3
-La obra de Frida Kahlo no requiere exégesis: cada cuadro es en sí un comentario a esa creación soberbia que se llama Frida Kahlo.
Así habló Olivier Debroise. Así su dictamen sobre la que, acaso, ha sido la artista latinoamericana por excelencia a la hora de bifurcar -a pesar de haber sido reiteradamente capturada por ambos- el canon occidental y el latinoamericano. En principio, Frida no parece abandonar la construcción de ese presumible canon latinoamericano: es barroca, ecléctica, imaginaria, mágica, surrealista. Y, sin embargo, a todas esas aristas les concede otra perspectiva. Ella está por encima de todos esos arquetipos porque, en realidad, ella es su propio arquetipo. Nada, en su experiencia torturada, está dado para que sepamos quién era. Al contrario, es ella quien nos interpela desde sus cuadros y cuesta sostener su mirada. Frida intuye que el molde puede quebrarse, pero no mediante una confrontación radical, sino por multiplicación del propio molde. Sus atavíos, sus colores, la creación de su personaje y de su máscara, no es más que la simulación necesaria para dejarle paso a otro discurso, el del cuerpo, que es probablemente el asunto fundamental de su trabajo. Frida, abunda Debroise, nos provoca todo: “fascinación y repulsión, amor y morbo, ternura y piedad”. Acaso todo los que nos provocamos a nosotros mismos. Su obra aparece así, del modo en que Carlos Fuentes ha aconsejado leer su ambigüedad: “entre la claridad y el misterio”, como “un tercer desplazamiento”. Entre el machismo y la feminidad, entre los nacionalistas y los universalistas del México de su época y de ahora, entre el dolor y la risa, entre la máscara y el cuerpo. Frida abusa de la máscara pero nos demanda que reparemos en su cuerpo, así como abusa de su personaje para indicarnos que reparemos en su obra. Diego Rivera ha adelantado una hipótesis consistente: Frida construía máscaras porque pintaba, con toda la obsesión, rostros cuya identidad nunca llegó a conocer. Por eso ha aportado tanto al arte del autorretrato, al punto de que Debroise la considera “una de las pocas artistas que elevan el autorretrato a la categoría de genero particular”.
Sus cuadros van inventando (e inventariando) su propia autobiografía. Sabemos que Julien Levy, en Nueva York, y André Breton, en París, le dan, en 1940, su primer gran espaldarazo internacional, si bien ella ya había activado su performance antes de estos avales. Y también es una artista más que reconocida antes de que fuera convertida por la crítica multicultural en el paradigma de Artista-Mujer-Latinoamericana en los años ochenta. Frida es ya Frida antes de su “redescubrimiento” reciente. Aunque es justo reconocer que algunos de estos críticos -Debroise, Carlos Monsiváis, Lucy Lippard, Hayden Herrera- apuntan en esta época nuevos significados de su trabajo. En todo caso, Frida experimentó con varias tendencias plásticas (simbolismo, surrealismo, futurismo, eclecticismo, naif, arte popular o religioso); y si Breton llegó a calificarla como La Mujer Surrealista, esto respondió más a la necesidad que tiene la cultura occidental de legislar a las otras que a algo en lo que ni la misma Frida Kahlo creyó. (Sus cartas son incluso burlonas al respecto.) Hoy sabemos que tanto Artaud como Breton exageraron en sus percepciones de México, y es más que probable que también exageren quienes hoy nos inducen a leer a Paz o a Borges como clones de Withman o a Guillermo Cabrera Infante tan solo como un sucedáneo de Joyce.
En buena medida, Frida no es un buen ejemplo ni para los surrealistas (su correspondencia testimonia que se burlaba de ellos y prefería a Marcel Duchamp), ni para las feministas (le perdonó todo a Diego Rivera, por el que sentía una verdadera adoración, y deseó ser una doméstica), ni siquiera para los “fridistas” (a menudo se importó muy poco a sí misma y dudó más de una vez sobre su propio valor). Con su muerte en 1954, uno siente que se cierra el ciclo de una obra completa a la que apenas hay nada que añadir.
Es fácil hoy, por lo mucho que se ha escrito y discutido al respecto, saber qué pintaba. Es difícil, en cambio, saber quién era. Aunque algo nos dice que no es en nuestra interpretación donde aflorarán sus ocultas verdades, sino al contrario; es en su mirada donde están, acaso, nuestras claves. Desde esa mirada nos interroga a nosotros. Y como la Emily Dickinson de Camille Paglia (la madame de Sade de Amherst), Frida sigue allí: esperando que, alguna vez, la conozcamos.
4
Si a la muerte de Frida Kahlo tenemos la impresión del cierre definitivo de una obra -que lo mejor de su trabajo estaba ya dispuesto-, siempre sospecharemos que lo mejor de Ana Mendieta estaba por venir y que el desarrollo “natural” de su trabajo quedó cancelado en el pavimento de Manhattan, con su prematura y polémica muerte. Si Frida acepta el “canon” de “lo latinoamericano” en su performance de sí misma para dejar libre el camino a su obra más anticanónica, Ana Mendieta no se acoge a ninguna bifurcación entre su vida y su obra. Más bien, las amalgama de una manera radical.
