.
Severo Sarduy fue el primero que tendió un puente entre el barroco y la posmodernidad, para reafirmar una posibilidad desjerarquizada de la cultura latinoamericana. Su literatura habita en una franja entre la alta cultura y el carnaval, la ópera y el prostíbulo, la escritura y la orgía. El suyo es siempre un mundo externo, alejado de cualquier esencia o alma interior -opresiva o revolucionaria- escondida tras la máscara barroca. Su sentido de la música es siempre carnavalesco y externo, muy al contrario de Alejo Carpentier, del que siempre percibimos una imagen enclaustrada (y pautada). Sarduy es exhibicionista y, esta vez con Carpentier, conjuga el concepto con el estilo: hablan en barroco sobre el barroco. Si el tiempo de Carpentier es el tiempo de las eras, el de Sarduy es, a la vez, el instante y, como en La Biblia, muchos tiempos:
-Un tiempo de plenitud, un tiempo de decrepitud, de afinamiento, de espesamiento, de vida, de muerte, de derrumbe, de erección.
En esos tiempos, canónicos y anticanónicos, se mantiene y persiste la obra de Frida Kahlo.
(Continuará)
*Texto tomado del blog personal del autor
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