Unos días antes de que me invitara a este conversatorio, Niurka Fanego me preguntó qué me había parecido la exposición de Raúl Cordero (1) y en un afán de síntesis total le dije: Tropical. Me miró sorprendida y me dijo: le va a encantar esa idea, porque para él se trata justamente de todo lo contrario.
A través de mi presentación me dispongo a analizar la pintura de nuestro contemporáneo, porque más allá de su versatilidad lingüística y científica, él se esfuerza por hacer que la pintura prevalezca como forma total, como marca trascendente. Y para hablar de ello usaré un motivo en particular: la Luz.
Resulta más que evidente, algunos dirán. Porque estas obras que hoy tenemos en el Museo provienen de un estudio minucioso de aquello que la luz representa, como nos lo ha hecho notar la curadora con su ordenado despliegue. Claramente el motivo emplazado por el artista ha sido el neón, una fuente de luz artificial, un artificio de luz, si se quiere. Si pensamos en los imaginarios urbanos, el neón es un link inmediato con la década del cincuenta del siglo pasado en La Habana, período que para muchos de nosotros se corresponde con la fundación moderna de la nación cubana, es decir, una suerte de re-fundación mítica. Encontramos en nuestro arte incontables relatos girando alrededor del sentido simbólico de aquellos fantásticos y contrariados años. Ahora bien, ¿qué sentido tiene dicha asociación en la obra de Raúl? En más de una ocasión en su vida el artista ha preguntado en público con cara de angustiado: ¿Alguien que haya vivido en los cincuenta….quisiera cambiar conmigo?
No considero que la verdadera función del neón que la curadora y el artista instalaran en la entrada del museo sea puramente didáctica, es decir, que busque introducir al espectador en la idea que la exposición en términos generales plantea. Sospecho que se trata de la re-activación de los imaginarios urbanos antes referidos. Se trata de la sutil inserción de una energía decisivamente evocadora en la trama de nuestro desanimado presente histórico. Nótese: está en el espacio interior del museo pero a la vista de todos, es decir, está colocado indirectamente en la trama citadina. Les invito a observar de noche el efecto de seducción que esta pieza desprende desde la penumbra del Museo –la penumbra de la ciudad toda. Es poderoso el llamado visual de ese “Ahora o nunca”. No es una valla publicitaria, no es un anuncio, no se trata en ningún caso de propaganda política; es un resorte de significados, es poesía, es un llamado.

Pero no es exactamente a ese tipo de luz la que quiero referirme hoy.
Estas pinturas de Raúl, tienen dos capas fundamentales, lo que llamaremos aquí dos superficies: en primer lugar, las apariencias, lo perfectamente divisable; en segundo lugar, lo encubierto, una pulsión interna, que aquí llamaremos sustrato fotográfico. La carne de un lado, el esqueleto del otro.
¿Qué indica ese sustrato?
Al contrario de lo que pudiera ocurrir con las obras de Andy Warhol, que de seguro es un referente fundamental para Cordero, cuando atravesamos las apariencias de estas imágenes encontramos no ya un negativo fotográfico en blanco y negro, sino un halo, un resplandor, es decir, un sustrato que es por sus valores, su síntesis, su nivel de abstractización, un “verdadero sustrato”.
Esta idea puede resultar contrariada, porque gran parte de la teoría y la crítica de arte contemporáneas señala que las obras de arte emergidas en la época de la primacía de los estudios visuales, es decir, en nuestra época, esconden siempre una imagen fotográfica en su interior. Si bien Cordero sabe aprovecharse muy bien de imágenes fotográficas propias y ajenas, ocurre con sus pinturas como con las de Goya. Era tradición para el maestro español antes de comenzar a pintar aplicar sobre la superficie del lienzo un color homogéneo, que en la mayoría de las ocasiones era naranja, un naranja que también tenía de marrón, que tenía de tierra, de España. Sobre ese tono serían dispuestos después un sinfín de capas de pintura más. Aun así, dicho tono siempre estaría presente, contaminando cada escena, cada nuevo matiz añadido, pactando las leyes de la armonía en la tela.
