Antonio Eligio (Tonel)
La obra de Tony Labat, extendida durante más de tres décadas, constantemente reconfigurada en sucesión de medios y formatos, es como la geografía irregular de un territorio -¿acaso una isla?- cuyos accidentes, microclimas, flora y fauna no pueden explicarse de una vez, ni con una sola teoría. Durante su trayectoria por ese paisaje de cumbres, simas y planicies, Labat ha mantenido el paso ágil y la coherencia en sus idas y venidas: del vídeo basado en performances a la irrupción en shows televisivos; de la escultura inseparable de un espacio arquitectónico específico, al dibujo o la pintura que a primera vista parecen amoldarse a la convencionalidad de los medios más tradicionales.
Más allá de la mordacidad recurrente en su trabajo, cruzado siempre por una ironía que se tiñe de sordidez y de tragedia, la coherencia de su trayectoria viene dada por el retorno periódico a un puñado de conceptos básicos.
Digamos que parto de una hipótesis: el cuerpo grotesco y la estética de lo carnavalesco son basamentos conceptuales que establecen una continuidad en la obra de este artista. Junto a esos conceptos reverbera, en ocasiones, un componente dosificado de masoquismo que aporta matices inconfundibles a sus performances, vídeos y objetos. Por esta vía se conjugan en su obra la eficacia del hecho artístico y la puesta en escena del dolor y del castigo autoinfligido.
El trabajo de Labat es pródigo en ejemplos estructurados sobre variantes del cuerpo grotesco y de lo carnavalesco: ello se evidencia en la atención a esas regiones anatómicas en las que el cuerpo fluye, se expande y se conecta con su ámbito circundante, y en la decisión de incorporar las emanaciones corporales (heces fecales, sudor, sangre, aliento) de seres humanos o de animales. En ocasiones el artista se vale de manipular excrecencias que, como las uñas, prolongan las fronteras físicas del ser. Y en un número de obras, ciertas funciones fisiológicas y potencialidades físicas de la anatomía del artista (respirar, defecar, retener el aliento) se privilegian, llegan a definir al cuerpo en el momento de la creación y quedan indeleblemente impresas en el artefacto artístico.
En varias de estas obras Labat conforma una atmósfera que habla de burla e inversión de las normas –culturales, sociales- establecidas. Ello es síntoma de la interiorización en su trabajo del tiempo de carnaval: de un tiempo de liberación y de cambios, que implica el triunfo de “las cosas ‘al revés’ y ‘contradictorias’”, y las “permutaciones entre lo alto y lo bajo, lo noble y lo grotesco”; es el momento cuando se impone la risa sarcástica, destructora y renovadora, que escarnece “aun a los mismos burladores” (1).
La obra de Labat, sobre todo en su etapa más temprana (1975-1980), se inscribe en un clima internacional que estalla a partir de los años cincuenta, como crítica incisiva a las prácticas vaguardistas (2). Durante los sesenta recobra fuerza plena la tradición del grotesco en el arte y la cultura de Occidente; de Piero Manzoni a John Latham a Fluxus, esa tradición suma capítulos muy célebres a partir de este momento y es extendida luego con las experiencias del arte del cuerpo y de procesos. Cuando Tony Labat realiza sus primeras obras significativas, en Estados Unidos y a mediados de los setenta, todo este linaje europeo-estadounidense será para él un punto de referencia ineludible. Pero también pesa sobre él otra tradición, de importancia primordial para su identidad: la cultura cubana de la cual él proviene, y en la que se forma hasta su primera adolescencia. Al emigrar de La Habana a Miami a los quince años, el último día de 1965, Labat carga con elementos del sustrato cultural y artístico cubano. Y como se verá, ese bagaje incluye el componente explosivo de lo grotesco y lo carnavalesco.
