María Carla Olivera

La sobreexplotación de los emblemas identitarios y el panfleto nacionalista, como se ha explicado, dejaron tras de sí una estela de abulia respecto a los símbolos y a la retórica que vuelve irrepresentable –de un modo eficaz– lo identitario. Varios artistas encuentran en el no lugar creado por la suspensión del referente –o por el contrario, en la omnipresencia derivada de su carácter universalista– el espacio propicio para discursar en estos tiempos de carestía cartográfica, de incertidumbres y postparadigmas.

La obra de Alejandro Campins se lee a menudo desde la evasión. Lo personal de sus referentes y la amplia experimentación con el género del paisaje, ardid camuflador de los anclajes contextuales, lo facilitan. ¡Mas en lo absoluto es vacua! La excelencia formal de sus piezas se refrenda en una madurez artística alcanzada a fuerza de aguda observación y profundas cavilaciones, como evidencia la argucia de los títulos y demás suplementos textuales que utiliza. Estos son los que permiten citar en el marco de la presente investigación una de sus más grandes series: Patria (2011).

Su lógica se revela más cercana a un proceso de introspección que de fría enajenación, de apoliticismo. Ella se da como resultado de una también abstracción mental, filosófica, que insiste en separar el objeto de sus propiedades para encaminar sus reflexiones hacia aquellas. El artista se aleja para modificar el ángulo de su mirada, no cierra los ojos resueltamente. Sus obras son compendios visuales. Su estilo bebe de la potencia del expresionismo, el neoexpresionismo, el postconceptualismo, la soltura del graffiti y las combina con disímiles referencias literarias y filosóficas, pero supera la estética del collage y se muestra sintética, orgánica, resuelta, fruto de un proceso de deglución artística que se configura resultado auténtico, particularmente suyo. Esto se debe a su pertinaz mirada sobre absolutamente todo su derredor y una refinada y franca sensibilidad.

En sus obras se respira el espíritu de la época, pero no de modo legible o literal. Campins no narra, no enfatiza, no dirige la lectura. Su voz se anula en la faz pictórica y queda reducida al comentario frugal de los escuetos pero preciosos textos. Su obra desenfadada aunque minuciosamente concebida, su mesura, su humor cáustico, la elipsis de densidades ontológicas o teleológicas, la dispersión del sentido –protegido bajo gruesas capas de intertextos y referencias personales– y los salpiques políticos reflejan, como el estanque de Narciso, los ahogos e inconsistencias de los tiempos que corren.

Los destellos críticos que se descubren en sus piezas se dan, pues, mucho más en lo sensorial que en lo explícitamente comunicativo, lucidez suya.

El refugio que encuentra el creador manzanillero al interior del arte y en el cultivo –eso sí, nada tradicional– del paisaje puede verse como un retorno a la caverna, aquel espacio reservado, alejado de las turbulencias del entorno. Sus vistas no narran, son a los ojos lo que la música a los oídos. Son, además, desterritorializadas. Como se anunciaba arriba son la nada, atendiendo a que no remiten coordenadas específicas, o el todo, por el nivel de abstracción y esencialidad que logran. Patria lo afianza.

Esta serie explora la noción de patria desde un ángulo profundamente humano. Son las emociones las que dibujan imperceptibles cartografías: el aislamiento propio del destierro o la soledad y angustia provocada por una despedida. Al final del día, los mapas, las leyes, los territorios, son fronteras, ficciones inventadas por el hombre. Lo real y verdadero es el desarraigo, la añoranza, la soledad, el desprendimiento, el latido y el silencio, emociones que emanan de lo profundo de las obras de esta serie, y erizan la piel. Los grandes formatos de sus cuadros nos colocan allí en los escenarios, nos inducen al silencio y la contemplación.

La naturaleza es el escenario inconmensurable que suscita la revelación emocional y su eternidad cabe en la materialidad abarcable de una roca, pequeño fragmento del universo, en el que también podemos encontrarnos, en diálogo más íntimo. Observador sí, y cronista elocuente, como Hermann Hesse en su bello y agudo cuento “Iris”:

[…] A mí me sucede lo mismo cada vez que huelo una flor […] Entonces mi corazón cree siempre que el aroma está vinculado a la memoria de algo sumamente preciado y hermoso, que hace mucho tiempo fue mío y que perdí. Con la música me ocurre lo mismo, y a veces también con la poesía[…] De pronto algo centellea, y por un instante es como si uno divisara abajo, en el valle, a sus pies, una patria perdida; luego, de súbito, vuelve a desaparecer, volvemos a olvidar. Querido Anselmo, pienso que ese es el sentido de nuestra presencia en la tierra, esa meditación y búsqueda, ese escuchar de lejanas melodías perdidas; tras ellas se extiende nuestra verdadera patria (1).

Este parece ser también el refugio provisional de identidad encontrado por Campins.

Notas:

(1) Hermann Hesse: “Iris”, en Alberto Garrandés (sel., pról. y notas): Cuentos de amor y desamor. Editorial Gente Nueva, La Habana, 2012, p. 139.