La fotografía no es algo verdadero.
Es una ilusión de la realidad con la cual
creamos nuestro propio mundo…
Arnold Newman
La fotografía es un acto de expresión y, por ende, de manipulación. Es un proceso mediante el cual deconstruir realidades, subvertir formas y proyectar micro-relatos continentes de un discurso mayor. En esas operatorias conceptuales y técnicas inherentes de la manifestación en cuestión quiero referirme a tres dimensiones a las que José Luis Brea en su texto La era posmedia hace alusión, a saber: el tiempo compartido, el tiempo psicológico y el tiempo intersubjetivo. Lo cual me viene muy bien para exponer aquí mis ideas –que también son locuras mentales que llevan días por salir más allá de los límites de mi pensamiento– al respecto del más reciente quehacer de Ricardo Miguel Hernández (La Habana, 1984), una producción fotográfica titulada Cuando el recuerdo se convierte en polvo (2018-2020).
Justamente, este proyecto que lleva al artista desde hace algunos años a experimentar desde la fotografía parte de la finitud materializada del documento fotográfico del “otro” (sujeto al cual Ricardo Miguel compra o con quien negocia el material de interés) sobre la variabilidad de “lo real”, que a su vez asume códigos como lo sublime, lo irracional y al mismo tiempo lo verídico construido, suscitando así las más diversas, extrañas y excéntricas, quizás, lecturas semióticas.
Cuando el recuerdo se convierte en polvo constituye una serie amplia en la carrera de su hacedor. Es un macro-collage de fotografías –o fotocollages– que han sido rasgadas, caladas, mutiladas, intervenidas a toda conciencia por el artista. Ricardo Miguel acumula fotografías antiguas, datadas entre los años veinte y ochenta del siglo pasado; las clasifica cual archivos coleccionables por temas, dimensiones, formatos y posibilidades de representación. En este proceso, hasta la más mínima mancha o rotura producto del paso del tiempo, o por la acción humana, tiene interés para el artista.
En estas obras en las que la narratividad se mueve como pez en el agua de un medio a otro –de la fotografía al collage–, y aun así ninguno pierde su esencia sino, por el contrario, adquieren un valor en el trabajo técnico y en la proyección conceptual, coexisten las tres dimensiones temporales a las que hice referencia antes como contenedores de un momento efímero, de una memoria trascendente y de una nueva realidad fundada. Es en esta última dimensión donde me propongo colocar la mayor valía de esta serie de Ricardo Miguel, en tanto “la realidad” que nos ofrece ha sido manipulada, y es dependiente de la objetividad del nuevo receptor, de su sensibilidad y de su capacidad para dejarse llevar por esta otra representación que el artista propone en cada nueva construcción estética.
El tiempo compartido o de cuando la realidad congelada comienza a derretirse
El documento que rastrea y selecciona Ricardo Miguel Hernández para una posterior factura artística presenta un tiempo compartido. Este constituye un material en el que se condensa la memoria de un sujeto anónimo, y luego evoluciona hacia otra dimensión significante toda vez que el artista la asume como material de trabajo. En la disyuntiva que se tensa entre la aleatoriedad de un documento fotográfico determinado como punto de partida para una nueva narración estética, y la sumatoria de diferentes historias –también azarosas durante el trabajo procesual– preconcebidas por el artista, me permito colocar esta serie de Ricardo Miguel. Los discursos estéticos e ideológicos, familiares o religiosos, que habitan en esos vestigios fotográficos han sido desmembrados, así como también las costumbres, las convenciones y los sistemas de pensamiento de esos sujetos del siglo pasado. Es en ese ínterin voluntarioso de mutilación e incorporación que se desemboca en una estrategia procesual que le vale al artista moverse por la experimentación de un registro documental de nuevo cariz, donde pretende “refrescar” la trayectoria estética del material fotográfico original mediante una semiótica discursiva diferente y polisémica ante los ojos del sujeto contemporáneo. Así, la imagen congelada comienza a derretirse y deriva hacia una transformación de su estado.
