Julio Lorente

¿Quién duda que hayamos encallado en una frontera del tiempo y de la historia que comenzó a erigirse en el utópico 1959? A partir de ahí, los cubanos habitamos en una paradoja; hemos sufrido la politización de la vida común más exhaustiva en Occidente desde los tristemente célebres totalitarismos de la primera mitad del siglo XX. Y a su vez, como aquellos, se nos ha imposibilitado de participar en la opinión política que mina todo a costa de las represalias. De ahí que la etiqueta “apolítico”, en Cuba, denote además de cinismo, una amnesia profunda de las inconsistencias discursivas de nuestro mal logrado proyecto de nación, y, por qué no, el mecanismo con que el Estado administra sus cuotas desgastadas  de perpetuidad.

Si el arte cubano se supeditó “automáticamente” a la línea discursiva del realismo socialista en los 60 y 70, a pesar de las polémicas -como las habidas entre Julio García Espinosa, Tomas Gutiérrez Alea y Mirta Aguirre y la funcionaria cultural Edith García Buchaca, encargada de inocular  los presupuestos soviéticos en el ambiente cultural cubano- para adecuarse a una política donde la permisibilidad creativa estaba dentro de lindes ideológicos cada vez más plomizos, entonces es plausible asumir que el “arte político cubano”, desde entonces, se asumiera como uno solo: el de la revolución.

De ahí que esgrimir una opinión política contraria desde el arte –y otros ámbitos- encuentre, teniendo en cuenta esta legitimidad apócrifa, diferentes grados de ostracismo que dependen del estado anímico del censor de turno.   

La Cuba revolucionaria ha llegado tarde a todo. Fue así con Lacan, Derrida, Marcuse, el postestructuralismo, la contracultura, la música disco, los psicodélicos, los jeans, el internet y por si fuera poco ahora mismo vivimos el reflujo de una actitud nihilista típica de las sociedades capitalistas de los años 90, cuando las quimeras revolucionarias fueron eclipsadas por el consumismo y que Emilio Ichikawa en algún momento ha llamado: self love. Lo que podría leerse como desencanto. Y una manera de vivir en que no importa más nada que la comodidad inmediata en lugar de la consecuencia; actitud que no deja prebendas y provoca problemas.

El nuevo arte de hacer postpolítica

El escabroso camino de hacer un arte que cuestione su hábitat político (me gusta esa expresión porque infiere la existencia de “especies políticas”) adquiere en Cuba una dimensión de angustia si entendemos que la competencia política solo le incumbe al gobierno, quien se sigue manejando con el capital simbólico que emana del pensamiento de un solo hombre. Por tanto, más que una opinión, el sujeto/artista comete un desacato si se atreve a cuestionar una pedestre historia editada en función de un discurso apuntalado por la soberbia. Y aún bajo ese anarquismo visual que predomina en obras que presumen sus vacíos, se nota el larvado autoritarismo de la sospecha perpetua.

No es casual el desinterés generalizado que existe entre los artistas jóvenes respecto a hacer en sus obras comentarios de reminiscencias sociales y/o políticas. En tiempos de ardides más que de actitudes la cuerda floja ya dejó de ser atractiva, se prefiere caminar por el asfalto aunque esto implique una obediencia light.

Para ilustrar este panorama de apatía, salvo contadas excepciones, cabe una idea de Nicolas Tenzer, que apunta que la “sociedad despolitizada” es síntoma de una gran saturación política. Entonces, la política se vuelve post en la medida que reduce aparentemente sus espacios retóricos para que no sea obvia su intervención en la vida privada y así generar una ilusión de tránsito. 

Sabemos bien lo que nos falta, sabemos bien lo que nos sobra, decía un spot televisivo de hace algunos años en la televisión cubana, perogrullada o boutade dispuesta a insuflar los eufemismos que alimentan la ilusión insular.  Si es cuestión de inventariar, cabría hacer hincapié en la falta de tolerancia y la sobra de indiferencia, actitudes que mal llevadas castran la pluralidad y desplazan  la democracia hacia los predios de la sujeción.

Vivir en Cuba con una opinión política diferente y hacer un arte de igual matiz no debería constituir un anatema, y debería dejar de ser ese estereotipo oxidado que impide un diálogo sincero y constructivo.

Más allá de la atávica idea arte-vida, para cualquier artista y por ende ciudadano, debería ser sino suficiente al menos necesario la sinceridad entre lo que hace y lo que piensa, proceso que no debería estar mediatizado por máscaras sintomáticas y mucho menos por fobias estatales. Nacer aquí seguirá siendo una fiesta innombrable. Muy a pesar de las arraigadas incongruencias conceptuales que arrastramos como taras históricas cabe soñar una sociedad mejor, a pesar de los riesgos. Creámosle al obeso literario de Trocadero 162 cuando dijo: sólo lo difícil es estimulante.

En portada: 501 años de gozadera, Claudio Sotolongo.