Nelson Herrera Ysla
Hablando claro, la arquitectura cubana que se produce hoy está en el peor momento de su historia. Exagerando un poco, sólo un poco, diría que no existe como expresión de la cultura material y espiritual de nuestro país. Ha desaparecido del espacio ciudadano, rural, del paisaje global de Cuba, de manera lenta y progresiva ante los ojos de todos nosotros. Nada que ver y apreciar, nada que comentar desde hace más de 30 años a no ser algún edificio aislado debido al talento y la audacia del arq. José A. Choy y su estudio, o lo realizado ejemplarmente por el equipo Espacios, dirigido por la arq. Vilma Bartolomé, más obras aisladas del grupo ALBOR en Cienfuegos (puedo nombrar tres o cuatro arquitectos más, con un serio trabajo profesional, pero sin alcanzar los niveles de estos mencionados).
Sin embargo, hay mucho que recordar y nostalgiar desde los libros editados por el historiador y crítico cubano Eduardo Luis Rodríguez (su importante The Havana Guide, Modern Architecture 1925-1965, publicada por Princeton Architectural Press, NY, 2000), y el más reciente, en colaboración con varios autores cuya compilación estuvo a su cargo y publicado en 2011 por Ediciones UNION, La Habana, en su colección do.co,mo.mo, capítulo Cuba: La arquitectura del Movimiento Moderno: selección de obras del Registro Nacional (en esta brevísima reseña editorial puedo mencionar también lo que lograron Alejandro G. Alonso y María Elena Martín en monografías y guías dedicadas a la arquitectura colonial y el art deco, sin olvidar tampoco la importantísima contribución de Joaquín Weiss a una historia de la arquitectura cubana y su pasado colonial en toda la Isla, y la de Alicia García al estudio específico de ciudades como Trinidad y Matanzas.)
Puro llanto, puro dolor al repasar viejas imágenes en las que observamos notables ejemplos de una arquitectura que desde principios del siglo xx se debatía entre la inteligente apropiación de los cánones de los movimientos Art nouveau, Art deco y Moderno, y las claves para alcanzar un lenguaje propio, nacional, cubano si se puede decir, a partir de elementos componentes que nos legó España en casi 400 siglos de colonialismo. La pujanza de un grupo notable de arquitectos, entre los que podemos nombrar a Govantes y Cabarrocas, Nicolás Quintana, Max Borges, Manuel Gutiérrez, Mario Romañach, Frank Martínez, Antonio Quintana, Eugenio Batista, Nicolás Arroyo, Ernesto Gómez Sampera, Ricardo Porro, Fernando Salinas, (y de un Colegio Nacional de Arquitectos hasta la primera mitad del siglo xx junto a revistas, concursos y licitaciones de todo tipo) por lograr edificaciones y respeto a las normas y ordenanzas correspondientes al urbanismo institucionalizado, es todavía visible en barrios de la ciudad de La Habana, especialmente en El Vedado, Nuevo Vedado y Miramar.
La Habana fue tejiendo (fundamentalmente en el siglo xx) una suerte de red arquitectónica y urbanística que le permitieron adquirir su fisonomía propia, distintiva, dentro del conjunto de ciudades caribeñas y latinoamericanas, más allá y superando aquella calificación de “ciudad sin estilo” que definió Alejo Carpentier. La Habana, con su proyectado desarrollo costero y conurbano hacia el lado este en busca de Matanzas y del famoso enclave turístico de Varadero de los años 50 del siglo xx, formó parte de un imaginable mega proyecto llamado Ciudad Mágica que abarcaba todo el litoral norte hasta la ciudad de Cárdenas (algo más de 140 kilómetros de largo). Al interrumpirse este proyecto en 1959, la ciudad quedó detenida, suspendida, de manera ligera, grácil, con una extraordinaria estructura de vías vehiculares cómodas, parques y áreas verdes en diversas escalas, plazas antiguas y modernas, paseos de notable arboladura, barrios con diversidad de edificios en altura… que todavía apreciamos (cada vez con más trabajo) y que permanecen en una suerte de estado de suspense pues resulta difícil especular sobre su curso actual, y su futuro mediato y a más largo plazo.
De todo ese ordenamiento, sin llegar a ser un ajiaco al decir de Fernando Ortiz, se construyó una de las ciudades más atractivas del continente americano, incluyendo los Estados Unidos y Canadá. No solo se realizaron buenos proyectos edilicios y urbanos sino también se alcanzó un respeto irrestricto a las normas y leyes establecidas en esos campos en los que todo estaba claro, diáfano y no se podía actuar por la libre ni modificar al antojo de cualquiera.
Para muchos nuevos habitantes de la ciudad (migrantes que han llegado por oleadas desde las zonas central y oriental del país, o personas nacidas en ella a partir de los años 90 y visitantes extranjeros con guías y publicaciones deseosos de explicarla bien) no les resulta fácil entender su raigal e histórica estructura urbana, su espíritu, su cultura, por cuanto el nivel de modificaciones, intervenciones, transformaciones, infligidas a ella en los últimos 30 años han contribuido a deformar su imagen hasta el punto de, por momentos, desarticular su histórico y logrado discurso arquitectónico y urbanístico de algo más ya de 500 años de gestión colonial, republicana y socialista.