En cambio, cuando tomamos las sofisticadas pinturas de Cordero y empezamos a deconstruir capa por capa la realidad pictórica por él concebida, descubrimos que en el fondo subyace también un color, y no una imagen como estamos acostumbrados a esperar. ¿Pero exactamente de qué color estamos hablando? Tendría que develárnoslo el propio artista. De cualquier manera, me parece que ese color es un matiz impreciso, se me antoja pensar que no es un color en verdad, que se trata de una ráfaga de luz, y la calidad de esa luz es semejante al resplandor de la luz de nuestros mediodías tropicales.
Cuando pienso en la luz del mediodía, esa luz incómoda, que exaspera los contrastes, arrebato de las luces y las sombras más violentas jamás vistas, que acalora, que transforma la visualidad del entorno en sopor; en espejismo; pienso también en el sol, en el mar, en la isla; en el trópico. Son asociaciones nada gratuitas. Están marcadas por la experiencia de vida de todos nosotros.
No es Cordero el primer accidente de luz que tenemos en el arte. Si analizamos nuestra historia, encontraremos que una de las mayores obsesiones de los artistas cubanos de todos los tiempos fue captar la luz tan peculiar de nuestra atmósfera. En el Paisaje Marino que pintara en 1877 Esteban Chartrand, obra perteneciente a la colección de este museo, podemos encontrar un indicio de tal inquietud. Cuentan que el artista pintaba del natural, como era común en la Escuela de Barbizon de Francia; que, a tono con su temperamento romántico, escogía los momentos extremos del día, con lo cual, sus gamas cromáticas evitaban las estridencias; que su pintura buscaba constantemente la limpieza del color y la transparencia de la luz. Un crítico de la época, José María Galvéz, comentó en una ocasión: ninguno ha interpretado con tanta verdad como Esteban Chartrand nuestra espléndida naturaleza tropical.”
Así se abre una genealogía de la luz en la historia del arte cubano: Guillermo Collazo con La siesta, Armando García Menocal con Embarque de Colón por Bobadilla; algunas espléndidas obras de Antonio Rodríguez Morey, entre otros. De momento, con los aires de vanguardismo, la luz se convierte en una preocupación estructural y encontramos a Amelia Peláez con el vitral cual motivo fundamental; Mariano Rodríguez con una enigmática apología luminosa en Paisaje con figuras (1943); Lolo Soldevilla, en el más puro afán de síntesis visual, con su Carta Celeste de Amarillo no. 1 (1953)o La Huella (1960) maravillosa de Hugo Consuegra. –todas estas obras se encuentran en las salas del museo, les invito a revisitarlas.
¿Qué puede indicar esa inquietud por la luz? Recientemente en Cuba tuvimos la visita de una artista de origen peruano. Grimanesa Amorós participó con Detrás del Muro en la XIII Bienal de La Habana. Ocasión para la cual presentó una instalación de luz titulada Mariposa dorada. Dicha obra, con semejante título, pudiera parecer un intento “cogido por los pelos” de entender lo cubano, la elucubración de un artista extranjero que piensa con solo unos días lograr descubrirnos. Pero la filosofía que mueve Grimanesa es muy simple y está lejos de todo eso. Ella me explicó lo siguiente:
En un mundo en que el concepto de nación ha fallado tanto, prefiero pensar la identidad no como una construcción, sino como una experiencia; para mí cada ciudad, cada región del mundo tiene una luz distinta, propia; allí es a donde pretendo llegar con mi obra, a ese punto natural de expresión.
Sus instalaciones tienen mecanismos internos cuya función es aprovechar o asimilar la luz natural de los contextos en que trabaja, para luego proyectarlas en un espectáculo visual.
A Cordero, por el contrario, no le interesa hablarnos de identidad. Y en esa gran voluntad de negar, afirma.
¿Cuándo el gran pensador alemán Nietszche anunció la muerte de Dios acaso no estaba afirmando su innegociable existencia?
Tanto en uno como en otro, la negación es la evidencia de una batalla personal por tratar de entender las cosas importantes de la vida más allá de sus límites culturales.
En el caso de Cordero, su pintura es justamente el campo de esa batalla.
Para él es imposible escapar de su condición tropical, de su origen. Porque el origen cultural es un rizoma que genera en el ser una sensibilidad, una postura, una forma de mirar el mundo, un filtro. Un ejemplo de ello lo tenemos en la afición corderiana por la imagen o footage. Esa voracidad que despiertan en él las influencias foráneas, las imágenes ajenas, el cine y la historia del arte occidental es una sublimación de aquel trauma aciago definitorio del sujeto latinoamericano, que tiene que ver con el fenómeno de la copia de estilos, la retroalimentación cultural, la condición de sujeto colonial desplazado, la antropofagia del mítico Calibán reavivada por la emblemática artista brasilera Tarsila do Amaral en su india Abaporu y por Oswald de Andrade en el Manifiesto Antropófago, ambas obras datadas en mayo de 1928.
