Las imposibilidades de un cruce real o las argucias realizadas para violar los controles nos hablan del status difuso y real de las fronteras y de una globalización consistente, además, en la exclusión. Las migraciones, por supuesto, no son tan fluidas aunque sí constantes. A cuenta gotas llegan las personas a su destino deseado. También mueren a borbotones.
Por Elvia Rosa Castro
En el corazón de la tecnología -que es igual a decir Tokio-, Abel Barroso se pasea por las calles hablando a través de un teléfono celular atípico. Frente a portadores de móviles con bluetooth, acceso a Internet, mega píxeles disponibles para tomar fotos y vídeos de aceptable resolución, etcétera, etcétera, el aparato de Abelito llama la atención por su enorme tamaño en la era de la miniaturización tecnológica y además porque no oculta los materiales con que fue realizado: un taco de madera grabada.

La naturaleza de la conversación del performer es totalmente apócrifa pues no está dialogando con alguien en específico dado que su teléfono no funciona; Abel está hablando, provocando al contexto. Mostrando sin pudor su ¿atraso? en materia tecnológica. Intercambiando capitales simbólicos de recepciones tecno-culturales y cultuales.
Este gesto de Abel tiene su homólogo en Technology Man (2002), un robot diseñado y grabado por él a su imagen y semejanza para poder colarse dentro y caminar de un sitio a otro demostrando sus aptitudes para cualquier cosa en una evidente parodia de nuestra condición de “espectadores de segunda fila” que alterna con la primera según los trazos de las nuevas geopolíticas.

Estas suertes de bricollages a lo Abel Barroso pasan a formar parte de la mitología tecnológica por negación, es decir, se trata de nuevas figuras, de todo un imaginario tecno de look povera provocado por el reciclaje mental y objetual que el artista consuma en sus piezas a partir de una ilusión y de nuestras capacidades (innovar, por ejemplo) para colarnos en esa “redistribución global del poder cultural” y sobrevivir en esa marea difusa y rizomática llamada Imperio (1), donde el manejo de las identidades híbridas parece ser uno de los tópicos programáticos.
Café Internet del Tercer Mundo (2000) inauguró esta oleada tragicómica de instalaciones y obras referidas al consumo periférico de la tecnología. Pero el humor de Abel permite convertir en elogio el defecto y la crítica se dispara en todas direcciones: al exceso y a la carencia; a la dominación y a la doblegación.

En sus obras puede encontrarse todo un ensayo visual sobre los mecanismos de resistencia políticos, económicos y culturales de aquellos países que por razones diversas han quedado excluidos de las nuevas lógicas de distribución y consumo cultural (dígase periferia, afirman que término en desuso). Lo hace, eso sí, desde un acentuado sentido del humor y una voluntad lúdica (casi todas las piezas son interactivas) que involucra de manera perversa a públicos provenientes de todas las lógicas culturales. Abel apunta todo el tiempo a esa “división internacional del trabajo” que hace poco esbozó Néstor García Canclini y que fue resumida en la X Bienal de La Habana en la obra La fábrica de la globalización (2009). En ella, recurriendo a logotipos de grandes transnacionales, Abel trazó todo un mapa de las complicadas redes de poder que prevalecen en el “arco iris imperial global” de producción, distribución y consumo de esta era, en la que se han producido increíbles desplazamientos del capital, en forma de anillos entrecruzados, rizomáticos. A ellos responde Abel con no poca sorna y una dosis de cinismo inclusivista con la serie Se acabó la guerra fría, a gozar con la globalización (2). De este modo, con piezas vídeo-instalativas incluso, Abel Barroso cerró un ciclo que venía yuxtaponiéndose con otro que se le homologa de alguna manera: las migraciones y los controles que la mortifican.

