Elvia Rosa Castro

Si me dieran a escoger, de seguro no tendría reparo en apuntar la década del cuarenta como la más rica y polifacética del artista. Ahí se le observa ecuménico, democrático, no sólo en sus escenarios de significantes: retratos, escenas costumbristas, bodegones, bacanales, sucesos religiosos; sino en los sujetos “representados”: su hermano Aníbal, Juan Marinello, Rodríguez Feo, Lezama Lima. El hombre-artista lidiaba con hombres de procedencia diversa, sin que en ello notáramos trauma alguno. Puede parecer ingenuo lo que acabo de decir pero sabemos que en esas lides no suelen existir camaraderías, ni tolerancias o protocolos: ni en la farándula política ni en la artística.



Lejos de él, el sectarismo reduccionista. Todo lo contrario. Tal se manifestó en sus formas, desprejuiciadas, sin ruborizarse de su origen bastardo, manifestando la paternidad de cada una en su afán de no aparentar. Inclusivista cabal, sabedor de que la cita, “contiene –según Deleuze– una potencia positiva en la medida en que niega el original y la copia, el modelo y la reproducción”. Sabedor también de que estaba derrumbando el binarismo platónico. Ansiedad canibalística que llegaba hasta la autorreferencialidad, de los bocetos a las obras y viceversa y también en ciertos personajillos que se me antojan muy parecidos: la mujer en segundo plano de “La hebra”, con la vara de tender en sus manos y la que libera “La paloma de la paz”.

La hebra

Tomaba, hipotecaba, usurpaba, trocaba, como en época fenicia, usufructuaba y devolvía, jugaba con los saberes existentes sin bochorno, de manera golosa, sin padecer la “angustia de las influencias”. Escudriñaba con la impaciencia y al mismo tiempo, la serenidad del arqueólogo. El constante recambio que se advierte en sus obras constituye un enrumbamiento hacia un absoluto que desdeña lo nuevo como criterio de validez y aquí es aparatosamente antimoderno. Hacia un absoluto que en su eterno fluir, en su trasiego, no existe en cuanto tal. Eso lo conoce el artista a la perfección y se refugia en un color inédito, sólo de él, “ajustado a las mil maravillas a lo que pinta”.

Eduardo Abela expresó, en pocas líneas, algunos criterios interesantes sobre Mariano que no se reducen al que acabo de citar. Fue muy preciso en lo concerniente al tratamiento de la mujer:

De nosotros es quien mejor ha sabido poner en cuadros mujeres de sana y palpable feminidad. Es lo mejor que puedo decir de él, y no es poca cosa. Su madurez en la concepción de la mujer es su aporte fundamental a nuestra pintura. Sus mujeres no son ingenuos proyectos de féminas, no son esfinges inaccesibles, no son sólo máquinas fabricantes de placeres sexuales, no son sólo agradables objetos decorativos: son mujeres, simplemente (13).

No se equivocaba el pintor, mas se quedaba a medio camino. La obsesión por las féminas denunciaba un mundo enteramente misógino y la entrada de ellas anunciaba, a su vez, el equilibrio del universo. Pero más que la concepción de la mujer como una suerte de alter ego, incluso del propio artista, por qué no, la ganancia de Mariano Rodríguez está en el color y su aparente anarquía (“El gallo pintado”), el desparpajo con que lo usa y rehúsa. Manejos que se han convertido en “fijeza clásica”. Si hoy mismo hablamos de Mariano como un clásico es, por encima de todo, debido al dominio de su color. Nótese que digo “su”. Por fuerza, debo disentir de Abela: es precisamente en el dominio de esta cualidad ¿visual? donde el autor de “La Catedral de La Habana” se corona y blande el cetro, superando sí, a muchos de su época. Como quien supiera todos los misterios o secretos del color, como si pudiera chantajearlo, llevándolo y trayéndolo a su antojo. (Permítaseme una digresión: pensaba y no paraba de pensar por qué Mariano había desestimado al caballo (14) en favor del gallo. El primero portaba tantas o más aptitudes volumétricas que este. Era igual de vigoroso y hermoso. Además, es veloz. No entendía yo, lo juro, hasta que llegué al color como criterio, si no de verdad, al menos de verificabilidad. El gallo soporta todos los colores. Vendrá en mi ayuda Guy Pérez Cisneros (15).

