Elvia Rosa Castro

DECLARACIÓN

Ángel Ricardo Ríos es, ante todo, un antirreformista pintando. Ni anda con literalidades y muchísimo menos con austeridades. Está muy lejos del didactismo de la Reforma y del espíritu racional que inyectó en todos nosotros esa oleada de vocación pedagógica. Antes bien, su pintura es un acto de empedernido derroche y de culto al orden somático, al cuerpo como centro proyector de todas nuestras acciones. (Por cierto, un cuerpo que en su obra ha quedado oculto para enseñarse en un mundo de objetos preñados de alma y subjetividad).

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Norman Brown (1913-2002) (1), el destacado culturólogo norteamericano, comenzó su ensayo Dionisos en 1990 hablando de ese clásico del teatro que resulta Las bacantes y citando a Sócrates en el Fedro: “nuestras mayores bendiciones nos llegan por medio de la locura (…)”. Pero al teórico más conocido y buena gente de la contracultura no le interesa la locura como algo en sí, sino como consecuencia, como una manifestación cultural del exceso (2). Y como todos los caminos conducen a Roma (3), dicha noción le hace pariente de los estudios sobre el barroco y de la idea enarbolada por Severo Sarduy sobre esa lógica cultural como generadora y expresión de “súperabundancia y desperdicio”. Por caminos aparentemente diferentes ambos escritores estaban explicando una era a través de claves muy pero muy similares, las mismas que ayudarán perseguir y aprehender la poética contenida en las pinturas de Ángel Ricardo Ríos.

AL GRANO

Ángel Ricardo Ríos  pertenece a una generación de artistas que
puso de moda la realización de proyectos como apoyo semi autónomo a una obra
“mayor” consistente en alguna escultura, una instalación o un objeto. Se
trataba del correlato bidimensional que podía suplir el fastidio y el costo que
suponen la producción, el traslado o el emplazamiento de una obra grande en un
espacio determinado. Como lo afirma el propio artista, en un comienzo las
pinturas eran “la dama de compañía” de sus objetos. Y se exponían a sabiendas de que habían hipotecado su aura en proyectos de
mayor envergadura e incluso. Puede sumarse cierto desdén existente hacia la
pintura –que ya comenzaba a ser reconsiderada-, por lo que podía resultar  hasta bien visto que esas telas hayan sido
sólo prolongaciones, es decir, que tras de sí hayan existido otras pretensiones
que les trascendían. Si a ello le sumamos que el interés del artista
siempre residió en el diseño y la arquitectura, pues realizar una pintura a
guisa de boceto funcionaba de manera muy orgánica y coherente.

Sin título

Con el tiempo, la pintura fue ganando protagonismo y los
objetos sabían acoplarse a ella y en ella sin complejos de bastardía. O mejor
dicho, ellos le dictaban, exponían su lógica. El aspecto físico que implica el
pintar le ganó a los complejos intelectuales. El soma sojuzgó al ego y el gesto
sobrepasó al cálculo: el placer se restauró por derecho propio. A esto pudiera
llamarse la seducción del material (olor, tacto, sensualismo, trasiego de
pigmentos, gimnasia…). Sin embargo, la relación fruitiva no radica únicamente
ahí, sino en saber sacarle lasca a la pintura como espacio eficiente de
representación. En tanto Matrix
autosuficiente y autorecargable. Que hable ella por sí, arme su oratoria y sea
capaz de convencer pues si hay algo que salva al arte en su capacidad de
aparentar. (Ars est celare artem).
Entonces lo importante aquí radica en saber que estás en un campo de simulación
plus, ficta. En una construcción que
de ser legítima se interroga todo el tiempo, a tal punto que muchas veces se
autodestruye. Pero no nos engañemos, incluso en ese acto suicida, el arte
siempre habla del arte.

Entonces, no es absurdo pensar que
las pinturas de Ángel Ricardo son teatrales en tres direcciones: en un sentido
inmanente como el descrito en el párrafo anterior (como toda pintura, por
supuesto); porque han cargado con la herencia discursiva de su autor; y por la
propia metodología barroca (por supuesto, llena de teatralidad) que ha devenido
su poética, o viceversa (¡Sabrá Dios!): hiperbólica, excesiva, derrochadora y
sensual.