De ahí que las celebraciones por la fundación de la misma en 1519, sólo un año atrás, desde el punto de vista de ese propio discurso y naturaleza, se disolvió en una suerte de galimatías de escasa lógica verbal, de significados vacíos, de consignas escasamente vinculadas a lo real (Por La Habana, lo más grande (¿puede alguien aclarar su significado?), orquestadas sobre la base de los cuatro barrios que siguen siendo la punta de lanza (caballitos de batalla, como se dice en buen cubano) de este enclave urbano de 400 kilómetros cuadrados y algo más de 2 millones 300 habitantes. Por extrañas coincidencias, y hasta poderes mágicos, quién sabe, La Habana encandila aún a aquellos que insisten en “andarla”, montados en esos (extenuados ya) caballitos de batalla. Entrampados entre el ditirambo y la compasión, varios singulares historiadores, promotores culturales, críticos, gestores, acuden a todo un arsenal teórico, conceptual, envejecido y derrotado por el tiempo (pues precisamente le han pasado siglos por encima, de manera brutal y, sobre todo, los últimos 50 años) para continuar alabando a una ciudad que, a duras penas, existe en nuestra memoria e imaginario colectivo. Hablan de una ciudad que ya no es, que fue, pero que está ahí y permanece (milagros de la estática dicen algunos, y no precisamente de la estética) todavía fotografiable aunque cada vez con más dificultad al tratar de evitar tanta sombría imagen de ruinas modernas acosándonos en cualquier lugar que nos ubiquemos para apretar el obturador de la cámara o del teléfono móvil.
Bien atrás han quedado aquellos tiempos en que el profesor, historiador y crítico argentino (casi cubano) Roberto Segre trazaba extensos e intensos panoramas de lo acontecido en específicas décadas de la cultura cubana en materia de arquitectura y que servían como instrumentos indiscutibles para reflexionar acerca de un fenómeno cultural que cristalizó ejemplarmente en los años 60 del pasado siglo mediante las Escuelas de Arte, la ciudad universitaria José A. Echevarría, el complejo habitacional La Habana del Este, el Pabellón Cuba, el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, en la Habana, más el conjunto de obras de Walter Betancourt en el oriente del país, y algunos parques, plazas públicas y monumentos conmemorativos de ciudades capitales provinciales. Y atrás quedó también el espacio intelectual conquistado por el pensamiento de Joaquín Rallo, Fernando Salinas, Mario Coyula, Eliana Cárdenas, lamentablemente fallecidos, en varias direcciones de la historia y la entonces actualidad arquitectónica.
Desde los años 80, la crisis de la arquitectura cubana contemporánea se entronizó en la vida del país, a todo lo largo y ancho de la Isla, donde apenas sobresalía alguna obra con marcado interés formal y espacial, sin llegar al nivel expresivo y estético que aquellas iniciales edificaciones y conjuntos representaron. Sin embargo, puede decirse que en La Habana, de modo específico, se lograron realizar obras significativas en el campo de la restauración y conservación pues ya esta ciudad comenzaba a instituirse en el epicentro del desarrollo turístico nacional, especialmente su Centro Histórico (en detrimento de otros barrios importantes como Centro Habana, El Vedado, Miramar, que no poseían, de acuerdo con una forzada, sesgada y tendenciosa manera de pensar, suficientes “atractivos” comparables a los de las edificaciones coloniales: ni qué decir de Marianao, El Cerro, Boyeros, Cotorro, 10 de Octubre, La Lisa, perennemente olvidados).
La nostalgia hizo entonces su triunfal entrada en la memoria selectiva que padecemos, y de manera galopante e intempestiva para convocar y arropar corazones y mentes nacionales y extranjeras con el fin de ubicarse en tanto pivote sobre el que giran la mayor parte de las acciones en estos campos (casi a la manera de un Buena Vista Social Club arquitectural) y atraer mercados sensibleros plenos de añoranza por un pasado mejor. Esta “operación” cultural hizo arrastrar tradiciones, costumbres y hábitos que, en muchos casos, aparecen antes nuestros ojos como patéticas postales turísticas: mujeres mulatas y blancas vestidas a la manera de esclavas domésticas de antaño, visibles en plazas coloniales y listas para cobrar 1 dólar por un beso rojo estampado en las mejillas de turistas extranjeros; jóvenes bailando el tradicional zapateo disfrazados de “campesinos” con camisa blanca, pañuelo rojo sobre espalda y cuello y sombrero alón; bailes públicos rituales de origen africano pertenecientes a religiones específicas de reservado comportamiento social; constante promoción del danzón como “baile nacional” cuando este ya ha desaparecido de la cultura popular cubana; el uso frenético y cómodo de la palabra cubanía para autentificar cualquier comportamiento o acción en su raíz y vertiente más superficial (uso de la guayabera como prenda de vestir, fumar tabacos, tomar ron, jugar dominó, hacer chistes de doble sentido, alusiones sexuales constantes en el habla: curiosamente todos de supremacía machista… ¿o es que las mujeres no tienen esa posibilidad o capacidad de expresar sus cualidades y valores “cubanos”? ¿O si es verdad, entonces cómo los expresan, qué es lo femenino en la socorrida cubanía?).
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