El gallo

No tomemos por azar el hecho de que el más regio de nuestros críticos haya intitulado un artículo suyo sobre Mariano hurtando una frase al Arcipreste de Hita: “…Traía las manos tintas de la mucha cereza”.  No existe expresión más exacta y bella, sencillamente preciosa y sintética. Lezama, por su parte, escribiría el suyo apuntando al inicio, “Todos los colores de Mariano”. Qué se puede esperar de un ser, como Mariano, inteligente, instruido, rodeado de un grupo que creyó en “la imagen como una fuerza tan creadora como la semilla. La imagen operante en la historia, con tal fuerza creadora como el semen en los dominios del resurgimiento de la criatura”. (16)



O, deslumbrado por Cezanne, tomara para sí el cometido que aquel se había inventado, como en estado de gracia, cuando en carta a Emile Bernard el 23 de octubre de 1903 le espetaba, soberbio: “Os debo la verdad en pintura y os la diré”. De esta confesión axiológica no sólo vendría un ensayo como La verdad en pintura, de Jacques Derrida, sino la summa del credo de Mariano, quien se encontró, cara a cara, con la obra del pintor francés en octubre de 1944, durante una visita al Museo Metropolitano de New York.



Activo en un tiempo que, a pesar del tedio en cuanto a sensibilidad epocal, era un hervidero cultural desde el punto de vista editorial y del movimiento de las ideas, a Mariano le rodeaba un ambiente propicio al cultivo de la bildung y la socialización de  los saberes. En el plano institucional se fundan la Universidad Central de las Villas y años más tarde la Universidad Católica Santo Tomás de Villanueva. También se funda la Sociedad Cubana de Filosofía con una revista homónima entre los 30 y los 40. La proliferación de revistas posibilitó la circulación de las ideas y la difusión de los estudios socioculturales, además de otro tipo de creación como la poesía y la plástica por ejemplo. Los canales por donde estos temas se circularon fueron disímiles, muchos elitistas y otros más populares como la revista Bohemia, en la que escribían Jorge Mañach, Emilio Roig de Leuchsenring, Juan Marinello, Fernando Ortiz y Mirta Aguirre, entre muchísimos más que, junto a estos, colaboraban en las revistas de la época.

Verbum, Grafos, Espuela de Plata, de cuya dirección Mariano formó parte, Nadie Parecía, Orto, allá en Manzanillo, dirigida por Manuel Navarro Luna, casi olvidada por la historiografía siendo una de las revistas de mayor duración en el país; las revistas Ultra, Orígenesy la Bimestre Cubana atizaron los carbones del hervidero. Y hombres de altos quilates dejaron sus más caras ideas en ellas.

La Filosofía de la Cultura, la Filosofía de la Religión, el intuicionismo irracional, el fideísmo, el racionalismo crítico, el marxismo y los estudios afrocubanos se vieron expuestos a través de las plumas de Varona, Medardo Vitier, Luis A. Baralt, Humberto Piñera Llera, Rosario Rexach, Luis de Soto, Elías Entralgo, Rafael García Bárcena, José Lezama Lima y María Zambrano, unidos a otros y a los ya mencionados arriba.

Para rematar, fueron publicados en 1943, La isla en peso, de Virgilio Piñera, y, de Jorge Mañach, Historia y estilo, en 1944. Además, estaba muy de moda la Revista de Occidente, liderada por el teórico y filósofo Ortega y Gasset, y que publicaba ensayos de primera, que infelizmente no han sido bien evaluados en nuestra ínsula.



Con este panorama, sería injusto pedirle algo más, ¡por Dios!, a una década fastidiada, que nadie diría cansada.