EN MIAMI, AÑOS SETENTA
A mediados de la década del setenta, cuando aún estudia en el Miami Dade Community College, Tony Labat comienza a interesarse por el arte conceptual, y experimenta con medios y materiales no tradicionales. De ese período es First Lesson (ca. 1975), instalación concebida para una vitrina adyacente a una ventana, en un edificio de la escuela mencionada arriba. La obra incluye varios rasgos reiterados en su quehacer a partir de entonces: se concibe para el entorno arquitectónico particular donde será instalada; requiere de una metodología que se basa en la recolección y preservación de materiales u objetos; vincula el fenómeno de la producción artística a la repetición de una función fisiológica más o menos predecible, aunque –por esta vez- no del todo controlable por el artista; convierte la excrecencia resultante de esa actividad fisiológica en materia esencial del trabajo.
Para realizar esta pieza Labat recogió en bolsitas plásticas transparentes, durante varios días, la mierda de su perro, y una vez que contó con aproximadamente una decena de estas muestras las situó, colgadas con hilos, dentro de la vidriera mencionada. El resultado es una estructura de composición abstracta que recuerda, a nivel visual, la estética geometrizante del arte minimal, como si se tratase de una escultura vagamente inspirada en la idea de la retícula tridimensional.
Tanto el plástico de las bolsitas como el cristal de la vitrina magnifican el reflejo de la luz y mantienen en la obra un intercambio constante de brillos, luces y sombras. Sobre esas superficies diversas y pulidas los espectadores verán constantemente proyectada y metamorfoseada su propia imagen. Esa imagen surge mediatizada por la presencia del excremento: los reflejos son filtrados a través de tal materia orgánica, único acento de color en el objeto. La transformación continua del excremento es parte de la inestabilidad congénita de la obra; con su organicidad, la mierda provoca que First Lesson apele no sólo a la vista sino también a otros sentidos, en especial al del olfato. El olor, además de fuerte y desagradable, permite resaltar el carácter cambiante, vivo de esta instalación, y subraya el contraste entre un artefacto definido visualmente por la abstracción y por materiales de apariencia industrial –plástico, cristal- y el proceso de decadencia física, de corrupción irrevocable que se convierte en parte inseparable de la existencia de ese mismo objeto.
EN SAN FRANCISCO, DESDE 1977
La idea del vuelo, del viaje como metáfora de la experiencia migratoria, aparece ya desde el título en Solo Flight, nombre con el que Tony Labat designa un grupo de obras realizadas en el San Francisco Art Institute (SFAI) durante el año 1977. Este conjunto reúne los primeros escarceos del artista con el vídeo, y presenta reiteradamente al propio Labat ejecutando acciones frente a la cámara.

Uno de los segmentos de Solo Flight se titula “Pinga, culo, teta, bollo”. La secuencia de sustantivos designa, en el español más vulgar hablado en Cuba, partes anatómicas inseparables del cuerpo grotesco: áreas asociadas por igual con la sexualidad y con las propiedades del cuerpo extendido, ramificado –el falo, los senos- y en comunicación con el mundo exterior –el ano, la vagina. En el vídeo Labat escribe estas palabras en la pizarra de un aula o sala de conferencias; primero en español, y después traducidas a un inglés procaz. Con actitud profesoral, el artista se concentra en enseñar, mediante la repetición en alta voz, cuidando la pronunciación correcta y la traducción literal de los vocablos. Todo ocurre frente a un público imaginario, nunca captado por la cámara.
En esta obra, el grotesco es inseparable de la condición extranjera de Labat, y no sólo por el uso de vocablos recurrentes en el chiste cubano de la calle, en un tipo de humor vernáculo y francamente grosero. El personaje del vídeo personifica, con su acto de comicidad chocante, al sujeto trasladado de una cultura a otra y que se otorga a sí mismo el papel de traductor-mediador entre dos culturas. La yuxtaposición de ambos idiomas en la obra, el ir y venir del uno al otro, crea una estructura de contrapunteo que es esencial para el significado dialógico de esta pieza. “Pinga, culo…” es la obra de un exiliado, tal y como ese sujeto fue definido por Edward Said: un hombre sintonizado al menos con dos culturas, consciente de ambas, “and this plurality of vision gives rise to an awareness of simultaneous dimensions, an awareness that…is contrapuntal” (3).
