Helga Montalván
El corto tiempo en que Robin Martínez (Matanzas, 1985) produjo y expuso su obra tremendamente conflictiva, fue suficiente para que en los años del 2006 al 2008 desarrollara una carrera en rápida ascensión, donde prontamente obtuvo todos los premios que en nuestro país se pueden lograr, fuera percibido por el ojo agudo de unos pocos curadores, y posteriormente, de manera abrupta, cesara en los intersticios de la cotidianidad y el entretejido de los complejos campos de poder del circuito artístico y social. Resultando en un proceso artístico que quedó sin ecos o respuestas, o colisionara por la falta de una visión hacia adelante.
Puede ser que el circuito no estuviera preparado para dejar entrar una obra como la del artista en ámbitos más narrativos y curatoriales. O que, como a tantos, le afectara tremendamente el factor geográfico de su locación habitual. O simplemente, al no pertenecer a la leva de artistas jóvenes con estudios del ISA, no lograra ser incluido de manera más sostenida en los espacios de exhibición posibles para el arte cubano.
No obstante, esto son conjeturas. Lo que sí es real es que el momento en que el artista deja de exhibir y producir, coincide con el momento en que varios artistas del medio dejaron de hacerlo de diferentes maneras: emigrando o enclaustrándose; lo que sin dudas constituye un síntoma que enfatiza unos de los momentos distintivos de crisis evidentes -a través de este tipo de análisis- para la institución arte en Cuba, y para el campo social.
Este “no pertenecer” que marca mucha de las producciones fuera de la capital, es un rasgo que además se agudiza en la obra de Robin Martínez, enraizada en los estudios de género y los movimientos conflictos e integrativos LGBT, trans, queer, genderqueer o intergénero (GnB).
Desde sus primeras apariciones, al artista se insertaba de manera singular. Sin dudas todos lo asociábamos a los conflictos de género, a las minorías, con énfasis en las reflexiones sobre el cuerpo, la violencia, y el discurso gay. Solo que su gesto iba más allá de los modos convencionales en que estos comúnmente se muestran en el plano visual. La estrategia de construcción en sus imágenes hacía actuar una incitación particular arraigada en recursos visuales suficientes, módicos, que acusaban un alto nivel, intensificado con la insolencia de la provocación.
Una de las preguntas que le he realizado al artista es la de sus referentes, pues su hacer entre el gesto del performance y la representación congelada de este en la primera década del 2000 y con tales desafiantes narraciones, no podría ser mera casualidad, pues recordemos que solo en la década de 1990 el supuesto de que el género y la sexualidad debían ser examinadas en conjunto era casi indiscutible. La respuesta del artista apuntó desde Robert Mapplethorpe a Abigaíl González, este último fotógrafo, artista que convivía en el mismo contexto artístico de la ciudad de Matanzas y reconocido por su hacer a nivel nacional e internacional incluso. Pero estas solas referencias no son las únicas activas.

En el contexto, Robin Martínez tuvo varios referentes activos en el discurso de lo ambiguo, aun de manera inconsciente. Son reconocidas la serie Mentiras del Cuerpo (1997) y Fragilitè (2008), de Abigáil González, series que cursaban sobre las ambivalencias de género y cuestionaba el cuerpo como política de género. También estaban las obras en dibujo y performance de Rolando Estévez y su serie Postales pornográficas y filosóficas (2002), que ahondaba sobre la identidad sexual y los roles añadidos culturalmente. Y las obras de Carlos José García, que mediante el rol del travesti y los otros de artistas internacionales con no pocas implicaciones de sexuales, decantaba y reestructuraba una historia completamente alterna para el discurso cómodo del arte cubano. Hacía centro de su interés a los desplazamientos y reordenamientos presentes en el sistema de las ideas: PLAYBeuys (screensavers) (2001), Himnos Urbanos Vol. I, Vol. II y Vol. III (2005-2007). Todo esto concurre y eleva la cuestión de género al plano donde actúa el artista como sujeto político, más allá de la identidad de género, para encontrar precisamente la des-identidad. Es con este proceso intelectivo, al que llega por intuición, que Robin Martínez resulta ser entonces una suerte de deudor de este espíritu.
Sus obras, por lo general fotografía y otros medios digitales, se resistían al soporte común e incorporaban herramientas digitales y de la imagen-movimiento. Su medio más usado fue la impresión sobre acetato, soporte transparente que le permitía emplazar la imagen en una suerte de artificio que imponía una recepción más cercana y a la vez, le confería una apariencia de espacio virtual, que agudizaba las implicaciones ambiguas del gesto representado.
El gesto representado lo era a través de su propia imagen ajustada a una escala real la mayoría de las veces, enfatizando el aspecto autorreferencial de la experiencia, de la performatividad como un suceso en continuación de una experiencia real, vivida en el tiempo y transcurriendo en todo el lapso de la recepción. Constituyen una estética del intervalo que transgrede el plano de la acción que transcurre, y se propone ir más allá de las construcciones binarias de la sexualidad tradicional.
La serie Autosexión (2005), sigue siendo hoy una serie muy controversial, y lo es por la carga linguística que contiene la imagen en sí. Si el lenguaje designa, conceptualiza una idea que se arraiga en la conciencia colectiva; ahora la imagen construye y trae a primer plano una expresión yacente en el lenguaje de lo alterno y lo marginal.

