Beatriz Gago
“Ellos no producirán un torrente interminable
de obras, más bien crearán eventos.
Eventos que generarán enigmas.
Esta tendencia existe ya en el arte y
no podemos detenerla, aunque quisiéramos”
Mario Perniola (Sobre el artista de la esfera social)
I
Mi reencuentro con el Centro Histórico de La Habana, unos diez años atrás, tuvo que ver, precisamente, con el arte contemporáneo cubano y con mi creciente afición por observar cómo algunas lecturas sociales dadas desde el mismo, apuntaban con claridad a definir críticamente ciertos procesos epocales.
Por aquel entonces, hacía tiempo que había aceptado pensar a este lugar como un recuerdo, cada vez más borroso, de un sitio arqueológico cualquiera, de un vestigio en plena destrucción, hacia el que no valía la pena volver la mirada. El camino hacia el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, la Fototeca de Cuba o el Centro Wifredo Lam, a donde me impulsaban continuamente a volver los programas de exposición, me alentaron a soportar el olor de la precariedad de la vida en las zonas más profundas de La Habana Vieja y el asfixiante polvo resultante de los derrumbes y demoliciones, como si se tratase de un acto de fe.
Transcurridos los años, a pesar de que he olvidado ya algunas de aquellas exposiciones —afortunadamente no todas—, conozco en cambio casi todos los rincones de la ciudad vieja y he llegado a disfrutar el ser testigo de su progresivo renacimiento. Un proceso sobre cuya efectividad se ha polemizado extensamente y que ha soportado muy variados juicios, desde el que sustentan algunos al considerarlo epidérmico y efectista, hasta el de admiración por aquellos que anhelan extrapolar sus resultados a otros espacios vitales de la ciudad, que mueren ante nuestros ojos y difícilmente sobrevivirán sin un corazón y una voluntad que los acoja.
Hoy, mientras hacía por enésima vez mi camino, he recordado una lectura reciente de José Ortega y Gasset que me ha hecho evaluar desde otro ángulo mi eterna ambivalencia.
II
Cuando el 12 de mayo de 1937 ascendió al trono del Reino Unido Jorge VIII, algunos sentenciaron —ante la inusitada solemnidad con que el pueblo británico asumió el acto de coronación— que la monarquía era, como institución, solo un residuo meramente simbólico de otras épocas, que no ejercía función alguna dentro de la historia contemporánea de su país.
Ortega, cronista del hecho y observador agudo, señaló en aquella ocasión que si bien la monarquía, ciertamente, ya no ejercía en el imperio británico ninguna función objetiva, esto no la convertía en una institución vacía o carente de servicio, y que por el contrario, dicha monarquía ejercía una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar, desde el presente, y recordar al pueblo británico la importancia y la monumentalidad de su pasado. 1
Salvando las distancias culturales e históricas, quizá deberíamos ver así, una de las funciones del todo esenciales y hasta ahora no totalmente comprendidas de ese proyecto imprescindible que constituye la restauración del Centro Histórico de La Habana. Como en el caso a que alude Ortega, tampoco la antigua ciudad amurallada, un micromundo que pervive desde y por la tradición, existe para administrar justicia, dirigir un ejército, o gobernar un país. Sin embargo, si no fuesen suficientes razones el haber humanizado la vida de miles de personas, dignificado su entorno, si no fuera bastante el proteger las artes, traer de vuelta la enseñanza de los oficios, rescatar el patrimonio arquitectural, religioso y ceremonial; todavía sería imprescindible contar con este testimonio al servicio de nuestro intelecto, como contenedor de múltiples respuestas necesarias acerca de nuestro pasado como nación.
Persisten aún en mí, sin embargo, algunos sentimientos encontrados de admiración y rechazo hacia esta gran curaduría urbana en que se convierte el Centro Histórico de La Habana. Por un lado, no solo el patrimonio artístico rescatado, sino el que se ha integrado progresivamente durante estos años al conjunto arquitectural del mismo, es extenso y valioso; del otro, siempre sentí que el curador, comprometido férreamente con su misión histórica, exigía al arte del presente un innecesario anclaje formal en el pasado, una renuncia a todo recurso contemporáneo, que laceraba su frescura, su comunicación con un público que es, precisamente, el del ahora.