Perteneciente a una generación que vindicó el grabado como género en Cuba (3) y dentro de la cual es imposible obviar su nombre, Abel Barroso centró su atención en cuestiones referidas a la venta invisible del país a través de gestos tan sublimes como las donaciones y regalías de otros y a otros mientras su colega y amiga, Sandra Ramos, desde lo autobiográfico y el grabado armaba una excelente carrera siendo su eje el tema migratorio. Resulta muy curioso cómo Abel estaba explorando el mismo tema pero desde otra dimensión: el país se va de una manera menos tangible.
Solo hagamos una mirada retrospectiva y encontraremos Teoría de tránsito del arte cubano (1995) perteneciente a la Colección Permanente del Museo Nacional de Bellas Artes. La isla de Cuba (4) está construida a partir de boomerangs grabados con nombres de artistas cubanos, y entre las estructuras voladoras y la pared, Abel insertó boletos de aviones y documentos relativos al viaje. Esta suerte de homenaje a su generación se convierte, dentro de la trayectoria del creador, en una incursión fuera de lugar, atípica, descentrada y por eso, muy curiosa además de excelente. Por lo demás, el procedimiento es el mismo que siempre ha expuesto: mostrar la matriz al rango de obra autónoma. Despojar al grabado de sus complejos gremiales, menores o nobles, interrogándolo acerca de sus (i)limitados recursos conceptuales para ir más allá de la serialidad tradicional (la edición en Abelito puede ser la conjunción entre el original múltiple y el objeto escultórico autónomo) y de la obra masiva reduciéndola, en muchos casos, a piezas únicas, como es el caso.
El estudioso David Mateo lo vio claro desde el comienzo: “… Abel Barroso incidía sobre el cuestionamiento de la aparente autonomía del procedimiento xilográfico, al poner a interactuar por igual, en instalaciones de un gran acabado e ingenio, los tacos y las matrices. Alcanza a concebir una obra que se articula a partir de la sagacidad misma de su autoreferencialidad, de su sistema de construcción y des-construcción”(5).
De modo que aquella obra, expresemos que adelantada, viene a ser un nexo imprescindible para una carrera de veinte años. Aunque, vale decir, entre aquella y esta muestra Abelito ya había ensayado con fronteras a escala de maquetas en Visa para el Dorado, Border Patrol, entre otras. En ellas pareció un elemento nuevo: hablo del acrílico grabado y persiste el documento como algo intruso y ajeno al grabado. También aquí, como en otras, el espectador completa el acto de creación haciendo girar las manivelas que permiten el paso o no, la vida o la muerte.
Por otro lado, para acabar de demostrar que él no es un grabador en sentido estricto sino un artista expansivo que va más allá del género, Abel comienza a realizar diseños digitales que luego lleva al lienzo en calidad de proyectos y de pinturas autónomas al mismo tiempo.
En Un país es una ilusión Abel diseña fronteras de cualquier tipo y en diferentes latitudes; y vuelve a apelar al esparcimiento juguetón y de facha naif como mitigador de responsabilidad. Ahí están las mesas de juego o las pistas para competencias de bike y patinetas. Las imposibilidades de un cruce real o las argucias realizadas para violar los controles nos hablan del status difuso y real de las fronteras y de una globalización consistente, además, en la exclusión. Las migraciones, por supuesto, no son tan fluidas aunque sí constantes. A cuenta gotas llegan las personas a su destino deseado. También mueren a borbotones.

Si alguien dice, como alude el título de esta muestra, que un país es una construcción mental (lo cual puede significar apariencia y engaño) deducimos que esta expo es un manifiesto antimoderno referido al desvanecimiento de las soberanías y estados nacionales puesto que en la ilusión se barren las fronteras reales, representando su ocaso en una era en la que, en teoría, se tiene acceso a todo y a todos. Pero no, el artista nos advierte que ese es un privilegio del capital económico y financiero.
Si todo país es una ilusión, todo país es, además, una ficción. Una sublimación que borra las desazones y los desmanes. Construcción que el imaginario diseña a partir de aspiraciones personales mezcladas con aludes publicitarios y carencias reales. Todo país es también, una evocación. Una mezcla de esperanza y desencanto poco legible.
Todo país es, incluso y sobre todo, una confusión.
Una de las cartas más hermosas que he recibido en mi vida la escribió Manuel Sosa, poeta cubano que vive en Atlanta y que puede resumir, desde la poesía, el espíritu de la muestra que Abel nos da:
“La vita nuova es padecimiento y nostalgia. Pero la intuición es una llave eficaz. Existe una nueva certeza: todo es natural. O mejor aún, todo es natural y nada es real. Si no pensáramos así no podríamos sobrevivir. El paisaje no es real, es sólo una proyección de nuestros caprichos. Ahora mismo, mientras recordamos haber orinado una palma, o comido un vástago tierno de yerba de guinea, nos damos cuenta que hemos comido y orinado una porción de vacío.
En la larga angustia del caer de una gota, no hemos visto la caída. No vale la pena poetizar y encerrar una imagen de rocío, si no podemos poetizar las chispas de caca en el borde del retrete de Celedonio.
El guarapo gotea del manzano, y los cuervos atacan las plantaciones de plátano burro, tan caros a Bartolo.
De modo que no debéis preocuparos. En este mundo todo es posible, hasta la redención.
La zafra todavía puede ser de todos.
El cuervo y el tocororo son el ave.
Celedonio y Ebenezer apestan”.
Después de esto, qué puedo decir. Ah!, que el subrayado de la palabra “ave” es mío.
Notas:
(1) “En contraste con el imperialismo, el Imperio no establece centro territorial de poder, y no se basa en fronteras fijas o barreras. Es un aparato de mando descentrado y desterritorializado que incorpora progresivamente a todo el reino global dentro de sus fronteras abiertas y expansivas”. Michael Hardt y Toni Negri. Imperio. s/d.
(2) Esta serie incluye obras como el Puente de la globalización (pieza que incluye la vídeo-proyección).
(3) David Mateo. “Vindicación del grabado”. En Incursión en el grabado cubano. Artecubano Ediciones, 2001.
(4) El tema de la insularidad fue una obsesión súper cara al arte cubano que se realizó básicamente en los noventa.
(5) David Mateo. Ob. Cit.. Pp. 64-65.
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