En ella, Mariano va a estar enfrascado en verificar que la cosa sea adecuada al asunto, tomando prestada una frase de Poussin. De ahí que cambiara tanto, se atomizara, creando microcosmos, como si estuviera dominado por un súbito constante, como si el tiempo fuera una dimensión que apenas le asistiera: daba saltos, diría Eduardo Abela refiriéndose a la obra de Mariano. Yo diría, utilizando un término en boga y más exacto, que su pensamiento era rizomático, transversal, viral. Se opera en él un cambio de perspectiva inédito en la ínsula en cuanto a actitud frente a la creación. Siguiendo esta lógica se puede afirmar que, contrario a otros artistas –término moderno hasta la médula– su proceso es inverso: sus figuras, objetos, etc. son metáforas de su pintura y no viceversa. Son un pretexto, una pura coartada lingüística. Ellas y ellos no representan absolutamente algo “concreto”. Representan, eso sí, única y exclusivamente, la representación. Y como esta es encubrimiento, un presentar detrás del cual se oculta algo, el pintor recurre a la desnudez en uno de los elogios y ardides  de retórica más profusos que se verifican en la cultura cubana. (“El beso” es aplastante en este sentido. No hay apetito en él, el hombre y la mujer poseen el donaire de una “presencia sin deseo”). Además, por qué no, se convierte en uno de los actos más heréticos que acusan a la pintura contemporánea de cualquier latitud: la desnudez como antimáscara, como exhibición del cuerpo humano en tanto perfección, como burla de la moralina reinante, ya de raíz católica, ya de raíz protestante (17). Con ello operaba uno de los giros más inusitados que pueda pensarse en un artista: la negación de todo el legado espiritual que le antecedió, como si estuviera repitiendo una y mil veces el Eclesiastés: todo es ilusión, vana ilusión. Mariano estaba, en palabras de Lezama, fingiendo el fingimiento. O, en las de Severo Sarduy, simulando la simulación. Representando la representación.Da la impresión de que no quisiera pintar y estuviera buscando infructuosamente un argumento que lo alejara de la pintura mientras, paradójicamente, más se adentraba y complicaba –de cómplice– en ella. O, por el contrario, que en su afán de demostrar la validez de su tesis, pintara desaforadamente, en un hado que nunca lo abandonaría.

Pero fíjense que no hay impudicia ni descaro en sus obras. No se trata de escenas cínicas en su antiguo sentido. Tal parece que no quisiera llamar la atención, como sí Diógenes en sus buenos tiempos. Reclamaría la mirada del espectador la inocencia de sus personajes. Nótese que digo de sus personajes, y no hablo de Mariano, quien para nada era candoroso. Existe en él una voluntad de desnudar, como efecto colateral, o mejor dicho, denunciar el carácter aparencial del mundo. Las máscaras que tanto proliferan en las cortes europeas y en la ópera china serían una metáfora de lo que digo. Los disfraces al que tanto apelaron los poetas trágicos griegos y también los comediantes. Y la apariencia es esencial.

En buena ley no sabemos si hay en Mariano esas preferencias epicúreas, inglesas y rousseauneanas por la evidencia de los sentidos o si nos quisiera dar una paliza en caso de dejarnos turbar por ellos, si ya Zenón nos había advertido de su contrasentido, de su engaño. Eso sí, no creo que haya algún intento de retorno a estados idílicos o edénicos en sus propuestas.



Y si continuamos con el ejercicio exegético: ¿no estaría descubriendo la hipocresía reinante con una obra que, gracias a la Modernidad se movía con lo códigos que ese mismo mundo imponía y aceptaba? Más aún, ¿no nos estaría haciendo un guiño oblicuo cuando representa a señoras y señoritas de buena educación en escenas rechazadas públicamente? En este punto es que Mariano se muestra abiertamente perverso. (Existen varias expresiones populares que encierran esta denuncia: “que te compre quien no te conozca”, y esta, que es mucho más irónica: “Te conozco, Mascarita”). Puedo ver la sonrisa.

¿Cómo se podía sobrevivir a esta tensión o, más exactamente, cómo se aprehendía esa tensión? ¿Cómo, volviendo al comienzo del ensayo, se puede ser un marginado en sus predios? Seré más radical: ¿existe realmente tal marginalidad?

Recordemos que se trata de una generación que convive, hastiada pero convive. Y generalmente son las reclusiones y la introspección las salidas más saludables. Esa cavilación no se da aquí en torno a la historia, demasiado áspera y mala anfitriona como para traerla de vuelta. El encierro aparece en Mariano y sus colegas como sería posteriormente el de Fina García Marruz, hacia el interior, hacia la cuna, hacia la casa y lo que en ella acontece. En este sentido Fina fue una origenista per se.

