Julio Lorente

Un mojón escultórico y enorme, fue expuesto en la Saatchi Gallery en el 2004. La obra, titulada Indigestión II y firmada por el artista chino Liu Wei, supuso un escándalo trastocado por el glamour galerístico que puso incómodo hasta el mismísimo Charles Saatchi, magnate acostumbrado a hacer y deshacer sin dar tantas explicaciones. El desacato no pasó de ahí, y la contemporaneidad, como siempre, pasó página entre champagne, risas y cifras. 

La mierda como materia prima, real o simbólica, no es ajena al mundo del arte. Basta recordar la Mierda de artista (1961),donde Piero Manzoni empaquetaba sus propias heces en pequeñas latas, las cuales vendía por un gramaje cotizado por el mercado del oro, o el vienés Gunter Brus, que durante la acción collective Arte y Revolución (1968), defecaba mientras cantaba el himno nacional, acción que le valió seis meses en la cárcel -Ángel Delgado protagonizó una versión tropical, solo que el periódico Granma era esta vez la diana escatológica, y también le costó seis meses en “el tanque”, pero la Habana no es Viena. La mierda, como metáfora o símbolo per se, puede rebasar los límites del discurso y volverse un juicio de valor (1).

Si Liu Wei presentó una caca enorme con la naturalidad y la gracia que recuerda aquellos objetos-fetiches inflables y también enormes de Claes Oldenburg, no queda más opción –huyendo del maniqueísmo en la medida de lo posible- que asumir la ironía o la frustración, pasando por encima de un variopinto catálogo de reacciones humanas, como caminos expeditos para acercarse al arte contemporáneo. Según Fernando Castro Flores: el artista contemporáneo ni siquiera tiene que ser muy astuto o tener un talento singular, basta con estar al corriente de la estrategia comunicativa, tener pocos escrúpulos y, como proclama la ética del trabajo contemporáneo, ser muy flexible. ¿Sería justo pedirle al mundo contemporáneo y a los magnates que diseñan sus contenidos, un mecenazgo de calidad como el del Quattrocento italiano, escrutado por Gombrich en Norma y Forma? Cosa fútil en un contexto que ha sustituido calidad artística, grosso modo, por celeridad y mercado.

Precisamente en esos espacios galerísticos de hoy, donde el chiste, el palimpesto, la cita o una pintura excesivamente estigmatizada por sus referentes, acompañados de un buen brindis, crea un confortable environment donde la interpretación cede ante la fría operatoria de la caza del marchand, galerista, dealer o bussinesman que ponga a la obra y/o artista, en el radar de las operaciones bursátiles, vale de muy poco dilucidar la trama. Si el dilema mercantil y la plusvalía que genera es un síntoma de valor y calidad en una obra de arte, entonces Marx tendría más razón que un Donald Kuspit, y Wharol sería un profeta neurálgico al advertir que deberíamos de colgar en la pared, en lugar de la obra, el dinero que cuesta la misma.

Miguel de Unamuno decía sentir pena por los pueblos unánimes. Y por ese rosario de galerías, coleccionistas y otros espacios artísticos, también unánimes, que promueven un tipo modélico del artista contemporáneo, ¿se podría sentir pena? ¿O el cinismo es hábilmente profiláctico para desechar la gravedad y promover el after party? De ser así, ferias y bienales, bien podrían ser parques temáticos, artilugios tecnológicos, encefalogramas lineales donde el valor de cambio es la higienización/anulación de los contenidos conflictivos del mundo.

Jueguito en el traspatio

En la cargada tropósfera cubana after 59, la siempre fiel isla de Cuba – como la llamaba Arango y Parreño- ha gravitado alrededor de un epitafio: Dentro de la revolución todo; fuera de la revolución, nada. De ahí los procesos de oclusión al mundo que ha padecido cíclicamente el arte cubano.

Los ochenta fueron el descubrimiento del agua tibia, pero agua al fin para refrescar una isla de utopía coagulada. Pero ese “vamos a comernos el mundo” pierde ante la mordida definitiva de Saturno, quien no tolera que se añore el pasado y mucho menos que se piense en otro futuro que no sea el que habita en las consignas. Finalmente, los ochenta, se vaporizaron bajo el sofocante vapor del trópico y una generación, casi completa, pasó a engrosar esa bestia de retazos conocida como exilio. Lupe Álvarez anunciaba la reinstauración del “paradigma estético”, eran los noventa. La vuelta al oficio era un tiro de gracia al conceptualismo ochentiano en ese afán progresista de las generaciones por sepultar a las predecesoras para conformar, en sí mismas,  espacios herméticos de autolegitmación. Llegaba por primera vez el mercado artístico con el fulgor de las tres carabelas de Colón, solo que los caciques en vez de regalar tabacos proponían pinturas, objetos y artefactos donde lo retiniano estaba en función de vender ideas. Insertarse en el mercado, aparte de la opción inmediata de calmar las tripas en medio de un tiempo tan lúgubre y famélico, daba, también, la opción plausible de soñar en medio de un apagón.

¿Qué es hoy del arte cubano contemporáneo? Polémicas van y polémicas vienen en el internet, en una suerte de Cuba subterránea y virtual que alcanza un improvisado espacio democrático no sin el asecho de la coerción y al margen de los aquilatados megas.

 Por ciertos marasmos o taras históricas, los cubanos arrastramos una incapacidad crónica para llegar al consenso, quizás por padecerlo como corsé. Por eso el mercado del arte en Cuba es un eufemismo que fluctúa entre la incompetencia institucional y la gestión de linces que ponderan la estrategia por encima de casi todo, haciéndose con contactos al precio que sea necesario. Las concesiones tras bambalinas marginan ideales, amistades y cualquier “traba ética” en el camino de alcanzar la gloria. Como me dijo un día, en una fiesta de poses y ardides en una mansión de El Vedado, uno de esos linces: aquel yuma compra con ping… éntrale con un buen tabaco. Supongo que el rito ofertorio de  regalar un tabaco sigue validando a través de los siglos, para bien o para mal, el primer contacto con el “colonizador”.

Solo cuando exista una buena y articulada respuesta institucional hacia el arte y los artistas, sin mediaciones ideológicas o de relaciones de poder, y cuando la gestión privada tenga, mayoritariamente, más de cosa nuestra que de cosa nostra, es que se podrá establecer un balance justo entre cantidad y calidad. Aunque esta apreciación  raye en lo ingenuo. El caballo de Troya conocido como institución Arte, es un fetiche presto a derribar cualquier muro para desovar un ejército de collectors  ávidos de cromatismos y actitudes impersonales que no problematicen el parnaso del arte contemporáneo, o el de su doble. Arte contemporáneo que mete muchos mojones, que en el hablar marginal de Cuba se traduce como cometer muchos errores, intencionales en ocasiones. En mis recurrentes sueños (o pesadillas) cuando alguna tumba museable arde en llamas, sigo salvando el Detector de ideologías de Lázaro Saavedra que, saltando la ironía política, bien podría ser el detector de mierda cualitativo de Hemingway. Artilugio necesario en un mundo rodeado de agua y mojones por todas partes. 

Nota:

(1) En el año 2003 el colectivo Los Carpinteros, llenó el espacio de la planta baja del Museo Nacional de Bellas Artes de esculturas que reproducían heces blandas bajo el título Fluído. (nota de la Editora).

Fluído