En la periferia de la cultura cubana hay mucha gente trabajando y haciendo cosas buenas. Músicos, dramaturgos, poetas, escritores y pintores que sueñan y hacen en la medida de sus posibilidades. A estos últimos pertenece César Castillo (Cuba, 1987), graduado de nivel elemental en el Oriente de Cuba. Tropezando con toda suerte de azares que la vida impone en ocasiones, siempre mantuvo la pulsión por hacer arte y decir algo con ello. Hoy, desde Alamar –zona también periférica-, ha convertido un destartalado garaje, que antes era usado por el proyecto Omni Zona Franca, en su estudio, desde el que formula imágenes que cuestionan toda una tradición épica-militar.
La explosión de arte joven que inundó la escena artística de los años ochenta en Cuba, donde grupos como ART-DE reconvertían la calle G en una especie de plataforma performática y descentrada para convocar a una participación realmente popular sin filtros ideológicos, o las búsquedas antropológicas de Bedia o el bad painting desacralizador de Tomás Esson entre tantos otros, daba la sensación por un momento, de que Cuba revivía un nuevo mayo francés, un 68 tropical, pero toda sensación está condenada a desaparecer luego que se agota el
deseo que la provoca o cede ante la fuerza ajena que la suprime. El muro de Berlín cayó en Europa, pero su onda expansiva se sintió en nuestras costas; así muchos de estos jóvenes terminaron en el exilio, buscando la playa –o su isla- debajo de otros adoquines.
Pero ese espíritu disenso no desaparece del todo. Hoy, en Cuba, muchos artistas jóvenes se reúnen y forman proyectos desde sus casas o espacios acomodados como galerías outsiders –estrategia también ochentiana-; a esto se le suma la inmediatez de las redes sociales que aporta el hecho de llegar al público y a ciertas instituciones directamente. Una periferia que cerca la cultura institucional y rivaliza, en clara desventaja, con el muestrario de nombres convenientes que sustentan la oficialidad.
La obra de César Castillo (C.C.) se mueve en este coto complejo del arte cubano contemporáneo donde linces, conceptualistas y dandis trazan estrategias inciertas en el mapa de los ardides, como quien aspira, sino a encontrar su nicho de mercado, al menos encontrar su nicho de comprensión.
El pintor baja todos los días su monolítico edificio de estilo soviético en la zona 19 de Alamar, bajo la sospechosa mirada del jefe del CDR, señor que colecciona medallas y rencores, que piensa que el socio pintor “anda en algo”, síndrome de sospecha que el artista usa como valor agregado; intuición de un condenado que no ha cometido crimen. Sospecha que se acrecienta cada vez que el artista vuelve tarde en la noche de su destartalado estudio con algún lienzo que deja entrever alguna figura vestida de verde olivo, allí mismo el viejo vigilante, siempre a la espera, resopla, gruñe, deja caer alguna rancia ironía, el pintor lo mira, ríe, imagina al atalaya cederista en uno de sus cuadros; se le ha ocurrido una nueva idea y cierra la puerta. Hay que colar café para celebrarlo.
Memorias del soldado que nunca existió
El color verde olivo es un personaje en los cuadros de C.C., color que pondera el peso de una obsesión: la eterna guerra de un país emplazado en la distopía. Este delirio cromático lo lleva lógicamente al ámbito de lo militar, el lenguaje castrense como escena, como reflejo de una identidad construida en el delirio de la confrontación. Por momentos esta asiduidad con el ícono del soldado lo emparenta con la obra de Adonis Flores (Cuba, 1971) y con ese mundo de ribetes surreales de la obra de Julio Larraz (Cuba, 1944), donde caudillos otoñales pasan revista a las masas uniformadas, incluso con algunos pintores chinos que ironizan con el peso del pasado bélico como Yue Minjun (China, 1962) o el pintor, fotógrafo y performer Sheng Qi (China, 1965)
C.C. no vivió la guerra fría, no estuvo al lado de la artillería emplazada lo largo del malecón esperando que el mundo saltara en pedazos, no deambuló por selvas africanas. Tan solo pasó “el verde”, fugazmente, pintando pancartas para marchas combatientes. Pero es un buen oidor de historias, y vive rodeado de hombres anónimos que gravitan entre la desilusión y la nostalgia; las periferias suelen ser los basureros citadinos de la historia.
“La guerra de todo el pueblo”, “Trinchera de ideas”, “El ejército del pueblo”, “Con la juventud en la primera línea de combate”; todas estas consignas que tenía que pintar hasta el cansancio en cartulinas para actos políticos, quedaron en la mente del artista como materia prima de una futura obra donde el delirio de la repetición sería el preámbulo para reproducir historias ajenas de una guerra que nunca existió.
La confrontación ha perdido el peso plúmbeo de los misiles y los tanques. Ahora todo se resuelve en dime y diretes televisivos de “tertulianos eruditos”, o en la cruzada de Facebook en la que todos asistimos como periodistas involuntarios portando “la última”. Pero la memoria siempre tarda en cicatrizar, por eso la imagen pintada es para C.C. el mantra obligatorio de un costoso discurso; la portada anecdótica de una realidad evanecida. El soldado que nunca existió borda la fina filigrana del verde olivo. Color de una trama de relatos que recuerda la máxima literaria de Antonin Artaud: siempre real y nunca verdadero.
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