Un ejemplo de lo que consideraría una simbiosis perfecta entre el arte contemporáneo y el rescate de la tradición, sería la versión que en 2004 hiciera Lázaro Saavedra de La última cena, obra nunca expuesta en La Habana hasta hoy. La pieza representa ese momento bíblico en el cual Jesús se reunió con sus doce discípulos para anunciarles su sacrificio y su resurrección. Se trata de una instalación de grandes dimensiones, que muestra doce pantallas planas y emplazadas alrededor de una mesa impecablemente vacía, de acrílico transparente. Cada una de estas pantallas interpreta, mediante una imagen audiovisual, la personalidad de aquellos hombres elegidos que acompañaron a Jesús en su última noche. La fuente que energiza las pantallas es un generador situado al centro del conjunto.
Todas las versiones clásicas que reprodujeron este momento crucial de la historia, muestran a los apóstoles vistiendo los atuendos de la época y expresando en sus rostros las emociones que en ellos originó semejante anuncio de traición, muerte y salvación. Saavedra, en cambio, eligió situar toda la fuerza de su imagen en la conceptualización moral y ética de cada uno de ellos, sacrificando los elementos formales a favor de lo esencial y perdurable. Mediante esta simbolización, sensiblemente humanista, de la labor y el sentido de un apostolado en plena era tecnológica, Saavedra logró traducir y alentar la utilidad de ciertas virtudes en función de nuestros códigos éticos más inmediatos, y nos alertó sobre la actualidad de la traición enmascarada bajo actitudes aparentemente loables. No hay dudas de que este testimonio de la presencia de Jesús entre nosotros, hoy mismo, sería recibida con alegría por ángeles y arcángeles, bienvenida por todos los guardianes de nuestra historia. Pero sobre todo, ¿quién no alberga la esperanza de que este mensaje fuera entendido, algún día, por los habitantes de la ciudad?
Siempre he tenido la convicción personal de que La última cena de Lázaro Saavedra es una de las piezas claves que enriquecerían inobjetablemente el ya formidable patrimonio artístico de la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, o la sala principal de culto que atesora mucha de la iconografía cristiana de nuestra Catedral, donde ya un sacerdote ha dirigido —frente a mis ojos— la misa católica, con un coro de niños y jóvenes de todas las razas y asistido por una excelente percusión cubana.
III
A unos cientos de metros de estos límites territoriales, casi mirándose a las caras, están el Vedado y con él La Rampa, que simboliza (aún) la promesa cultural de la modernidad, la pluralidad del estilo y del pensamiento y, sobre todo, la página en blanco que invita a escribir el futuro. Dentro de esta zona pudieron coincidir, en perfecta armonía, el símbolo más relevante —a mi entender— de toda nuestra historia: la Universidad de La Habana, una anciana ya, de doscientos ochenta años; el gesto informalista y trasgresor de una Amelia Peláez en toda su plenitud; y el imponente Pabellón Cuba, con su casi ilimitada capacidad de albergar futuros proyectos desde la cultura. El Vedado que recibió el primero de enero de 1959, era un patrimonio arquitectural en expansión, que devenía un nuevo pacto entre arquitectura, arte y sociedad.
Como han descrito incomparablemente el arquitecto Mario Coyula 2 y sus compañeros de aquellos años de ansia experimentadora, conceptual y formal: “el espíritu creativo de los 60 se condensó en La Rampa […] Esas pocas cuadras en pendiente formaban el marco físico todavía flamante y con una vívida imagen urbana para una rica mezcla de funciones, edificios y personas. Allí se produjeron intervenciones culturales impactantes, alrededor de eventos como el VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos, la Muestra de la Cultura Cubana, el Salón de Mayo, el Mundial de Ajedrez o la Expo del Tercer Mundo. Algunas de las obras de la arquitectura moderna cubana más importantes fueron construidas en La Rampa de aquella época, como el Pabellón Cuba (1963), con una escala urbana perfecta; o la emblemática-icónica heladería Coppelia (1966)”.

