Se calcula que para hacer caer a un hombre en el combate, son necesarios trescientos disparos; y bien, si en una pacífica ciudad sonaran trescientos balazos por cada persona que se enferma o por cada persona que muere, y si además, todos los peligros que nos rodean, que nos acechan, que se arrastran alrededor de nosotros en toda nuestra vida (y que seguramente alguno de los cuales nos hará morir), se manifestaran materialmente con rumores, tuvieran ruidos de estrépito, silbaran o aullaran alrededor de las gentes, ¿podríais imaginaros batalla más cruel y más horrible que la vida que vivimos todos los días…? (1)
Suite Habana (2003), obra paradigmática de nuestra producción cinematográfica en cuanto a rigor técnico, originalidad e intencionalidad ética, fue ovacionada entre lágrimas por los cubanos durante cada una de sus presentaciones hechas en el territorio nacional, y rompió de esta forma con la tesis de que “el cubano se ríe hasta de sus propios problemas”. Partiendo del éxito de la inmanente búsqueda formal y conceptual de la filmografía de Tomás Gutiérrez Alea, dicha tesis devino progresivamente estrategia discursiva para muchos realizadores que deseaban sustentar sus diálogos desde el presente, en un medio controlado por la censura. Estilo catártico, que asumió la enunciación de un problema como solución en sí misma y no como base de una acción recíproca entre arte y sociedad.
Sin embargo, cuando Fernando Pérez denuncia en Suite Habana la miseria material de una ciudad que se derrumba, el creador circunscribe el problema a esta única arista, consecuencia más que causa, develando, desde exteriores en ruinas, interiores plagados de amor, comprensión, empatía espiritual o resignación. La felicidad y armonía familiar conseguidas aquí a costa de un esfuerzo desproporcionado, pero moralmente loable, resultan finalmente en una imagen atrincherada, casi idílica, que obvia algunas tendencias que de forma creciente e irreparable se asientan en la sociedad cubana contemporánea: la violencia familiar; el hacinamiento, con harta frecuencia derivado en promiscuidad y enfrentamientos generacionales; el progresivo desamparo institucional y la sustitución, dentro de la conciencia colectiva, de la primacía de aquellos valores éticos instituidos, que legitiman al individuo ante la sociedad, por la exaltación de otros dudosos parámetros como fuentes de bienestar y respeto.
Viva Cuba (2006), una pieza pensada igualmente para ser consumida por el gran público, resulta mucho menos original en cuanto a su estrategia de acercamiento al mismo. Eludiendo experimentos formales u honduras psicológicas, sustenta el mensaje simple y directo de “amaos los unos a los otros”. Pero esta vez sin asumir riesgos o contradecir las preferencias de recepción: música, risa y color, tan frecuentemente asignadas a nuestro pueblo como espectador. Contradictoriamente, durante la proyección de esta “vuelta a Cuba” virtual, tuve la certeza de que asistía a la presentación, por vez primera, de un concepto que es axial a nuestra realidad: el conflicto perenne de las dos orillas, como una condición incorporada a la operatoria interna de la sociedad cubana, que no atraviesa necesariamente la costa norte del país. Su realizador Juan Carlos Cremata nos previene —de paso— sobre la continuidad histórica de este mal que se incuba en cada uno de nosotros, tanto a través del legado educacional institucional como de la enseñanza familiar, donde toda señal de diferencia se denota como estigma y se oculta.
Mucho se ha especulado sobre el acertijo que propone el final de Viva Cuba. Excluiremos de este análisis tanto la posibilidad del suicidio físico, como la búsqueda de un mundo mejor en alguna frontera lejana. Ambas soluciones resultan inaceptables para quien recorre un camino tan enorme en busca de una opción de permanencia. Es indudable que en una historia como esta, no se hará saltar a los niños (el futuro) al abismo sin darle un sentido al acto y una continuidad al camino (2).Pero se me ocurre que justamente Maisí, punto territorial extremo y espacio geográfico donde el Norte y el Sur —las dos orillas simbólicas—, se fusionan, representa aquí el límite último de una situación insostenible y, al mismo tiempo, el sitio posible de cualquier confluencia.
Mientras los mayores luchan en un “todos contra todos” sin sentido frente a la cámara, Viva Cuba los declara incapacitados, y —mediante este salto al vacío de los hijos— los exime, como presente, de la tarea de protagonizar o de decidir la dirección del próximo paso; lo cual sería, a fin de cuentas, la más obvia de sus responsabilidades.

Antagónicos en cuanto a su subjetividad, los discursos contenidos en Suite Habana y Viva Cuba tienen en común, sin embargo, la ausencia de una propuesta de acción con respecto a la realidad que se intenta documentar. Tal distanciamiento es, al menos, un rompimiento con la obligada estructuración épica que —desde todos los géneros— ha contaminado la narrativa del cine cubano de las últimas décadas; reflejo de una operatoria social diseñada, simbólicamente, por una sucesión de batallas pasadas, presentes y futuras.

Una regularidad del desarrollo social y económico durante los más de cincuenta años de la revolución cubana, ha sido su condición de país amenazado por una potencia inconmensurable desde el punto de vista de su capacidad agresiva; lo cual ha exigido, más que concentrarse en encontrar fórmulas de desarrollo, en abordar estas desde estrategias defensivas que garanticen el mismo en condiciones de lucha. De esta forma, todos los proyectos —grandes o pequeños— del último medio siglo, se ejecutaron bajo una lógica emergente y una condición de inmediatez de cuyo éxito dependía, en última instancia, la continuidad de la historia.
La capacidad ilimitada de esfuerzo que generó en el pueblo cubano este enfoque, esta lucha existencial de la cual dependía el futuro, fue entonces asumida como recurso extensivo, a partir del cual se sustentó progresivamente no solo el discurso de acción contra el enemigo externo, sino la dinámica interna de nuestra vida cotidiana. Se generaron así una cantidad de micro enemigos que debían ser combatidos de forma inclusiva y que el imaginario social incorporó, con el tiempo, a su existencia material y espiritual, sin excluir las múltiples facetas de la vida cultural de la isla.
(Continuará)
*El presente ensayo obtuvo una mención en el Concurso 45 Años con El Caimán Barbudo, en la Categoría “Explorando La Joven Creación”. Publicado en 2012 en http://www.caimanbarbudo.cu/articulos/2012/03/seguimos-en-la-lucha/
Notas:
(1) Luigi Barzini. La Batalla de Mukden. Carlos Barajas (Editor) México, 1912.
(2) Y de hecho, la película está dedicada a Elegguá, el que abre los caminos.
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