De ahí que no se explica hoy el desapego de la fotografía cubana hacia los grandes y serios asuntos sociales, dramas, problemas, que han conmocionado a esta pequeña zona del mundo, en aras de construir un cosmos personal, un lenguaje aparentemente poético, metafórico, elíptico en algunos casos, que implique inmediato reconocimiento e identificación dentro de un panorama complicado como es el arte cubano contemporáneo. Él mismo no se explica la pluralidad de asuntos que hoy atenazan la realidad social y política cubanas y que permanecen ajenas al hecho fotográfico, con excepción del fárrago de ruinas arquitectónicas y urbanas, calles desoladas, automóviles antiguos, pobreza, banderas y monumentos carcomidos por el tiempo que adornan la inmensa geografía de pueblos y ciudades a lo largo y ancho de la Isla, proclives tal vez a satisfacer una suerte de turismo cultural y coleccionismo barato muy en boga desde los años 90 del siglo pasado.
De esa etapa formativa a Ernesto Javier Fernández le quedó el interés por llevar hasta sus últimas consecuencias temáticas específicas más que la fotografía aislada, individualizada en una toma única, capaz de valer por sí misma y no en sus redes y conectividades con otras. Lo cual implicaba una noción muy personal del ensayo como derivación lógica, tardía, de lo conocido históricamente como reportaje. E interiorizó, además, el rechazo a la manipulación del fotograma, a cortar aquel trozo mínimo de 25 x 36 mm de película revelada (algo que confesaba con fuerza Cartier-Bresson cada vez que le preguntaban por el tema), negándose así a transformar lo que sintió y vio tras el visor, ahora la pantalla digital, mientras se movía de un lado a otro del sujeto y escenario escogidos. Tres principios que no alcanzan quizás la categoría de tríada, santísima trinidad, en la fotografía pero que lo guían en medio de un complejo y enmarañado universo que no conoce límites hoy, por entre esa selva oscura a la que aludía Dante Aligheri.

Con todos estos elementos actuantes, realizó series sobre escenas callejeras, grupos de estudiantes trabajando en el campo, preparaciones familiares en torno a bodas, que llamaron también la atención de otros fotógrafos cubanos deseosos por documentar nuevas actitudes y comportamientos de los cubanos que mucho le deben a la antropología social. Testimonios que por su reiteración mantienen una presencia en el imaginario colectivo de los últimos 30 años de la vida en la Isla, capaces siempre de ofrecer novedosos puntos de vista ya fuese por el lado de la comedia, el drama o la tragedia. Ernesto Javier los observó durante los esporádicos momentos anteriores a su desembarque definitivo en Cuba, dispuesto a integrarse de lleno en la realidad y dedicarse a registrar todo cuanto acontecía, que no era nada desdeñable ni superficial: todo lo contrario. El país entraba de lleno en otro de sus momentos “históricos” como tan repetidamente traslucían los discursos de sus principales dirigentes. Los años 90 fueron años (recordados ahora más de 20 años después) de “horror y misterio” pues llegamos a inventar una enorme variedad de platos para comer que difícilmente alguien en su sano juicio lo pudiera creer hoy aún cuando lo confesáramos ante una corte judicial o lo juremos por todos los dioses del mundo en el mismo Vaticano. El simple y repetido argumento de la caída del muro de Berlín -y con él todo el llamado “campo socialista” , al que mejor sería haberle llamado “erial socialista” por el vacío encontrado en él- no fue ni ha sido nunca suficiente para explicar aquella década que nos llevó al borde del delirio, la sinrazón, la agonía nacionales.
De
ahí que no se explica hoy el desapego de la fotografía cubana hacia los grandes
y serios asuntos sociales, dramas, problemas, que han conmocionado a esta
pequeña zona del mundo, en aras de construir un cosmos personal, un lenguaje
aparentemente poético, metafórico, elíptico en algunos casos, que implique
inmediato reconocimiento e identificación dentro de un panorama complicado como
es el arte cubano contemporáneo. Él mismo no se explica la pluralidad de
asuntos que hoy atenazan la realidad social y política cubanas y que permanecen
ajenas al hecho fotográfico, con excepción del fárrago de ruinas
arquitectónicas y urbanas, calles desoladas, automóviles antiguos, pobreza, banderas
y monumentos carcomidos por el tiempo que adornan la inmensa geografía de
pueblos y ciudades a lo largo y ancho de la Isla, proclives tal vez a
satisfacer una suerte de turismo cultural y coleccionismo barato muy en boga
desde los años 90 del siglo pasado.
Luego
del intenso entrenamiento en Alemania en esos años 90, donde en parte realizó
estudios prácticos de fotografía digital y trabajó para la agencia Zeitenspiegel y otros medios de prensa, Ernesto
Javier retoma nuevamente su destino cubano y en uno de sus múltiples intentos
de reacomodo lo sorprende la más dramática crisis masiva de balseros cubanos en
agosto de 1994, en otro intento (luego de experiencias individuales
consuetudinarias cada año) por buscar desesperanzadoramente nuevos horizontes
más allá de los que el propio mar que nos circunda era, y es, capaz de
ofrecernos. Moviéndose de un lado para otro en La Habana (junto a su padre,
quien también tomó conciencia de lo que ocurría), durante aquellos días
tormentosos y únicos probablemente en la historia de los últimos 50 años,
advirtió el profundo drama humano que permeaba aquella realidad imposible de
entender y explicar sin un contacto directo con ella. Fueron casi 10 días que
estremecieron a Cuba y que volvieron a rajar en dos la vida de este pequeño
país (algunos aseguran que en muchas más partes) tal como ocurrió en 1980 con
el éxodo marítimo masivo hacia los Estados Unidos a través del puerto de El
Mariel.