Porque en la casa parece que todo es bueno, incontaminado. Incluso aquellas bacanales o escenas pseudoeróticas –que no impúdicas, como en Carlos Enríquez–,  inspiradas quizás por “Tarde en Nápoles”, “Tres bañistas”, “El juicio de Paris”, de Cezanne. Sin embargo, las escenas de Mariano, en ocasiones de igual título (“Juego”, “Bacanal”, “Mujeres”, “Bañistas”), nos dicen: no es lo que ves, ni siquiera es lo que ves: nunca verás. No es la mirada de Mariano la de un voyeur, es la suya una ojeada medio drogada, enajenada, desinteresada, somnolienta, imperturbable. No hay pasión sino distancia, mesura. Mucho menos en las que se pretende ver una contraposición fetichista entre gallo y mujer. El artista invierte la relación: dentro de esta el gallo carga con las de perder en la medida en que la fémina es presentada como Alma Máter, regia, arrebujando (“Mujer con gallo”) o reprochando al animal, manso y casi impotente ante ella. O, por el contrario, la mujer se presenta inaccesible por imperturbable. Y estas condiciones son ganadas por su austera pero aplastante “aristocracia mental”.



Incluso en aquellos actos donde suele haber lucha entre sus personajes, prefiero la variante de Rousseau en el Emilio, en que la contienda es fuente de virtud: la virtud, en el caso de Mariano de hacernos quedar en ridículo todo el tiempo. De mofarse. En puridad, allí no hay lucha sino solidaridad y nobleza. Esta última y no otra es la condición vital de todas las figuras de Mariano. Deben ser nobles pues el color las hace estallar en su contención. Deben ser humildes para soportar sus vigorosos y exactos paletazos.

De ahí que sus escenas, al menos casi todas, parezcan actos suspendidos, presentados en cámara lenta y para colmo, la mar de las veces en primer plano, como si entre sus propósitos estuviera el que el espectador no se perdiera nada, y sobre todo para que descubra qué hay detrás de la imagen. O para que queden litografiadas en nuestra memoria. Veo esas piezas y es como si, de repente, estuviera ante un Douglas Gordon de los cuarenta, ante los “Cremaster” de Mathew Barney, o extraviada ante un Wong Kar–Wai, a los cuales, dicho sea de paso, miraré con otros ojos. El homólogo, en el ámbito de la pintura, de estos dos videastas y del director de In the mood for love, tiene por nombre Mariano Rodríguez. Y eso lo hace endiabladamente contemporáneo, posmoderno, ultramoderno y todos los adjetivos que luego vendrán.

Es más, si continuamos con la analogía del cine, podemos observar que Mariano realizaba bocetos en cantidades considerables. Incluso, existen dibujos firmados en fecha posterior a la realización de la obra sobre tela. En lo personal, me place pensar en sus bocetos y dibujos como especies de story boards, que no necesariamente narran, en tiempo lineal, una historia, y son independientes. En ellos, por separado,  se contiene todo. En ellos de verdad se explayan el movimiento, los matices, los guiños, el arrebato divino que asiste al artista por un minúsculo instante para, de súbito, dejarlo desolado, triste y pesaroso. Uno encuentra todo lo que se escapará en la foto fija que es la obra acabada. Pero en ninguno de los dos casos: en los que expone estrictamente la pintura,  o en sus dibujos, algo perturba las escenas, ni siquiera el tiempo con que contamos los espectadores para que sean consumidas las obras. Hay en ellas una parsimonia helénica que seduce al más recalcitrante. ¿Levitan? ¿Son criaturas abstraídas? ¿Por qué, incluso en “Mujer desnuda con florero y libro abierto”, “Lectura de Orígenes” y en la serie “Lecturas”–obra tardía–, esos seres siempre están en actitud natural (18),

Lectura de Orígenes

lejos de poses mentalmente engreídas? A los discípulos de Epicuro se les llamaba “filósofos de jardín”, por la costumbre que este poseía de impartir –verbo dudoso si de Grecia se trata– sus clases en la umbría. Si  a esta idea unimos la referencia lezamiana a la “botánica”, y la sensación de laxitud que acompaña las escenas de Mariano, podemos afirmar que son las suyas figuras de jardín. Existen a pesar de nosotros. Como el que practica un arte marcial de movimientos parsimoniosos, sin que podamos sospechar que uno de ellos pueda ser letal.