Otro de los segmentos de Solo Flight, “Perico”, parte igualmente del cuerpo grotesco, esta vez en un performance que usa la anatomía para elaborar una metáfora sobre problemáticas sociales de mayor amplitud. La obra alude al fenómeno de la expansión del tráfico y consumo de drogas en Miami durante los años sesenta y setenta, y se apoya en la experiencia personal de Tony con la subcultura de la droga. Es oportuno recordar que la primera década (1966-1976) vivida por Labat en Estados Unidos –específicamente en Miami- coincide con lo que se considera, en estudios sobre el consumo de drogas en este país, como “a period of a national epidemic”, un momento localizado entre 1967 y 1973. Labat, por su edad y por la fecha de su arribo a Miami, coincide plenamente con el segmento de la población miamense que resultó afectada con mayor fuerza por esa “epidemia” (4).

En “Perico” (el título repite el nombre con el cual se designaba en una época a la cocaína, en las calles de Miami) aparece Labat frente a la cámara, y se muestran fragmentos de su cuerpo: tronco, abdomen, brazos y manos. La mano izquierda se ve primero y domina la imagen, llamativa por la uña muy crecida del dedo meñique. El regodeo en el dedo y su uña, prolongada más allá de lo usual, nos remite de nuevo a las ideas de Bajtin sobre la imagen grotesca del cuerpo, a la importancia de “all that seeks to go out beyond the body’s confines…the shoots and branches,…all that prolongs the body” (5). En el vídeo, la uña es cortada a ras por el propio protagonista, con una tijera. Ese corte abrupto tiene otras implicaciones, si pensamos en la uña alargada como instrumento para el consumo frecuente de cocaína. El personaje del vídeo, al separarse de su uña ante la cámara altera –al menos momentáneamente- el vínculo directo entre su cuerpo y ese mundo de adicción y de disfrute ilegal. Con su anatomía grotesca, sujeta al cambio y a la regeneración, el cuerpo del individuo refiere a un síntoma crítico del cuerpo social.
De “Perico” a otras experiencias más espectaculares, la anatomía del artista se convierte en territorio donde la representación del castigo corporal se conjuga indisolublemente con el efecto estético. El recurso de cultivar, con diversas gradaciones, una imagen que perfila su cuerpo en un estado vulnerable a las punzadas de la humillación y de la crueldad, se convierte en un aspecto inseparable de su apuesta creativa.
Puede afirmarse que su trabajo –desde un espacio obviamente controlado por la preeminencia de lo artístico- se apropia de recursos que invocan, en relación subordinada, a lo masoquista. Hablo del cuerpo que Labat representa en vídeos o directamente en sus performances, relacionado con instrumentos y con objetos diversos, a veces en complicidad muy animada con los espectadores o con otros performers: el cuerpo de rostro enmascarado al cual se le lanzan pasteles distribuidos por el propio artista; el cuerpo de atleta entrenado para llegar a cruzar golpes en el ring con un boxeador profesional; el cuerpo que usa el martillo, en una de sus manos, para clavar una uña de su otra mano al piso; el cuerpo que despide llamas y humo por la boca, en el papel de tragafuegos; el cuerpo del personaje en escena en Black Beans…, quien ata a sus testículos un objeto cuyo peso provoca dolor e incomodidad. Hilvanada en la textura de su obra, la imagen que se nutre en parte de representaciones de lo masoquista contribuye sin dudas a reforzar su propósito de repudiar convenciones, de burlarse de leyes, autoridades y principios aceptados en la sociedad en general y en el espacio del arte en particular.