Visto desde la lógica de un proceso de continuidad histórica, hasta ese momento sería aplicable la idea propuesta por el pensador H. K. Bahba en uno de sus estudios sobre nación: “Si los Estados nacionales son ampliamente considerados ‘nuevos’ e ‘históricos’, los Estados nacionales a los que dan expresión política siempre provienen de un pasado inmemorial y […] se deslizan hacia un futuro ilimitado.3
¿Por qué entonces —cabría preguntarse—, hoy día, ambas zonas: el pasado inmemorial y el presente que deviene a cada segundo futuro ilimitado, coexisten intercambiados, en cierta forma de Matrix temporal, sin conseguir fusionarse, continuarse o siquiera negarse? El primero, detenido en un lapso del tiempo histórico-formal que se asienta en el pasado, demuestra, en cambio, una febril actividad creadora y la constatación de un propósito que indica presente; el segundo, se debate en un presente conceptual de eterno espíritu transicional, fatalmente desplazado hacia la regresión y hacia la pérdida de sus referentes culturales más directos.
Baste subir la escalinata de la Universidad de La Habana, uno de los proyectos más fecundos en ideales y en personalidades ilustres que ha dado nuestra historia, y buscar respuesta en sus construcciones, su mobiliario, su patrimonio literario. O detenerse a reparar en que se ha convertido actualmente el muy tradicional y famoso Mercado Único de La Habana: ¿es cárcel, es ruina o es en verdad monumento histórico, este testigo de casi cien años de comercio e industria en Cuba?
¿Dónde están las ambientaciones, murales y esculturas que complementaban la arquitectura de la ciudad? Han desaparecido ya algunas importantes piezas de este trayecto: el mural de Cundo Bermúdez, en la esquina de 23 y M, fue extirpado durante un proceso de “restauración” de la edificación; e igual suerte corrió el mural del maestro Mariano Rodríguez que ambientaba un espacio de pared de cerca de veinte metros en una de las áreas del Hotel Nacional; se ha perdido la valiosísima pieza mural realizada por Roberto Diago en la tienda California; y ha quedado diezmado el conjunto creado en la escuela de Santa Clara por varios pintores de la vanguardia cubana como un gesto colectivo de responsabilidad social. Dormitan, tras un falso techo que les encubre, sin acto alguno de preservación, los murales realizados por Domingo Ravenet para la biblioteca de la Universidad de La Habana.
Pero aún más, también algunas de las obras emblemáticas de la Revolución han empezado a ver desaparecer sus colecciones apenas disfrutadas, escasamente catalogadas o documentadas. Del conjunto de murales que alguna vez perteneció a la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin, paradigma cuyo prestigio perdura de una formación integral de la juventud cubana, han dejado de existir la mayoría de sus obras. Algunos proyectos institucionales actuales incluyen obras de limitadísimo o casi nulo acceso al público, como sucede con el conjunto reunido en la Universidad de Ciencias Informáticas. Semejante mapa de la ciudad se traduce en un conjunto de coordenadas culturales de lectura imposible. ¿Dónde y cómo se podrá, entonces, apreciar la continuidad del programa, salvo en algunos gestos aislados de instituciones comerciales como el Centro Comercial de la Puntilla o el Mercado de Carlos III, que han apostado por incluir arte entre sus opciones de excelencia?
Los cubanos solemos ser hipermétropes sociales por naturaleza: discernimos con dificultad lo que ocurre ante nuestros ojos, aunque percibimos con aguda intuición los detalles desde la lejanía. Exaltados e impacientes, nos cuesta trabajo evaluar el resultado si este exige perseverancia y por ende espera, y nos seducen, en cambio, los milagros.
Hoy estoy segura de que es tan injusto llamar epidérmico al proyecto de restauración del Centro Histórico como ingenuo cerrar los ojos ante la realidad de una ciudad nueva que se convierte, progresivamente y ante nuestros ojos, en una ruina insalvable. Ambas, la vieja y nueva Habanas, se encuentran tan estrechamente unidas en su geografía como distanciadas —a la manera de istmos— desde su funcionalidad.