“Ella y su arte eran una sola pieza”, ha escrito Gerardo Mosquera. Hay multiculturalistas que han reducido a Mendieta a una especie de bandera sobre la revancha de la etnia y del género, pero también hay multiculturalistas que han aportado muestras notables de otras coordenadas que atravesaba su arte. Mosquera, por ejemplo, la ha reconocido como una artista afincada en el earth art, aunque al mismo tiempo ha advertido que “un rasgo la distinguía de la ejecución habitual de esa tendencia”, dado que ella acude a la tierra pero “se pone en función de esta”, se “fusiona” con ella, porque “no busca transformar sino participar».
Body art, land art, videoarte, fotografía manipulada, escultura, instalación o simples apuntes… Lo que Mendieta privilegia -tanto como Joseph Beuys o Juan Francisco Elso- es el proceso de la obra antes que el resultado. Ella misma es, en sí misma, un proceso no acabado, cancelado en el tiempo y en el espacio. De manera que, a veces, habitaba diferenciadamente en unos espacios -Cuba o Estados Unidos, el de la artista o el de la “gente, el del pasado y el del presente- y otras veces los fusionaba de un modo dramático”.
El discurso de Ana Mendieta se instala en una comprensión litúrgica y transcultural del mundo. Y es un ejemplo rotundo de una fractura en el orden canónico, tanto de la cultura occidental como de la específica cultura latinoamericana. Para ello, indaga en discursos “pre-occidentales”, o en usos primitivos que le otorgan otras maneras de habitar el presente. Por eso aparece en Overlay, de Lucy R. Lippard, un ensayo cuyo tema no aborda “las imágenes prehistóricas en el arte contemporáneo, sino las imágenes prehistóricas y el arte contemporáneo”. Lippard, como lo ha entendido por otra vía Peter Sloterdijk, asume esa supuesta prehistoria de un modo muy distinto a como lo hace Paglia (las dos son opuestamente sustancialistas), pues ella entiende que el pasado tiene mucho que decirle al presente en materia de usos sociales y feministas. Es dentro de esa consideración que se instala la valoración sobre Ana Mendieta, con su trayectoria marcada por la “sangre, la violencia y la fertilidad”. Mendieta se funde con todo -las estrellas, los ríos, el firmamento-, con el objetivo de abrirse paso hacia otros mundos en el tiempo y el espacio. En uno u otro, su obsesión es el regreso -bien a fuentes primordiales, bien a la vida cancelada en su adolescencia. Su obra bascula entre el mundo primitivo y la modernidad, lo latinoamericano y lo norteamericano, la inmortalidad y la muerte, la infancia y la madurez, el arte y la vida. Tensiones que consiguió resolver en la línea de otros artistas -Robert Smithson, Louise Bourgeoise, Dennis Oppenheim, Joseph Beuys-, todos anticanónicos. Pero Mendieta toma distancia de estas poderosas influencias porque se integra de una manera menos racional y más vital con sus obras. Lo que fortalece las operaciones transculturales de Ana Mendieta -lo que hace fuerte su escape de lo canónico- es, paradójicamente, la debilidad de sus contornos. La silueta es su sello iconográfico. Y la silueta expresa la fragilidad de cualquier frontera. A través de la silueta, Ana Mendieta explora su desubicación entre mundos diversos; y también su exclusión de todos. Su obra consigna una expulsión inconsciente del paraíso y, al mismo tiempo, un regreso intencionado al mismo.
En su muerte -decretada finalmente suicidio, muy probablemente homicidio a manos de su pareja Carl Andre- hay indicios de todos esos ámbitos que tiraban de ella.
Es sabido que la cultura occidental no se lleva muy bien con la muerte. Ésta le sugestiona y se le aparece, con frecuencia, como la estación definitiva hacia la que se avalancha la vida. Los seres “no civilizados”, los habitantes en la periferia del canon occidental, han sido vistos más de una vez como sujetos acostumbrados a la muerte, gente que no se inmuta ante su rostro y su máscara, que tratan con ella como se trata con un árbol o con un semejante. Así, se ha consolidado el mito de la poca importancia que los seres no occidentales le conceden al acto de morir. Como si los signos de esa muerte sólo provocara en ellos una mirada indolente. Otros, sin duda más listos, se han detenido a examinar la vida de esos seres a los que, en teoría, no les importaba morir. Entonces, han descubierto algo más simple: es su vida la que apenas tenía sentido o valor. Roger Bartra descubrió algo más: la muerte oculta algo que es necesario descifrar. Oculta el misterio del Otro.
Tal vez la muerte de Ana Mendieta estaba configurada en sus siluetas. Y al revés: su propia vida tendría la posibilidad de leerse en la cancelación abrupta de su existencia.