Aunque entrelaza reiteradamente lo corporal con asuntos de trascendencia social y política, el discurso de Labat se mantiene en una zona de ambivalencia: “Perico” no adelanta juicio alguno. En última instancia es una reflexión autobiográfica, la de un individuo mudado recientemente de Miami a San Francisco, quien mientras se traslada explora su propio ser y altera su físico en sintonía con la mudada entre espacios sociales y culturales diferentes -espacios en los que su propio sitio en la sociedad parece incierto, todavía por definir.
El enfoque en las uñas como excrecencia del cuerpo grotesco es una idea retomada en Red Nail (1977), performance que tiene lugar en el Museum of Conceptual Art (MoCA) en San Francisco. La continuidad entre esta obra y “Perico” comienza por la atención de ambas a la uña crecida en extremo. En los dos casos la acción de separar la uña del cuerpo tiene un carácter simbólico, ritual, indicativo del tránsito entre etapas diferentes en la vida de Labat, tanto en la esfera social y profesional como en una dimensión íntima, privada.

Red Nail fue el colofón de un período durante el cual Tony Labat se ofreció para trabajar en el MoCA. El artista Tom Marioni, fundador y director de esa institución, aceptó la oferta y le dio empleo, encargándole tareas menores de mantenimiento y limpieza en el edificio sede. Al cabo de varias semanas Tony pidió realizar su performance con la condición de tener a Marioni como único espectador. El punto climático de la acción llegó cuando Labat, arrodillado ante Marioni, clavó –usando una puntilla y un martillo- la uña de su dedo meñique de la mano izquierda en el piso de madera del edificio, para proceder de inmediato, con un gesto súbito, a arrancar esa misma uña, tirando de ella con fuerza: parte de la uña, al separarse del cuerpo, quedó sujeta en el piso, y otra parte se mantuvo apenas encarnada en el dedo. Una vez más, la acción de “podar” el cuerpo grotesco trasciende la interpretación unívoca: es, de un lado, ceremonial de sacrificio (tal vez un “sacrificio” paródico, burlón) ante la figura de Marioni, investida entonces con el poder de la más alta jerarquía del arte conceptual. Y es, por otra parte, un gesto que ubica el hecho artístico en la zona donde convergen el placer estético y el dolor. Clavo y martillo, con su afinidad potencial al acto de tortura física, magnifican el sesgo masoquista de la obra.
El título, además, plantea un juego de palabras (nail, en inglés, significa a la vez uña y puntilla) y sugiere la proximidad, hasta lo indivisible, del cuerpo abusado y del instrumento de tortura: lo rojo, la sangre vertida al arrancar la uña de la carne, queda lingüísticamente en un espacio ambiguo: tiñe por igual a la uña y a la puntilla.
Black Beans and Rice (New Langton Arts, 1980), es un complejo performance que clasifica entre los trabajos más influidos por el teatro en la obra de Labat. Durante sus tres actos y casi una hora de duración conjugó cine —se proyectó Por primera vez, documental cubano de 1967, dirigido por Octavio Córtazar— (6), música en vivo, gracias a un grupo de dos instrumentistas que interpretaron un repertorio de lounge music, y –en un toque circense, aunque también como referencia al buscavidas de la calle- contó con la actuación de un tragafuegos.
Desnudo en el escenario, Labat mostró su cuerpo embadurnado de pigmento negro. Permaneció de pie sobre una estructura precaria, hecha de apilar colchones encima de un bote, el cual a su vez descansaba a duras penas sobre balancines de sillón. Durante unos quince minutos el artista habló por teléfono con su madre, quien desde Miami le dictaba una receta, mientras la conversación era amplificada al público del teatro. Dialogaron sobre un plato típico de la cocina cubana, el llamado “arroz congrí”. En español, la madre explicaba los ingredientes y la manera de combinarlos, mientras Tony traducía todo, simultáneamente, al inglés.