De cualquier manera la luz en Cordero es un tema recurrente, en bajo continuo. Y le permite conectar con una larga tradición artística 100 por ciento auténtica. Quizás yo esté desvariando y el artista con estas pinturas no pretendía afirmar tantas cosas.
Como dijera el maestro Flavio Garciandía, Cordero busca más allá de cualquier idea nacionalista, de cualquier tradición representativa.
Pero su coqueteo con la figura del átomo me resulta un pretexto. Es un velo discursivo.
Volviendo a las pinturas: los átomos captados por él, en resumen, son cuerpos luminosos– me resultó deslumbrante ver que las esferas pintadas tenían la capacidad virtual de palpitar, expandirse, contraerse en el lienzo; estamos ante una obra en diálogo directo con el arte óptico cinético.
En todo este universo pintado, el átomo es el principal constituyente de la materia: la pintura es materia, el color es luz, la luz es materia, todo está compuesto por átomos,
el átomo es color, el color luz, el color y la luz, son pintura, y viceversa. Todo un trabalenguas que puede simplificarse de la siguiente manera: Cordero nunca podrá dejar de hablar o pintar sobre la pintura, y sobre la luz. Para él, ambas cosas son lo mismo.
Si nos fijamos bien, la curaduría puso los acentos sin intentar en ningún momento jugar con lo evidente. Arte para la mente distraída, advierte el título. Un neón espera afuera, marcando la presencia urbana de Cordero en La Habana, sintetizando todo lo que podremos encontrar en las salas.
Luego, adentro, no encontramos más neones que estos, sugeridos con una pintura que busca en la estructura del mundo, en la estructura de la luz, en la estructura de las palabras, en la estructura de la verdad, en la estructura de la pintura, una fuente vivificadora, un sentido oculto, una luz que nos brinde el aliento que nos falta.
La curaduría ordenó, ya no la obra, sino el proceso de trabajo que la obra implica. Pero evitó contaminaciones, delaciones, apretones, y salpicaduras conceptuales.
El funcionamiento de la exposición se organizó concienzudamente: cual señal luminosa, llama eterna, o gran valla publicitaria; en la entrada del Museo, para Cuba y el mundo, esa fotogénica instalación luminosa vibra sola en un ámbito propio;
Mientras, en la sala principal, esperan las pinturas, cual verdad absoluta, cada una un hábitat a la vez, juntas un gran lienzo;
Finalmente, en la sala contigua espera al espectador una mesa plagada de referencias y un catálogo diseñado por Raúl Cordero expresamente para esta exposición –como todos sabrán, además de pintor, músico, físico e iconoclasta, es un gran diseñador.
Esta estructura curatorial, que intenta marcar espacios en calidad de axiomas, tiene el gran valor de evidenciar un rasgo muy personal de la obra de Raúl Cordero en el cual pocas veces recaemos: este artista constantemente está atacando la “forma” o el concepto DISCURSO.
Estamos ante una curaduría que ha optado por la re-interpretación de lo curado. Que está en diálogo directo con la manera de ser que el artista plasma en su obra. Nos referimos a cuestiones de orden interno, de expresividad, que la curadora divisó en la mente y la praxis del artista y cuidó de respetarlas con dignidad. Cuando se cura una exposición personal lo primero y más importante es lograr una afinidad con la manera de ver el mundo que la obra del artista en cuestión manifiesta. Porque habrá quien guste del efectismo, del melodrama, de la conmoción; habrá quien prefiera ecuanimidad, mesura, simetría, clasicismo. Y uno como curador debe saber ser consecuente, y sobre todo, evitar contaminar la “escena del crimen” que una exposición es con falsas evidencias. Y este es un caso feliz, donde prima la armonía, donde se ha creado un entorno artístico habitable, de-codificable, amable.
Nota:
(1) Se refiere a la muestra personal de Raúl Cordero en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana Arte para la mente distraída, inaugurada en noviembre de 2019.
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