Alejandro Cortina Summer avanza unas claves para entender algo de esto. (Tal vez deba aclarar que se trata de un escritor ficticio, inventado por Antonio Vera-León). Pues bien, este escritor considera que en las personas desplazadas de su infancia y cultura original, el pasado no tiene el mismo sentido que en aquellas cuya existencia ha transcurrido, de manera orgánica, por las etapas convencionales de la vida (si es que alguna vida es convencional). Este no se cuenta “desde un yo futuro orgánico a ese pasado, sino para hacerlo llegar hasta el filo del futuro que fue posible antes del exilio, y que después de éste se convierte en un enigma muy firme”.
-¿Quién hubiera sido yo si…?
Cuando algunos se han lanzado tras las huellas de Ana Mendieta, se han aventurado también detrás de algunas pistas falsas que dejó tras sus pasos. Posiblemente, lo más importante de su interés por volver a Cuba no era solo conectar con “las raíces”, con su tierra o con “La Patria”, aunque nada de esto hay que desestimarlo (tal cual lo ve Coco Fusco). Siguiendo a Cortina Summer, el regreso de Mendieta se nos descubre también como el viaje a un futuro cancelado antes, el rencuentro con la mitad de una existencia que había quedado “colgada al borde de las cosas que son”. Un retorno al único futuro orgánico que le resultaba posible, porque “la adultez en el exilio hace añicos la causalidad y lo orgánico”.
Así mirado, es casi innecesaria la polémica desatada sobre si los artistas cubanos a los que Mendieta “marca” en los primeros años ochenta también ejercieron una influencia sobre ella. Los dos argumentos seguramente son válidos. El razonamiento de Vera-León (o de su Frankenstein literario) nos conduce por un camino diferente y pródigo: esos artistas cubanos encerraban, para Mendieta, el futuro que le hubiera tocado y su comentado viaje ritual al pasado fue a la vez un viaje personal a un futuro escondido, a una vida hipotética; al tiempo perdido de las cosas que hubieran podido pasar.
Todo esto tiene que ver con su propia cosmogonía. Cuando Ana Mendieta se enfrenta a las historias de alto declive y atraviesa eras o se remonta a otros mundos que socializaban la vida y el arte de manera ritual, también emprende una travesía –overlay– hacia un futuro que pudo ser, hacia un mundo en el que las jerarquías entre lo privado y lo público, la tradición y la vanguardia, la conservación y la originalidad, no estuviera gobernado por unos comportamientos duales y sucesivos. Aquellos tiempos nos otorgarían, para estas fechas, un presente que hubiera sido otro.
5
-Inútil discutir el canon laico.
Así ha hablado, y yo le sigo, Carlos Monsiváis.
Resulta que hoy todo el mundo aplaude el estilo impecable y “desnacionalizado” (muy “canónico”) de Derek Walcott, el poeta de Santa Lucía. Pocos parecen estar interesados en que su obra no se limita a esa pieza irrepetible que es Omeros, e ignoran que, ya en 1961, su obra de teatro Drums and Colors se posicionaba con respecto al colonialismo y la marca perdida de África que intentaba recuperar para su propia memoria. ¿Es, entonces, Drums and colors la parte maldita de Omeros o su complemento? ¿Es el pasado africano de Walcott la mitad oculta sobre la que resplandece John Donne o un acompañante natural sobre el que apenas nos atrevemos a indagar?
Críticos de varios confines se han ocupado de desacreditar -con toda la razón- grandes shows multiculturales al estilo de Magiciens de la Terre o Cocido y crudo. ¿Podría hacerse lo mismo con The Bleeding Hearth o El arte y su doble?
En 1940, Fernando Ortiz se inventó el término transculturación -que a la larga puede ser más efectivo que el de multiculturalismo- para explicar los intercambios entre unas culturas y otras. Malinowski lo asumió como un gran aporte a la antropología, a la que siempre concibió como la ciencia del sentido del humor. Para ilustrar su concepto, Ortiz utilizó la metáfora culinaria del ajiaco (un potaje que mezclaba en su cocción las carnes, vegetales e ingredientes más diversos). El éxito del ajiaco consistía, y consiste todavía, en que el resultado final de la mezcla debe saber mejor que cada uno de los integrantes por separado. 57 años después, ese concepto (sin olvidar en ningún momento el potaje) aún nos puede auxiliar para que consigamos que la crítica, cumpla con una de sus primeras funciones: saber bien.
*Texto tomado del blog personal del autor. La versión original de este texto fue publicada como “Sobrevolando el canon”, en la revista Lápiz 118-119, 1996. Aparece recogido en mi libro Inundaciones. Invasiones artísticas en las fronteras políticas, Debate, 2010. Aquí ofrezco una versión más reducida y con alguna revisión literaria. Las citas de Hughes son de la traducción de Ramón de España. Las citas de Bloom de la traducción de Damián Alou.
La primera parte de este texto puedes consultarla en el link siguiente https://elsrcorchea.com/2020/07/10/frida-kahlo-y-ana-mendieta-ante-el-canon-occidental-un-texto-de-1996-parte-ii/
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