Tiempo compartido también porque hay en cada intervención fotográfica un fuerte matiz de experiencias personales las cuales se funden –o confunden– con las colectividades rasgadas y pegadas que el artista mismo ha maniobrado. De este modo, Ricardo Miguel se permite andar y desandar por esas realidades múltiples: las que selecciona y las que opera. Es un rico y dinámico flujo de información que flamea al interior del sema artístico, y que requiere de una análisis y detención paciente para entonces develar el (los) discurso(s) detrás de cada obra. Es así como podemos llegar a comprender o ser partícipes de otra de las dimensiones a las que Brea hacía referencia y de la que yo –desenfadadamente– me apropié: el tiempo psicológico, deconstruido ahora mediante los fotocollages de Ricardo Miguel Hernández.
El tiempo psicológico o de cuando la realidad es subvertida en forma y contenido
Gilles Deleuze consideraba que las nociones estables de tiempo y espacio constituían formas asumidas e impuestas por el sujeto mismo: un sistema de relaciones engranadas que comprende espacios, tiempos y experiencias particulares. Siendo así, las obras que componen la serie Cuando el recuerdo se convierte en polvo aciertan un tiempo psicológico que es asumido y cimentado por el artista a partir de su horizonte de desarrollo individual, pero que a la vez es visualizado, (in)comprendido e identificado por otros. Por tanto, ostenta en todos los lectores universos cruzados y diferentes al unísono; o sea, sensaciones particulares como refería Deleuze.
La distancia metafísica entre la realidad de estos archivos fotográficos y la re-presentación y re-creación a las que los somete Ricardo Miguel está mediada por esa dimensión psicológica de identidad particular que le impregna el hacedor, quien compone cual suerte de puzle a partir del rasgado, la mancha, e incluso el residuo de pegamiento, dando vida así a un enjambre de memorias “otras” que, luego como resultado final, adquieren un plus narrativo y estético a medida que el receptor se enfrenta a ellas y se inmiscuye en la deconstrucción visual y discursiva de obras ya resemantizadas.
En estos ensamblajes fotográficos no hay nada gratuito. Baste dejarse llevar por cada uno de los fragmentos que componen la macro-historia. Cada recorte o añadidura constituye un micro-documento, una significación determinada que al ser maridado con otra parte de un archivo diferente, deviene en un enunciado estético totalmente nuevo, cargado de lecturas y derivaciones conceptuales tan diversas como diversas vienen a ser también los posibles empalmes que el artista se proponga lograr durante el proceso de trabajo. Y es que estos fotocollages, en su performática fabricación técnica y conceptual, devienen en metáfora polisémica de una ontología que parte de lo personal para abarcar la colectividad de la memoria social.
Entonces, puede advertirse en estas fotografías resultantes la subversión de una realidad que ha devenido huella y archivo, en desmemoria –como comentó en una ocasión el artista– de un momento que ha derivado hacia una nueva forma y contenido. Aquí, la responsabilidad del artista, en tanto salvador de realidades empolvadas y promotor de nuevas dimensiones imagen-tiempo, parafraseando a Deleuze, se torna interpelada. Ya no solo crea para sí mismo al colonizar una imagen determinada, sino que genera su arte a partir de una pasión personal, psicológica, tal vez hasta atormentadora (universo de creaciones estéticas internas), con la intensión y provocación de lanzarlas a la sociedad, al escrutinio del otro, a la mirada crítica de la comunidad (universo de lecturas semióticas exteriores).
El tiempo intersubjetivo o de cuando hurgar es sinónimo de crear
Ricardo Miguel es un artista con dotes detectivescas; es un investigador y sociólogo, un hurgador y, por qué no, hasta un entrometido –en el mejor y más simpático significado del término–, que sondea hasta encontrar lo que necesita para su creación. Es un explorador en busca del testimonio empolvado de fotografías antiguas, no ya para rescatar el dato fidedigno de la representación, sino para otorgarle un nuevo matiz simbólico y sensible. Como yo lo veo es así: se apropia de ese testimonio encontrado, lo archiva, lo clasifica, lo asocia y lo transmuta en metáfora artística, en un acto de expresión totalmente manipulado. Se involucra en esa realidad que construye y deconstruye a partir de retazos y pegamentos. Aboceta la nueva dimensión estética que quiere conseguir –esa que yo refiero aquí como tiempo intersubjetivo– y compone estructuras a veces coherentes, otras veces surreales, e incluso por momentos satíricas con cierto aire de comicidad, que nos remiten a contextos o momentos de la vida social. Ricardo lo hace con una sutileza exquisita para no imponer, no desagradar o herir; sino con una minuciosa y creativa imaginación que dominan fáctica y narrativamente estas obras.

