Nelson Herrera Ysla
Los años 90 (en el comienzo de la peor crisis económica que hemos atravesado… y estamos atravesando todavía) desencadenaron una fuerte reacción constructiva en el sector turístico, como era de esperar, con vista a satisfacer las demandas planteadas por ese sector a raíz de intensas campañas publicitarias y la reinserción de Cuba en el panorama internacional de esa rama de la economía. A nivel de diseño y realización formal muchos vieron en ese arranque inicial magníficas posibilidades para alcanzar una superior calidad en el orden conceptual, constructivo, ambiental y en el mejoramiento de ciudades de varias partes del país por su enlace con los nacientes polos turísticos y elevar así las esperanzas de renovación en el maltrecho paisaje edilicio que nos rodeaba. El turismo se tornó un espejismo de poca y mucha monta, un ansiado país de jauja, una inquietante fuente eterna de la juventud que a todos deslumbró por las bondades descubiertas en la arena, el sol, el mar… más la sempiterna y acostumbrada hospitalidad de cubanos y cubanas. Poco a poco, sin embargo, esas esperanzas se desvanecieron. Entre otras razones, por la nula o escasa participación de los arquitectos cubanos en las discusiones y análisis, en la concepción y materialización de un nuevo imaginario estético capaz de sanear, rejuvenecer, o rearticular el controvertido ámbito edilicio y urbanístico de nuestras ciudades. La mayoría de nuestros creadores fueron, y permanecen, excluidos de los planes de inversión del complejo turístico del país a pesar de encuentros y desencuentros con las autoridades nacionales pertinentes, de reuniones, congresos o cualquier tribuna cada vez que se plantea el espinoso tema de la participación de experimentados y jóvenes arquitectos cubanos en la conducción de una más que necesaria soberanía arquitectónica.
Sería difícil hoy destacar logros en el controvertido campo de la arquitectura hotelera y recreativa de nuestro país. Más bien lo usual es constatar el grado de homogeneidad y estandarización de la mayoría de los proyectos realizados (intrascendentes unos, degradantes otros) a pesar de contar con mejores materiales y recursos disponibles para la elaboración de cada obra o conjunto. Y constatar los elevados niveles de copia e imitación de códigos provenientes de la degradada arquitectura comercial que nos rodea en el ámbito de El Caribe, si tomamos en cuenta Cancún, Punta Cana, Ciudad de Panamá, en los últimos 40 años. O, yendo más hacia el norte, Miami, por ejemplo. Y moviéndonos hacia otros ámbitos europeos, ahí están las Islas Baleares, y gran parte de la costa mediterránea, listas siempre para “alimentar” también, lamentablemente, las vacías fuentes de creación arquitectónica prevalecientes en el mundo hotelero.
En La Habana uno de los puntos de partida se localizó en la construcción del hotel Meliá-Cohiba, El Vedado, 1995, el cual disparó las alarmas entre arquitectos y urbanistas cubanos al quedar marginados de tan importante proyecto a orillas del mar y al final de una de las mejores avenidas de la ciudad. Desde entonces, esta urbe ha sido víctima continua de imposiciones, en su mayoría foráneas, en casi todos los campos de la arquitectura vinculada al turismo cuando se trata de erigir desde cero una edificación. Si se trata de una intervención sobre lo ya hecho, o una remodelación modesta, aunque sea, se confirma la sofisticada manipulación de elementos formales coloniales, o de signos y símbolos del pasado republicano, en un intento de raíz histriónica por quedar bien con el contexto local cultural.
Lo preocupante no fue ese punto de partida sino la voluntad de hacerlo prevalecer pues luego arribaron al panorama urbano los hoteles Panorama, Novohotel, Four Points, en Miramar, y por último los hoteles Packard y Paseo del Prado… y ya amenazan seriamente los complejos comerciales-hoteleros de 70 y 3ra. en Miramar como forma de articular habitaciones rentadas y compras fáciles. No contemplo aquí, sin embargo aunque pudiera, los “famosos” edificios de apartamentos vinculados a firmas inmobiliarias, de 2, 3 y 4 plantas ubicados en la Quinta Avenida y calles cercanas en Miramar y en algunos lugares exclusivos del oeste de la capital, considerados por muchos miembros del gremio cubano como de un “estilo mediterráneo tropical” para la complacencia de visitantes o residentes extranjeros.
