Jorge Peré Sersa
Una vez le escuché decir a Héctor Anton (y a Hector le creo casi todo) que la pintura tenía sus propios críticos. Aquel axioma lo tomé a medias, con cierta duda que me interesaba aclarar en la propia praxis y en el acecho de ese presunto y específico modelo crítico. Entonces no entendía exactamente por dónde se conducía la acidez de Hectico. Al decir que la pintura, un lenguaje ya sofocado y dispuesto en el laberinto de su condicionamiento histórico, “tenía sus propios críticos”, ¿mi colega situaba a ese lenguaje en una zona de privilegio o desuso estético? ¿Contemplaba con admiración o recelo una zona crítica monogámica, volcada sin otro propósito sobre ese lenguaje tradicional? ¿O bien vacilaba ante la (im)posibilidad de lanzarse a escribir él mismo, algún panegírico en torno a las virtudes de este o aquel pintor? Después de todo, ¿qué cosa quería decirme Hector en aquellas breves pero inquietantes palabras?
De algo estoy seguro: a estos viejos hay que escucharlos, y escucharlos bien. Porque entre copa y copa te obsequian sin advertirlo destellos de una lucidez imposible de encontrar en libros o manuales académicos.
Hector, ya lo sabemos, rehuye la pose intelectual; se muestra caótico a veces, inconstante, paranoico, sombrío; pero es un hecho que se equivoca bastante poco.
Ahora, algunos años más tarde, con un poco más de experiencia y algún que otro texto firmado, creo que me acerco a la verdad de aquella tesis informal y convengo de plano con ella: la pintura definitivamente tiene sus propios críticos.
¿Y quiénes son estos sujet@s? ¿Cómo se les reconoce? ¿Cómo definirlos entre tanto mete y saca, al centro de ese tejido de textos donde se normaliza lo promiscuo, lo trans, el doblez?
Pues la cosa va de observar el estilo, las fijaciones que cada crítico asimila a su campo retórico. Desde ahí se le mide el aceite a cada firma, se le gradúa en función de una expectativa escritural. Los críticos somos gente perversa y esta es la prueba: así como los artistas se construyen nichos y grupúsculos de intereses similares, los críticos también nos apareamos y escogemos nuestra ascendencia y descendencia: creamos de modo silencioso “la raza maldita”.
Luego, no piensen queridos artistas que nos escogen. Por el contrario, somos nosotros quienes los escogemos con tal de asentar un perfil definido, una suerte de identidad.
Dicho esto, creo que sobra aclarar ciertas intimidades que siempre dependerán de cada escritor y sus propios demonios.
Los críticos de la pintura, que pueden ser vistos como los críticos de las “bellas artes”, conforman eso que podríamos entender como la “norma académica”, aunque a ratos jueguen a fracturar dicho status quo. Son esos que siguen propiciando la distensión de un lenguaje formalista que entre más virtuoso y galante se pretende más demodé termina siendo. Su equipaje de palabras peca de exceso y frivolidad, como esas maletas abultadas que -sin ofender a nadie- preparan ciertos figurantes para irse apenas un fin de semana a un resort en Varadero.
A decir verdad, no sé si la pintura en realidad los necesita. A título personal diría que no, que ya no le aportan nada -ni una patina leve-, que su relatoria melosa únicamente empaña y confunde la legitimidad de lo que ya es, en sí mismo, demasiado legítimo.
No es que ya no se puede escribir sobre pintura, es que hacerlo debería ser otra cosa, adoptar nuevas maneras, una oratoria renovada, menos excesiva y abigarrada, más honesta digamos. Las palabras no deben permitirse tanta vanidad, no deberían profanar con su lujo la espontaneidad de un medio que, según parece, no corre mejor suerte en la isla precisamente por esa cruz paternal.
Los críticos de la pintura, esos que se arrogan tal propiedad, tendrían que dejar de serlo. Abandonen ya colegas esa zona de confort.
En portada: Diseño de máscara a partir de #ox, de Chuli Herrera

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