Los escenarios re-creados se sustentan sobre temas complejos –quizás perturbadores para algunos y refrescantes para otros– de la historia cubana en su mayoría que, reactivados a partir de las recomposiciones, matizan o subrayan determinadas coyunturas nacionales. Para el artista, el significado primigenio del documento original pasa a un plano secundario porque, durante su acción creativa, dota a esos archivos rescatados de una esencia nueva, con múltiples lecturas en los que cada uno de los espectadores podrá encontrar, quizás, una conexión pragmática o sensible con su realidad.
Vistas amplias de los campos de Cuba; lumínicos de los años cincuenta que tanta vida dieron a las calles habaneras; jóvenes lanzándose al mar desde el muro del malecón; la zafra azucarera; los retratos de mujeres y hombres pudientes, y otros en sus jornadas de trabajo; autos de época como los almendrones; personajes icónicos o el pueblo en su masividad; la mujer en escenarios contrastantes y reveladores; el sombrero de guano, las botas, el uniforme militar y demás atuendos típicos de la geografía cubana: son estas algunas de las micro-historias que se reúnen en los fotocollages de Ricardo Miguel. Desde el propio lenguaje de la fotografía, como recurso para la expresión y re-creación de un deseo sensible interno, se remite a plataformas heterogéneas vistas a través del filtro intersubjetivo del artista, cual autócrata que escoge a su antojo fragmentos ya desechables de realidades casi olvidadas. Así, nos incita a percibir que la realidad es elástica, que se re-construye más allá de los límites literales. No son estas obras una propuesta final de ese relato original, sino un testamento resucitado, rejuvenecido técnica y discursivamente como recipiente de significados y sensaciones de una sociedad –la cubana principalmente– que se regodea en la nostalgia, en paradigmas narratológicos sociales ya desgastados, en la entelequia de un presente incierto y un futuro borroso. Ricardo Miguel lo logra, en mi opinión, de manera fina y jugosa, cual artista que sabe lo que quiere y así lo consigue. Un creador singular que sobresale con sus fotocollages dentro de la tradición artística de esta técnica en el país. Su operatoria ha adquirido calidad estética en el tiempo que ha dedicado a este quehacer. Ha asumido y hecho suya la técnica del collage a través de la fotografía, donde la obra resultante que hoy disfrutamos deviene el ítem último de un proceso arduo, a veces extenso en horas, de búsqueda, selección y creatividad.
Cuando el recuerdo se convierte en polvo constituye la sustantivación analítica entre lo empírico, lo psicológico y lo crítico. Resulta una reflexión sobre la retórica realidad del fragmento, la melancolía y lo social. Estas piezas son pretextos a conciencia y en altoparlante de un archivo de experiencia colectiva, asociadas y provocadoras de la cuestión hoy sobre diversos terrenos de actuación.
El trabajo de Ricardo Miguel Hernández transita por el camino del in crescendo y el reto personal; por una difusa línea entre el medio técnico y el fin artístico. Ellos me ha permitido andar por esas dimensiones del tiempo compartido, el tiempo psicológico y el intersubjetivo de José Luis Brea, como análisis heterotópicos de realidades yuxtapuestas, explícitamente re-creadas en sus fotocollages, en los que no se disimulan las costuras de los ensamblajes, las heridas o hendiduras del papel, ni los posibles intersticios de una lectura picante. Al contrario, el artista obtiene como resultado la restauración efectiva de un espacio-tiempo de realidad(es) otra(s) en tanto complexión estructural de la nueva re-presentación que le permite apoyar visualmente el contenido antes esbozado y compuesto por pedazos rasgados de fotografías.
Ricardo Miguel intenta quitar el polvo de esos recuerdos que encuentra a su paso, y hacernos conscientes de que nuestras historias personales pueden ser re-construidas y formar parte de una macro-historia colectiva. El hurgador no para de explorar en el testimonio-vestigio del documento fotográfico, para así revivir y enriquecer esa memoria individual/colectiva, para reformular las micro-memorias, y para ofrecernos la posibilidad de no olvidar quiénes son/somos desde el debate artístico de la contemporaneidad.
Nota: Esta serie fue seleccionada Obra de la semana:
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