Como en todas sus obras el artista se representa a sí mismo. El autorretrato ahora lo muestra de espaldas, bajando o subiendo por una suerte de salida de incendios y deja claro en las señales gráficas el desacato a la construcción social del género binario. En este pretexto, la escena delata un continuo en acción, un gesto que está sucediendo. La imagen que lo muestra es impecable en los contrastes y su diseño. Sin aditamentos extras, la acción en sí equipara a una experiencia límite que relativiza hasta la idea de la homosexualidad común. Y uno no puede discernir si es un gesto lúdico o doloroso, lo que acentúa aún más la inquietud que provoca. Esta estrategia magnifica lo que conocemos como extrañeza y cala verticalmente, para desorganizarla y diluirla, en la construcción lingüística de los discursos constituidos en el centro y para las márgenes. La imagen y su interpretación se establecen fuera de los límites de lo permisible. La representación del cuerpo se instaura en la misma alteridad, ahora trasgredida en su inversión, y deja percibir el ingrediente de lo obsceno en la construcción social del lenguaje. Esta obra apunta más allá de las referencias de género para situar el cuerpo como cuerpo político. Cuerpo violentado, vejado, al límite mismo de lo abyecto, situando el síndrome de la frustración, la violencia social y la imposibilidad o irrealización del deseo del sujeto. En este gesto, el artista ha impuesto un relato social que revoluciona el argumento genérico de sus pares. Deja entrever lo que no entra en las categorías establecidas en el discurso permisivo social y por las cuales es percibida la realidad, sentando un precedente que aún hoy no ha sido refutado ni superado en su contexto.
Con esto, Robin Martínez consolidaba las bases de su propuesta artística, en la que ya acumulaba obras como Autoreverso (impresión sobre acetato, 2005) y Reflexión (impresión sobre acetato, 2006). En ambas, el artista relativiza las categorías genéricas apuntando su condición de construcción social. Si Virginia Wolf apuntara que “los vestidos son los que nos llevan y no a la inversa”, el artista simula la acción de adquirir los atributos del sexo femenino para descentrar, descolocar, la experiencia y con ella a las tradicionales construcciones sociales sobre la sexualidad hombre y/o mujer. En Autoreverso, el artista muestra sin pudor las nalgas levantando una saya, gesto que emparenta los significados con la obra analizada anteriormente (Autosexión) y que apunta hacia una imagen presente en los márgenes reconocibles de la violencia del lenguaje socialmente instaurado y por tanto, aceptado en su sanción social: la ambigua construcción de nuestros cuerpos vista como una abyección. En la obra, el artista actúa sobre este sesgo del status quo social tradicional y mediante la acción artística, vista aquí como acción de poder, altera fácilmente las investiduras normativas y disipa el ejercicio inverso.

Otra de sus obras más agudas es el loop Striptipos (2007), en formato de video. Mostrado como proyección, desestima el formato de la caja contenedora de la imagen-movimiento para enfatizar su presencia en tiempo real en el espacio expositivo.
Striptipos sí se emplaza temporalmente como imagen movimiento creado a partir de la sucesión de fotogramas en que el sujeto – el artista- se viste, se desviste y vuelve a vestirse en un loop continúo. En esta performance el cuerpo masculino se descubre en femenino y vuelve a transfigurarse en masculino. Es en el intermedio del proceso en sí donde trascurre la obra y donde excede sus implicaciones cognitivas, pues es aquí donde relativiza los conceptos binarios de la construcción de género y su deber ser. El cuerpo masculino y femenino trasmutan para ser un cuerpo distinto, fluctuante y fluido. Transforma nuestra percepción de la experiencia corporal enunciada y confinada socialmente, en una forma narrativa de desidentificación. De esta manera establece este ser sexual, social y humano en el campo de lo artístico y social a través de la estética del intervalo.
La posibilidad del Yo, autorreferido y corporal en esta obra, de no ser ni lo uno ni lo otro, amplia las configuraciones de género impuestas en las estructuras sociales de la realidad. En esta brecha de libertad el cuerpo deja de ser estrictamente binario y dogmático para dejarse ser en su fluidez, en el espacio temporal entre uno y otro rol, en la emancipación que implica la elección de “no ser”. La única definición es la del deseo y la que refiere experiencia del sujeto.
En su producción visual, el artista desacata la construcción binaria de la identidad de género, e introduce en el discurso cultural y mediante el signo de la performance, la narración transexual desde el Yo autorreferido. Esto le permite involucrar la experiencia del cuerpo como cuerpo político, enfática por la inserción medial de las frases de violencia lingüística, las cuales comportan una estrategia visual que amplía el conflicto contemporáneo más allá de los roles instituidos.
El alcance de estas significaciones para el campo artístico y social, excede a las experiencias anteriores e interviene verticalmente en los procesos que cuestionan las fisuras complejas de la construcción social establecida. Al introducir la noción del intervalo en la producción estética, el artista da entrada a la cuestión de la sexualidad fluida del GnB cuando este era aún un tema en ciernes en las discusiones políticas sobre género, creando en el trascurso un estado de libertad que constituye la ganancia cognitiva y estética de la obra producida en estos pocos años por Robin Martínez, para todo el campo cultural que le concierne.
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