Ernesto
Javier creó un enorme archivo de imágenes que bien pudieran representar uno de
los documentos más valiosos de nuestra historia reciente, junto a los de otros
pocos fotógrafos cubanos que sintieron emociones y sentimientos similares. Sin
necesidad de hacer hincapié en el fenómeno de las frágiles estructuras que
sirvieron como balsas (gomas de autos, puertas, ventanas, trozos de poliespuma
para relleno de embalaje, sogas, sábanas, frazadas, barriles de metal), ni en
supuestos botes, usados y abusados como elementos metafóricos de aquella
tragedia, este fotógrafo registró con extrema sensibilidad el drama humano
concomitante en primeros y segundos
planos de tantísimos rostros agobiados de desesperanza y malditas
ilusiones, sueños quebrados, ansiedad, frustraciones, dolor, en aquellos cuerpos
derrotados por el desasosiego, la mala alimentación, y el insomnio de meses,
años.
El arte cubano contemporáneo (excepto en muy contados casos) (1) le dio la espalda a tan espinoso asunto: se entretuvo en búsquedas y hallazgos de paradigmas estéticos, en legitimar el buen oficio, la buena factura, luego de una década inmediatamente anterior en la que primaban las malas formas, el bad art, la performatividad, las ideas (epítome de un tardío conceptualismo que continúa hasta hoy batallando a pesar de su repetitividad y desgaste), una reapropiación de la cultura vernácula, un auge de lo instalativo y objetual, y una perspectiva crítica de la realidad social, política y cultural que a muchos satisfizo por su carácter paródico y burlón (llamándolo indistintamente “ nuevo arte cubano”, “renacimiento cubano”, sancionado sobre todo por galerías, museos y colecciones norteamericanas.) A pesar de que aún permanecían frescas en la memoria y el imaginario colectivos las imágenes y los hechos de aquel drama de abril-mayo de 1980, convertido en la mayor crisis moral surgida a sólo veinte años del triunfo de la Revolución, con su inmediata secuela de miedos y rechazos, dudas, enmascaramiento, odios y repudio, divisiones sociales y políticas, como no había sucedido hasta entonces en la sociedad cubana, en los años 90 se optó por privilegiar y aplaudir “nuevas” articulaciones formales, una ansiada restitución de lo bien hecho, del buen oficio otra vez y de temáticas olvidadas durante mucho tiempo que, en su conjunto, no llegaron a alcanzar sus 15 minutos de fama como sí pasó en los 80. La crisis de 1994 se sumó a aquella surgida 14 años atrás, lo cual decía mucho de la persistencia y continuidad de un clima espiritual e ideológico tenso, arraigado en lo más profundo del imaginario individual y colectivo, imposible de ignorar en cualquiera de los estratos sociales de la nación.

Nada de eso pasó a las incontables expresiones del arte cubano contemporáneo salvo algunas obras realizadas tal vez para tranquilizar conciencias un tanto alteradas o preocupadas por acontecimientos que nos sobrepasaron, como muchos otros, y que apenas se asomaron al umbral de galerías, museos, centros de arte o espacios alternativos de exhibición en el país. No sólo los artistas sino también los críticos, curadores, historiadores, le viramos la espalda al fenómeno, agobiados por las contingencias de una cotidianidad y supervivencia ya abrumadoras (sobredimensionadas en esos años 90 e inmediatamente canonizadas bajo el perverso eufemismo de “período especial”) que dejaba, por lo general, escaso margen a la reflexión y el análisis. Fuimos cómplices de un silencio inaudito, de estrategias y tangencias para aparentar condescendencia ante, y en, las instituciones donde hemos trabajado y promovido hasta la saciedad lo mejor del arte cubano contemporáneo. Sentimos miedo de enfrentarnos a nosotros mismos, en primer lugar (a esos fantasmas que no han cesado de habitar nuestra controvertida realidad) y luego a las estructuras de poder; nos cohibimos de pasar el dedo tan sólo por encima o hundirlo hasta bien adentro de llagas que aún permanecen abiertas en el tejido sociopolítico.
* Texto que recibió el Premio Guy Pérez Cisneros . Dada la extensión del texto, ha sido dividido en tres partes: I, II y III.
Notas:
Willy Castellanos posee todo un excelente ensayo documental sobre el éxodo de 1994. Las otras imágenes que he encontrado en la web sobre “los balseros” y “el maleconazo” pertenecen a agencias extranjeras.
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