La existencia de esa polaridad irresuelta parece certeramente descrita en la obra Story, recientemente expuesta en el Centro Hispanoamericano de Cultura por el joven artista Jorge Wellesley. En una pared inmensa, destacada en negro, Wellesley trazó, utilizando un conducto para gas licuado a través del cual hizo circular nitrógeno líquido, dos fechas vitales para la historia de la nación cubana: 1492-1959 (en la portada de este post). El resultado visual se traducía en un intervalo histórico inviablemente congelado, que no admitía un antes y que no daba paso a un después. ¿Pertenece esta inscripción a la lápida funeraria de una de las vidas del corpus social? ¿Se trata de una construcción ficcional, consagrada a un ciclo que ha terminado, a una historia ya superada? De ser así, el artista ha escalado la lápida hasta el límite que corresponde a semejante figura retórica: la nación. Un comentario al margen, el completamiento de la idea de Bahba, podría añadirse, en forma de epitafio, al pie de la misma: “el nacionalismo debe ser entendido no agrupándolo con ideologías políticas conscientemente adoptadas sino con los grandes sistemas culturales que lo precedieron, de los cuales —así como contra los cuales— el nacionalismo emergió a la existencia.”
Jorge Wellesley se entrenó en la observación de las conductas sociales, gracias a su trabajo de equipo con el Departamento de Intervenciones Públicas (DIP), el cual investigó dentro de zonas poco conocidas de la relación arte-público. Una vez por su cuenta, aplicó su experiencia de estudiante en el DIP para sintetizar, en aparentes juegos conceptuales, algunos diálogos con el espectador desde sus códigos propios, especialmente desde la señalética del transeúnte.
Su tesis más importante está, sin embargo, reunida en una serie de ensayos sobre texto e imagen, que difícilmente podrían ser presentados o entendidos en el espacio de una galería. En una sociedad con un agudizado sentido del activismo político, los textos de Wellesley actuarían —parafraseando, si se me permite, a Kosuth— a la manera de “arte como activismo como activismo”.
En una obra como el tríptico Volverán, ¿Vuelven?, ¡Volvieron! (2006), el artista apela a la consigna social repetida desde el inconsciente, hasta conducir al espectador al acto racional de valorar una probabilidad de éxito o fracaso y, posteriormente, al resultado catártico de lograr un fin. Mediante esta operatoria, la obra se opone a la mecanización que provoca la reiteración del mensaje político. Antes que situarse pasivamente frente al progreso de la idea, el gesto se concentra precisamente en promover la evolución de la idea dentro del contexto específico.
IV
El uno y tres veces superado discurso de la representación objetual, pareciera haber mutado a nuevas vías de investigación conceptual, aplicadas a representar, desde el arte, algunas categorías inmateriales inherentes a la esfera social o filosófica: la verdad, la soledad, la justicia, el vacío, el mito, la patria. Para lograr dicho fin, algunos creadores se vincularon formalmente al recurso abstracto, de forma que todo elemento objetual, toda representación formal de texto o imagen, no cumple otra función que la de constituirse apoyatura, soporte pasivo, supeditado a un resultado que no existe visualmente ni ocurre en otro lugar más que en la conciencia del espectador. Puesta a prueba inicialmente en aquellos ensayos audaces del maestro cubano Raúl Martínez acerca del protagonismo y de la reiteración, que son ¿Foto?- Mentira y Dibujos para colorear, esta “otra” abstracción ha sido sostenida más tarde por la sólida obra de artistas como Ezequiel Suárez, Eduardo Ponjuán, Luis Gómez y Lázaro Saavedra; así como de algunos más jóvenes, entre ellos Jorge Wellesley.