Concebida a raíz de la emigración de miles de cubanos hacia EE.UU. desde el puerto del Mariel, hecho acaecido ese mismo año, Black Beans… usaba el bote para referirse a esos recién llegados, y comentaba al racismo conque fueron recibidos. La obra ponía en escena las vituperaciones vertidas (tanto en La Habana como en Miami) sobre estos nuevos inmigrantes cubanos, quienes provenían de sectores sociales muy diferentes a aquellos representados años atrás en la película Memorias del subdesarrollo por Sergio y sus allegados: entre quienes arribaban en 1980 desde el Mariel predominaba la gente de clase trabajadora, y se contaban gran número de negros y mestizos.
El cuerpo de Tony se convertía en vehículo del grotesco más espectacular: además de su desnudez y de su “negritud” artificial –esto último, un recurso teatral racista con larga tradición en la comedia bufa de Cuba-, Labat exhibía, atado y colgado de los testículos, un gran globo de cristal, una de esas esferas que sirven a un tiempo de adorno y de lámpara en discotecas y clubes nocturnos. Ese objeto se transformaba en fuente de un efecto estético inseparable del dolor del personaje en escena: sólo gracias al castigo de los genitales podía el objeto cumplir su función de reflejar y multiplicar la luz. La frivolidad del mundo de brillos efímeros, música y diversión nocturna evocado por la esfera, se adhería como un lastre al cuerpo “negro”, desnudo y abusado. Entre la fuente de luz y el cuerpo se forzaba una conexión tangible, extendida al espacio situado más allá del escenario. Cuerpo y objeto terminaban por confundirse ante los ojos deslumbrados de los espectadores.
Unos diez años después, en 1991, Tony Labat realizó War (promesa). Al igual que Black Beans…, War… se concibió como respuesta inmediata a un conflicto o episodio político particular. Y también como un comentario ácido al medio pictórico, sobre todo al concepto -muy arraigado- que identifica estrechamente lo artístico con una tela estirada sobre un bastidor y cubierta de algún pigmento.
War… fue creada en un período de aproximadamente un mes (17 de enero al 27 de febrero de 1991). Durante ese lapso una “coalición” militar comandada por Estados Unidos y con mandato de Naciones Unidas, lanzó la operación bautizada por el Pentágono como Tormenta del desierto.

War… se inspira, como se advierte ya desde su título, en la idea de la “promesa”, un concepto muy arraigado en la religiosidad popular cubana, del catolicismo a las prácticas sincréticas. La promesa implica un ruego del creyente a la divinidad, siempre acompañado de un compromiso: el prosélito promete repetir periódicamente algo, o completar una acción específica en un plazo indicado (días, meses, años). De este pacto íntimo basado en la fe resultan acciones de carácter ritual, las cuales pueden asumir la forma de la penitencia, la privación o incluso la autoflagelación. Al manifestarse como castigo corporal autoinfligido, la promesa se ubica en un territorio de dolor físico afín a la práctica artística de Labat.
En este caso, la promesa del artista -un compromiso consigo mismo que asumirá el tono de la penitencia- se origina como reacción a la guerra; la obra es un ruego por la paz, por el fin de las hostilidades. Concretamente, Labat renunció a usar el inodoro de su cuarto de baño durante todo el tiempo que durase el conflicto; en particular, se comprometió a no defecar en la taza. Prohibido el uso del inodoro, sus heces fecales serían depositadas entonces en lienzos estirados sobre un bastidor, en telas blancas, vírgenes, uniformes (cada una de ocho por diez pulgadas). Sobre la tela, ese excremento se convertiría en “pigmento”, en material extendido –Labat utilizaría para ello las espátulas y cucharas propias del dulcero- en una capa delgada. Las telas serían luego puestas a secar y finalmente –agraciadas con todos los atributos visuales que caracterizan a una pintura abstracta, monocromática, quizás de orientación matérica- barnizadas y listas para ser exhibidas. Con estas premisas se llevó a cabo un ritual del que resultaron unos 200 lienzos. El número confirma la importancia de la “reiteración” (7) como elemento estructural de la pieza. Cien de estas telas constituyen una instalación de pared, investida visualmente de la monotonía propia de la retícula minimalista.