Hoy, asombrosamente, casi todas las miradas están puestas sobre el hotel de 42 plantas que comenzó a construirse (2019) en un espacio vacío o, mejor dicho: un gigantesco hueco entre las calles 23, 25, L y K, en El Vedado.
Se trata de un delgado paralelepípedo vertical de aluminio y cristal que debe sobrepasar y competir en altura al ya histórico Hotel Habana Libre (1958), a unos metros del mismo. Sin tomar en cuenta el entorno urbanístico de la zona o las cualidades ambientales de ese extraordinario barrio habanero, pleno de normas y ordenanzas dictadas decenas de años atrás, y de nuevas directrices institucionalizadas -conferidas en los años 70 por el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y por lo cual se requiere además de la aprobación de la Dirección de Planificación Física de la capital- que definen a El Vedado como Zona de Protección, no cabe duda de que se espera, pues, una profunda transformación de la percepción de la capital del país…sin imaginarnos siquiera la saga que este proyecto específico comporta.
Una vez más los arquitectos cubanos acudieron a todas las formas de crítica, análisis y recomendaciones en torno a este “nuevo” hotel que, desde su imagen propuesta, ya luce viejo, repetitivo, cansado, pues nos remite, entre otros, a la archiconocida tipología arquitectónica del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York,1952, considerado paradigma de un “estilo internacional”, diseñado por Le Corbusier, Oscar Niemeyer y Wallace Harrison (asesor de la familia Rockefeller que adquirió el terreno asignado y regalado luego a la ciudad) y que ha inspirado varias copias en diversas ciudades del mundo. El mismo criterio (estuve tentado de decir crimen) se cometió con la torre Montparnasse, París, 1972, la cual escandalizó tanto a los habitantes que se detuvo cualquier otro intento futuro de construir edificios en altura en toda el área considerada centro de la ciudad (habrá que esperar si aquí, por tanto y felizmente, sucederá lo mismo).
Tal ventaja de las construcciones recreativas –por no decir privilegio– sobre otros programas constructivos (en especial la vivienda, tan importante para cualquier sociedad) hace zafra en la compleja maquinaria burocrática nacional. Ha pasado a ser una suerte de muro imposible de saltar o derribar (casi como el de la frontera México-USA). De ahí que, siguiendo esa corriente, estemos en peligro de perder para siempre la oportunidad, quizás única, de revertir la actual situación en que se halla la arquitectura cubana, distante en mucho de aquella producida en la primera mitad del siglo xx y que acaparó la atención y admiración de expertos y público en general. En el caso dela vivienda, los pocos barrios “nuevos” construidos en décadas recientes centran su atención en esquemas heredados de la peor arquitectura socialista de Europa del Este que sirvió de fundamento a la ciudad dormitorio de Alamar (de triste recordación si pensamos que se alojan en ella casi un cuarto de millón de habitantes). Bloques aislados de 2, 3 y 4 plantas sin conexiones estructurales ni formales son colocados como cajas de zapatos, al decir popular, esquemáticamente sobre el terreno, aislados de la retícula urbana y ambiente próximos a ellos: en cuestión de semanas, meses, la población que los habita comienzan a hacer sus propias modificaciones a fachadas, balcones, entradas y salidas de cada uno de esos bloques. Es como una maldición, un karma, un encantamiento, imposibles de cambiar y que nos persigue desde aquellos fatídicos años 70 al inaugurarse Alamar.
Edificaciones anodinas, plagadas de esquemas y tópicos al uso inundan nuestros mejores escenarios urbanos como plaga o epidemia viral (en esto sí estamos a la moda). Un patético afán por parecernos a cualquier lugar del orbe, motivado quizás para no levantar demasiadas sospechas de originalidad, innovación, identidad, y búsquedas en lo ambiental autóctono que pudieran molestar o desencantar a los turistas que nos visitan -y a los mismos burócratas y empresas patrocinadoras que lo sustentan-, permea la casi totalidad de los proyectos que se construyen en la actualidad. Paradójicamente, a contrapelo de sus gestores, se vuelven transparentes tales conjuntos de vivienda, hoteleros y comerciales pues nada en ellos es apreciable ni digno de observar a conciencia: pasan inadvertidos en tanto insustanciales y baladíes moles de hormigón, aluminio y vidrio, “adornados” quizás, y a última hora, con obras de artistas cubanos en su interior en un intento desesperado por imprimirles un peculiar sello local (oh, Dios, cuanta amabilidad).
