Elvia Rosa Castro
El autorretrato es el recurso más eficiente que ha encontrado el hombre para dejar claro su naturaleza yoica, el existir frente al otro, separado del otro. Es un procedimiento eminentemente moderno, un golpe de autoridad del ego en el apogeo de la representación. Es el ensalzamiento de la autoría. En ese género el artista no sólo incursiona en su propia identidad sino que deja constancia de su paso entre los mortales, convirtiendo al retrato en un documento que lo eterniza y legitima. Nada más oportuno para ilustrar lo que digo que El hombre del turbante rojo (1433) de Jan Van Eyck, una pintura enigmática pues muchos piensan que es el propio pintor autorretratado. Lo corroboran algunos rasgos del personaje representado en él pero sobre todo una frase en el borde superior del marco: “Como yo puedo”. Esta frase, que no deja de ser pretenciosamente moderna, mirada así, contiene la clave para entender a la representación como resultado de la escisión de la realidad o de la puesta en escena del yo, sino también de la virtualidad. Todo retrato (y autorretrato) es un gesto virtual, descentrado. Es una alter(ación). Aquí es donde deja de importar como pintura para arrojar luces sobre su relación con la epistemología y la construcción de la realidad. Esto es, con la ficta.
Este supuesto autorretrato de Van Eyck sería importante para la historia no solo por ser el primero reconocido sino porque no pretendió copiar sus rasgos tal cual; huyó de esa identidad idéntica y por tanto falsa donde sí cayeron otros pintores. Él se trajo a presencia como Dios manda, de una manera alterada: el ego y su alter.

Chuli Herrera ha decidido titular su exposición de retratos Como yo puedo en alusión al hallazgo fraseológico en la obra del pintor flamenco, también como tácito homenaje y además, esto es cosa mía, porque la operatoria que se inventó para hacer un guiño a la tradición, le permitió desidentizar el “yo”, pulverizarlo, usando el espejo o el cristal como elementos refractarios que le permitieron despojar a sus retratos de sus rasgos fenoménicos y reconocibles. Esa desidentización, incluso acompañada de un paratexto, estaba sutilmente en El hombre del turbante rojo. Chuli Herrera, desde las posibilidades que otorgan las plataformas sociales, especialmente Instagram, ha radicalizado en esta muestra el gesto de Van Eyck.
Como un perversillo experto de Cambridge Analytica, Chuli fisgonea en Instagram –tal como hizo en su muestra #cronicassentimentales, en la que usó el hashtag como elemento preciso de búsqueda- para encontrar personas que han visitado las casas o talleres de artistas que solían autorretratarse como Rembrandt, Van Gogh, Durero, Frida Kahlo et al. Aquí el dispositivo ubicación condiciona el hallazgo. Así, hurtando imágenes de perfiles ajenos y aprovechando esa adicción egológica llamada selfie, Chuli dispuso de una base de datos que fue editando según un criterio: el selfie escogido debía ser tomado frente a un espejo o cristal, los medios más usados por los pintores que él desea homenajear. Estos elementos especulares y por ende tergiversadores, servirían de link entre estos nuevos retratistas contemporáneos (esa turba que somos todos) y aquellos pintores auráticos.
Pero este énfasis en lo especular no es únicamente una coartada que provee cierta relación tipificadora con el autorretrato sino que le permite alterar el sentido original del mismo, despojándolo de su estatuto y otorgando un aura fantasmal a la vanidad del yo. No olvidemos que autofotografiarse en museos, casas natales y talleres de artistas reconocidos no pasa de ser una pose que te legitima y da caché en ciertas esferas públicas.
Aquí no es sólo la jactancia sino la fotografía quien ya está aportando una superficie líquida, especular y especulativa muy a pesar de la carga documental que ella misma contiene. Usando el argot de J.L. Brea, aquí el cristal se venga tres veces. Y lo que parecía una pintura residual no es más que la intención de Chuli de meter las manos, dejar por sentado su deseo de aplaudir a sus maestros sí pero siendo conceptualmente contemporáneo. Para ello oculta los referentes, el histórico y el actual, difuminando sus memorias y la noción de autoría, dejando huellas semi-legibles en un proceso de enmascaramiento lingüístico basado en la expresión y la emotividad del trazo.
Un artista en Instagram puede convertirse en influencer, como de hecho ha sucedido, pero el proceso que Chuli ha escogido se aleja del resto. La plataforma no sólo sirve de vitrina para promover su obra sino que funciona como un gran almacén donde todo está disponible y listo para usarse. Así, él propone una suerte de neopastiche inédito en nuestro medio, tan cerebral, analítico y posconceptual como las pinturas de Raúl Cordero, o las fotografías de Juan-si González tomadas de las pantallas de TV. En todas, los elementos difuminación, distorsión y cualidad espectral son vitales.
El acierto metodológico de Chuli Herrera y todo su background pictórico, la fruición entre lo “último que trajo el barco” y la tradición resultan en una entrega excitante que no sólo requiere de un cálculo investigativo sino también del buen hacer y el goce retiniano. La buena idea acompañada de la buena mano.
Pero hay más. Como yo puedo y la base de datos que la soporta es la fabricación de un museo sociológico y de historias de vida medio abstracto bien montado, donde se descubre que ¡los maestros no usaron Instagram pero están en Instagram! Su virtualidad, la virtualidad, los ha traído a presencia. Se nos han vuelto familiares y ordinarios. Instagram, que gracias a sus filtros pretende picturalizar la plataforma, ha sido pirateada; y su exceso de realidad se ha visto anulado con la puesta en marcha de una metodología post-fotográfica que pone en solfa las pretensiones de esta red a través del propio arte.
Stay tunned pues pronto tendré aquí el pdf del catálogo de la exposición.
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