El resultado de esta promesa es un gesto que coloca en planos paralelos la acción de defecar -con sus resultados-, y la tarea de producir un tipo de arte asociado a la noción tradicional de pintura –es decir, la noción del lienzo estirado sobre una estructura ortogonal y cubierto con algún pigmento. Es un gesto ambivalente: una interpretación apresurada podría limitar el alcance de War… a la idea de que cagar y pintar -o de que mierda y pintura- son conceptos equiparables, intercambiables. Ello es sin dudas parte de lo que la obra se propone transmitir. Pero el trabajo sugiere mucho más: reafirma de manera especialmente escatólogica –y con visos de romanticismo- la existencia del arte como un espacio autónomo, un área controlada plenamente por el artista, quien una vez allí será capaz de llevar a cabo sus propósitos (sus promesas) con cualquier medio, y aun rodeado de las más graves circunstancias sociopolíticas.

Utilicé al comienzo de este ensayo un símil de seguro insuficiente: proponía pensar la obra de Labat como se piensa un territorio de geografía accidentada e irregular; me preguntaba incluso si podría tratarse de una isla. Otra posibilidad, también insuficiente, sería imaginar su trabajo como quien visualiza un gran cuerpo vivo y extendido: quizás como un cetáceo que, luego de completar una y otra vez el viaje de ida y retorno entre las profundidades y la superficie, termina por llevar sobre sí, aferradas a los relieves de su piel rugosa y oscura, toda clase de adherencias. Ese cuerpo enorme sale a la luz de tanto en tanto y le vemos brillar, cubierto de otros seres igualmente vivos: de algas y peces, de residuos de plancton, de gaviotas y animales parásitos. O tal vez notamos, entre cristales de sal, ristras de sargazos y resaca de naufragios, que trae la huella de uno que otro encuentro violento: la hincada del arpón quebrado, o las estrías de una dentellada enorme y todavía fresca. En definitiva, puede que la imagen menos confusa sea una que conjugue, como en ciertos mitos, ambas cosas: esta es la isla que se hunde con sus árboles y sus montañas para reaparecer de pronto a respirar, entre olas y chorros de vapor, trayendo consigo desde lo hondo mucho de lo bueno y de lo malo, de lo feo y de lo bello que hay en el mundo.
*Texto publicado en la revista Artecubano, 3/05
Notas:
1 Augustin Redondo. “Tradición carnavalesca y creación literaria. Del personaje de Sancho Panza al episodio de la ínsula Barataria”. En: Bulletin Hispanique 80, 1978. pp. 40-41.
2 Paul Wood. Conceptual Art. Delano Greenidge Editions. Nueva York, 2002. pp. 16-27.
3 Edward Said. “Reflections on Exile”. En: Out There. Marginalization and Contemporary Cultures. Eds. Russell Ferguson et al. Nueva York: The New Museum of Contemporary Art, 1990. pp. 362-366.
4 J. Bryan Page. “Streetside Drug Use among Cuban Drug Users in Miami”. En: Drugs in Hispanic Communities. Ed. Ronald Glick y Joan Moore. Nueva Brunswick y Londres: Rutgers University Press, 1990. p. 170.
5 Bajtin, Mijail. Rabelais and His World. Bloomington e Indianápolis: Indiana University Press, 1984. p. 316.
6 Michael Chanan. The Cuban Image. Londres: BFI Books, 1985. pp. 11-15.
7 Gilles Deleuze. Sacher-Masoch. An Interpretation. Londres: Faber and Faber, 1971.
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