Como sucedió en su momento con Martínez y como es común a casi todos estos creadores, sus obras —ya sean instalaciones, textos, imágenes o un collage de dichos elementos— tienen una operatoria común, que podría concluirse desde una lógica “muralista”: están pensadas y dirigidas a la intervención en un espacio “masivo y manifestante”. Llevar estas obras a su correcto emplazamiento y escala, resulta muchas veces arduo en un medio socio-cultural para el cual el arte en el espacio público, es solo aplicable desde la cautela de marcos excesivamente inocuos y controlados, y donde el solapamiento entre la visualidad del mensaje artístico y de la propaganda política resulta, por otra parte, completamente inconveniente.
He pensado muchas veces que si algún día despertara La Rampa de su largo sueño, si se sacudiese repentinamente de su deterioro, como para desprenderse de una piel gastada, si se decidiese a dar continuidad al gesto de Amelia Peláez y a esta historia contada desde nuestros símbolos, existirían dos obras que —sobre todas las que nunca olvidé en los últimos años— deberían quedar emplazadas en algunas de las paredes vacías de la ciudad y que hoy esperan el renacer de su antigua tradición cultural. La primera de ellas, sería el Homenaje real a Raúl, del controvertido Arturo Cuenca. El original es una litografía que muestra una humilde ciudad de tejados casi superpuestos, carcomida por el tiempo. Una pátina verde, como de moho y humedad, se sobrepone a la imagen, y sobre esta, el artista inscribió en caracteres de imprenta un mensaje: Estuvimos aquí, ahora.

La segunda Árbol semiótico, de Jorge Wellesley, concebida y expuesta en Galería Habana bajo una óptica instalativa; muestra todas las posibles derivaciones que se obtienen a partir de la palabra Verdad, hasta llegar a encontrarse, entre las más variadas alternativas, con la palabra Mentira.
Teniendo en cuenta la intensa producción artística cubana de los últimos treinta años, la selección de una obra para construir otro mural sería una tarea demasiado difícil. En este caso, “elegir” significa asociar dicha elección a cierta novedosa concepción muralista, que desafíe el concepto tradicional en cuanto a lo que arte en el espacio público y las convenciones se prefiere. Ambas, Homenaje real a Raúl y Árbol semiótico, provocadoras y analíticas, convierten el texto en soporte conceptual dentro de una obra de alto compromiso y conforman, en sí mismas, una excelente definición que podríamos legar a la posteridad: entre la verdad y la mentira, lo verdaderamente arduo es escoger cada paso del camino.
Este fragmento de nación que es la ciudad, tal como la sentimos y como la vivimos: inspiradora, y reconocida en cada uno de sus detalles, no es la misma ciudad que nos brindan las representaciones perfeccionadas en publicidades y propagandas con las que promovemos sus encantos, escondiendo sus sufrimientos. Conceptualizarla teóricamente podría dejar de tener importancia alguna ante los ojos de un presente de propuesta única, que tiende a borrar las diferencias; o podría ser, en su lugar, vital para el futuro de nuestra cultura.
NOTAS:
1. Una amiga que, siempre con sabiduría, corrige mis textos, me ha sugerido que apoyarse en la cita de Ortega, en este caso particular le parecía “algo ligeramente ocioso a los fines de esa idea y del texto; pues el hecho de que el patrimonio simbolice y recuerde el pasado es algo tan estudiado y asentado en la heritología de la cultura occidental que traerlo a colación a través de esa cita lo sentía como algo naif”. He preferido, en contra de su consejo, conservarla porque, si bien a la mirada de un lector europeo una alusión a la heritología podría ser interpretada como pura ingenuidad del autor, a los ojos de un cubano común, en cambio, podría resultar un concepto sumamente abstracto, en tanto que la posibilidad de incentivar su comprensión, de sentirla como un derecho individual, posiblemente les conmovería. Es necesario tener en cuenta que en la vida cotidiana somos adictos a enorgullecernos de nuestros enlaces genealógicos con culturas más o menos distantes y a encontrar orgullo ciudadano y personal estrictamente en el presente, así como a referirlo estrictamente al campo político.
2. Mario Coyula, “El Trinquenio Gris”, conferencia ofrecida en el Instituto Superior de Arte de La Habana, 2007.
3. H. K. Bhabha, “Narrating the Nation”, en Nation and Narration (compilación), Londres, Routledge, 1990, p
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