A fines de los años ochenta Richard gustaba de realizar instalaciones que exigieran un despliegue de materiales donde obligatoriamente se involucraba al espectador. En tal sentido eran piezas vitales que poseían el don del ritual gracias al aparataje emplazado y eran portadoras de una rara “condición performática”. Environments que resultaban la proyección de una vocación e interés -velado en ese momento- por la arquitectura y el diseño de interiores de los años 20 básicamente. Al referirse a dos trabajos de Ángel Ricardo pertenecientes a esa época, Antonio Eligio Tonel escribió: “Ambos conjuntos incorporan rasgos definitorios, estables en la proyección artística de Ángel Ricardo: atribuir el trabajo escultórico un sentido escenográfico, de modo que la  obra como totalidad  incluya  aquellas acciones  que se desenvuelvan en o a partir de el espacio construido” (4).

La cerámica nazca ya existía antes de que tú nacieras

Esa capacidad de convocar desde una puesta en escena dada persiste en las pinturas de Richard, ya sea desde la incomodidad que supone el desparpajo de los objetos o desde cierta activación de nuestra libido. Son, sin dudas, un convite a saltar a una superficie orgiástica llena de volúmenes y colorines, donde la teatralidad se afinca en lo espectacular y la serialidad, aquí más propia del barroco que del minimal. Las formas se repiten una y otra vez dentro del cuadro y se expanden hacia el cuadro de al lado, formando así murales inmensos de varios paneles pintados.

Estamos en presencia de una apoteosis de los sentidos (un pilar, también del barroco). Definitivamente, Ángel Ricardo es un contracultural sin remedio. Al dar riendas sueltas a las potencialidades y posibilidades del objeto resulta que nuestras acciones han sido replicadas: ¡esos cojines, hongos y frutas son performers! Se han somatizado de tal manera (la mayoría se ha ablandado) que han perdido su valor de uso, tajantemente, para expresarse ellos mismos en una suerte de manifiesto de la libertad. Son sus propios voceros al tiempo que, de alguna manera, lo son de nosotros también.

Los objetos han pasado del pretexto al sustento. De coartada transitaron a condición ontológica. En estas pinturas han perdido la cualidad de ready made (que sí poseían en las esculturas e instalaciones) para convertirse en una suerte de autorretratos hiperrealistas (5), en el objeto que se exhibe con la impudicia del mundo, tanto por sus proyecciones sexistas como por la visualidad del bad painting que deviene recurso pictórico idóneo y muy coherente siempre que hablamos de excesos, violencia, incontinencias y gozadera (6).

Copulas interminables (serialización) y desafuero sin censura como
resultado de una hiperquinesia, de una alteración objetual que deviene en
híbridos difíciles de clasificar.

Esa juntamenta que al final resulta en sincretismo. Es por ello que aquí el híbrido no proviene de una aleación caprichosa y mental asentada sólo en lo formal sino como el resultado del éxtasis objetual (de la forma sí pero también del feeling, o mejor dicho del deseo, de la alteridad pura). Esa idea de la bacanal (donde todos se amoldan a todos sin presión, donde todo el mundo es blando) como alma mater de la hibridez es más que seductora. En definitiva si esta última es una manifestación de la resistencia, no dudemos en que es el cuerpo y sobre todo el sexo el recurso más contundente para mostrarla. Me matarían los súper filósofos con esto pero estamos siendo testigos de  una metafísica del objeto asentada en lo erótico y sensual. De eso va la esta obra de Ángel Ricardo Ríos: de una pintura siempre en trance, tolerante. Donde el objeto se ha desbanalizado totalmente.

Notas:

(1) Por cierto, hijo de una cubana.

(2) Aquí, él continúa las tesis de Georges Bataille.

(3) Por muchos años Ángel Ricardo tuvo su taller en la Colonia Roma, México DF. De ahí que esta expresión adquiera aquí una doble connotación.

(4) Antonio Eligio Tonel. El objeto: pretexto y recorrido. Llamo la atención sobre el título de este ensayo pues que volveré a él en sentido inverso. Las negritas en el término “escenográfico” son mías.

(5) Aquí utilizo el término teniendo en cuenta más lo que supone que el estilo. Lo hiperreal suponen un zoom macro. A esto me refiero.

(6) Ángel Ricardo Ríos en varias ocasiones pinta con meticulosidad, con los ojos puestos en el acabado pulcro, casi industrial pero esa pintura no afecta nuestros sentidos como lo hacen las que son realizadas bajo la extensión bad painting. Aquí se da el lujo de dejar áreas o líneas sin pintar, esgrimiendo así lo inacabado como criterio de suficiencia (raro, como los japoneses) y de paso vuelve a esos años de fines de los 80, en los que Tomás Esson y el grupo Puré asumieron las “formas malas” como una suerte de agresión al contexto o declaración de principios y actitud (rebelde, crítica…aunque ya sabemos que “la metáfora no hace revolución”).