Quién va a desconfiar de un elemento cotidiano que ya no lo es porque está sublimado y ha mutado su valor de uso. Una pecera no será, ya más, un continente de agua y peces de colores, una jarra jamás dará cobija al agua o al vino por muy realista que sea la obra. Cuando algo es sublimado pierde su naturaleza corpórea, tosca y original para quedarse únicamente en valor o, más estrictamente, en metáfora.

Meyer Schapiro, quien, según mi opinión ha sido junto a Clement Greenberg el más certero en los estudios sobre el arte de la Modernidad, nos advierte:

Aunque los pintores no dejan de decir que el contenido no tiene importancia, curiosamente suelen ser selectivos en sus temas. Pintan sólo ciertos temas y sólo cierto aspecto suyo… Hay, en primer lugar, espectáculos naturales, paisajes o escenas urbanas contemplados desde el punto de vista del espectador relajado, el desocupado o el sportman; que valoran el paisaje principalmente como una fuente de sensaciones o efectos agradables…objetos manipulables que simbolizan un mundo exclusivo, privado, en el que el individuo está inmóvil, pero puede gozar libremente de sus propias sensaciones y estimularse por sí solo. […] Los contextos personales y estéticos de la vida profana condicionan ahora el carácter formal del arte. (19)

Esta arrasadora pero cierta afirmación de Schapiro, de hecho responde al dilema de la condición dual del artista moderno, y le viene como anillo al dedo a la generación de la que estoy hablando y claro que a Mariano, pero no olvidemos que lo doméstico posee para la familia de Orígenes unas tintas que salpicarían a todos los que le rodeaban: la casa y el árbol como estructura. La botánica, diría el poeta a propósito del autor de “Patio del Cerro”. En la deconstrucción del ambiente casero, la sierpe traza unos anillos impecables. Allí es donde una y otra vez se buscará el mito perdido y ansiado. Lo posible. El sentido y los filamentos de la nación. De una isla que no puede con su propio peso.

 [Escrito en agosto del 2006, apremiada por la invasión de Ernesto y luego de un paso demasiado fugaz por el río San Juan, que aún conserva igual quietud a la de la época de Víctor Manuel, ¡ah! y la calle sigue a–pa–ren–te–men–te tranquila]

Notas:

(13) En José Seoane Gallo. Eduardo Abela cerca del cerco. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1986, p. 123.

(14) En 1945 Mariano pintó, más bien dibujó, varios caballos. Una cantidad mayor a la que se piensa, pero ese dato no desmorona mi tesis. En una de esas piezas, “Parejas”, el pintor fue más lejos que con los gallos, al poner en la misma escena una pareja de hombre y mujer y otra de caballos a fornicar sin rubor alguno.

(15) Especialmente en este caso, pues Mariano posee un acervo referencial sobre su obra que resulta en extremo difícil, que no imposible, escribir algo “original”. Además de estos escritores de prosapia clásica, han escrito Rodríguez Feo, Graziella Pogolotti, Roberto Cobas, José Veigas… Pero el estudio más acabado viene de más acá, de la mano de una colega, por demás, de mi generación: Dannys Montes de Oca  en Mariano. Tema, discurso y humanidad, excelente libro de obligada referencia…hasta nueva orden.

(16) Originalmente en“Señales. Alrededores de una antología”. En Orígenes, No. 31, 1952. Reproducido en Imagen y posibilidad. La Habana: Editorial de Letras Cubanas, 1981, p. 9.

(17) Incluso allí donde sus seres están vestidos, la ropa posee una cualidad leve, casi traslúcida, presta a desaparecer. El atuendo no oculta, y lo manifiesta, como en “La hebra”.

(18) Esta es la actitud que, según Kant, se opone a la intelectual.

(19) Citado en Tomás Crow. El arte moderno en la cultura de lo cotidiano. Barcelona: Ediciones Akal,  2002. (Material fotocopiado).

Aquí les comparto la primera parte

https://elsrcorchea.com/2021/09/23/mariano-rodriguez-el-trasiego-de-las-formas-y-la-fijeza-de-su-pintura-primera-parte/