En líneas generales, se construye poco fuera de esos centros y polos turísticos en toda la geografía insular, por lo que podemos lamentarnos poco.
Pero en otra suerte de “jugada perfecta” de la burocracia y las administraciones municipales y provinciales, ahora resulta que surgen con fuerza, aquí y allá, insólitas restructuraciones urbanas de antiguas calles y edificaciones en ciudades capitales, en tanto ingenuas simulaciones o parodias de bulevares, centros comerciales, calles peatonales, tan típicas y naturales en la mayoría de las grandes ciudades del mundo (México, Estambul, Buenos Aires, Santiago de Chile, San Pablo, Beijing, Milán, y cientos de otras más), emparentadas con una precaria gestión mercantil del momento actual que vivimos y que algunos ven, con buenos ojos y hasta de modo inocente, como sinónimo de “modernidad” o “contemporaneidad” urbana.
La difícil situación económica que atravesamos, al parecer nos está obligando a una precariedad sin precedentes en términos de diseño ambiental. No se trata siquiera de añorar tiempos pasados, idos (algo con lo que algunos sueñan, no lo discuto), sino de implantar de la peor manera una “nueva” estética, aunque alejada de lo que pudiéramos considerar históricamente arquitectura y urbanismo. No está claro a qué se aferran estos modelos entresacados del pasado o si pretenden implantar uno “nuevo” (cuando en Cuba cada ciudad, por pequeña o grande que fuere, tenía vertebrados sus ejes comerciales sin necesidad de cierre de los mismos para uso peatonal) pues no observan determinadas reglas u ordenanzas, controles, límites, sino el interés por demostrar gustos personales en las administraciones de esas ciudades ahora, orientaciones burocráticas salidas de la mente de aquellos que tienen responsabilidades centrales en el trazado y creación de la trama urbana y arquitectónica de la ciudad
En el barrio de El Vedado es donde esto se torna inconveniente este asunto si recorremos el Pabellón Cuba, por ejemplo, en plena calle 23, ataviado de kioscos de madera y guano en su interior para la venta de bebidas ligeras, café y productos alimenticios. Lo mismo pasa en la confluencia de las calles Carlos III, Zapata y avenida Rancho Boyeros, a un costado de la Facultad de Estomatología de la Universidad de La Habana, cuyos enormes ranchones a modo de “restaurantes” típicos cubanos (solo construidos en las afueras de varias ciudades del interior del país durante los años 40 y 50 del pasado siglo) anuncian las comidas “típicas” del país. La pandemia de los mismos cobra notoriedad cuando se trata de “celebraciones” populares en ciertas calles comerciales, o destacar ciertas fechas patrióticas o políticas para convertir a La Habana entonces en faraónicas imitaciones de minúsculas ferias autóctonas de localidades rurales, o durante los tristemente nombrados todavía “carnavales” cada año. En ese instante se desdibujan las fronteras entre la ciudad capital y cualquier otra ciudad o pueblecito de otras provincias (debo señalar que desde hace tiempo también estos ranchones son sustituidos por tenderetes de lona y tubos de aluminio lo cual, en apariencia, se ven mejores y actuales).
Esta inconveniente presencia de estereotipos rurales enclavados en ejemplarizantes barrios de la ciudad (no solo El Vedado, que conste) nos fuerza a comprobar una más que burda ruralización en muchos órdenes de la vida en la capital del país. Prueba fehaciente de ello, vergonzante quizás, la tenemos en ciertas plazoletas, parques y aceras, rebosantes de tierra colorada todos los días del año. Uno no puede pensar en otra cosa que la ignorancia (falta de información y de conocimientos, en primer lugar) de quienes tienen a su cargo la responsabilidad de dotar a La Habana de una imagen nueva, fuerte y respetuosa de su rica y larga historia de siglos y estilos arquitectónicos y urbanos. Estos funcionarios parecen provenir, en buena parte, de otras regiones del país donde no existieron en naturaleza, calidad y dimensión tal cantidad de códigos prevalecientes en La Habana desde el siglo xix, que regularon su crecimiento y desarrollo hasta convertirla en el más importante enclave urbano a nivel de Latinoamérica y El Caribe.
(Continuará)
La primera parte del presente texto puedes encontrarla aquí:
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