…y a la memoria luminosa de la Crego
Eso del “chance histórico” de las producciones de provincias, me ha venido de maravillas. Pero no me voy a acercar aquí al arte desde el ámbito formativo de las academias provinciales, lo haré desde la presunta cara opuesta.
Resulta que cuando revisamos alguna bibliografía sobre el arte popular o naif en diversas latitudes, y sin jamás ser absolutos en ello, salta a la vista que en más de un caso, los exponentes de este tipo de arte no profesional, o de elección estética al margen de ser profesional o no, han germinado en espacios de provincias, en sus ciudades y pueblos, aldeas y periferias rurales. Santa Clara, para no ir más allá, con tantas obras facturadas por tantísimos artistas sin formación académica en escuelas de arte, radicados en la ciudad y más de uno con estudios de algún tipo, pudiera ser una buena excepción donde este arte comparte perfiles urbanos.
Ello lo hace sintonizar con regularidades que salen a flote en cualquier estudio a fondo del peregrinar no exento de su propia utopía tras un Movimiento de Dibujantes y Pintores Populares de Las Villas, luego Grupo Signos. “Movimiento” que, ya sabemos, fue en extremo particular, llevado al vaivén de quienes lo condujeron de una u otra manera entre nosotros: un Samuel Feijóo, un José Seoane Gallo, o esa empeñosa continuadora del ideario feijosiano, Aida Ida Morales.
Sin embargo, traigo a colación esa cita breve de historia, pues si esta no fuese caprichosa, tal vez no fuera posible tampoco la credencial sustentada en los últimos años por algunos
resultados de relieve. Me refiero, por ejemplo, y yendo en retrospectiva, a cuando la
villaclareña Betzi Arias López recibió el Primer Premio en el Festival de Arte Naif, en el
capitalino Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (CDAV), en 2014; o a cuando dos años antes, en el Festival Internacional de Arte Naif, esa vez celebrado en la Casa de Cultura de Playa, el villaclareño Rolando Quintero Capote se alzó con el Gran Premio del jurado; o a cuando en el Salón Nacional de Arte Naif, inaugurado en la Casa del Alba Cultural en 2010, el Primer y Segundo Premios fueron otorgados, respectivamente, al remediano-cienfueguero Julián Espinosa Rebollido (Wayacón) y al santaclareño Alberto Anido Pacheco; mientras, el gran Pedro Luis Ramírez figuraba entre las menciones. Me estoy refiriendo solo a los reconocimientos en esas sucesivas ediciones del evento
—auspiciado por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP) que en un primer
lapso mostró un interés que después pareció decaer—, pues de Villa Clara participaban prácticamente delegaciones, y eso es ya un crédito a favor.
Argumentos que bastaban para defender con garra el lugar ganado: si no nos engañaron Villa Clara, como ninguna otra provincia en el país, se había colocado en un sitio de avanzada en el arte popular (naif, espontáneo, intuitivo, ingenuo… o como se le quiera llamar).
El arte popular —como preferimos llamarle por su acepción amplia— del centro del país, encarna un fenómeno artístico regional, extracapitalino, distintivo sobre todo de las provincias de Villa Clara y Cienfuegos, en las cuales recorre una trayectoria que parte de una unidad esencial a la búsqueda de una identidad que no se desea folclórica y ni siquiera se reduce al ya tópico universo de lo rural. Esa perspectiva de folclorista de Feijóo, que es a quien pienso le correspondía en verdad el título de cuarto descubridor de Cuba, ha ninguneado a veces su real dimensión cultural, sobre todo desde la mirada de los grandes —y no tan grandes— centros hegemónicos. Sancti Spíritus en tal sentido fue siempre un mundo aparte, al menos en el fichaje de Feijóo, incluso cuando allí el cartero y pintor naif de Trinidad, Benito Ortiz, se destacó a la par del espirituano Juan Andrés Rodríguez Paz (El Monje) como los dos grandes jerarcas, y en el caso de este último, con una poética muy aliable al imaginario del intelectual líder villaclareño.
Pero, para no apartarme mucho del tema de los puntos de llegada, pensemos en un tipo como Noel Guzmán Boffill —quien puede llegar a ser “mortificante” en igual dosis que trabajador—, que se apareció con Las profecías de Ezequiel (1987) a un Salón Provincial allá por los finales de los ochenta. Por las razones que hayan sido en lo tocante al acceso —supongo que por la lucidez de un Orlando Hernández—, lo cierto es que hoy esa misma obra comparte espacio en la salas de arte contemporáneo de nuestro Museo Nacional de Bellas Artes escoltado por titanes del arte cubano del fin de siglo anterior.

Boffill emerge en un momento de renovación de los códigos feijosianos de lo popular en el centro del país, obstinados y puede que hasta extenuados con la cartulina y la plumilla, aun cuando es ese un legado de peso que sigue asomando cada día y para bien. Y quizás Boffill fue pionero en ese “chance histórico”, o mejor: completaba un ciclo abierto por Feijóo y Seoane desde mediados del siglo pasado, avanzando ahora un naif que desde lo díscolo de su apariencia, interactuaba con los códigos conceptual y formalmente igual de inquietantes asumidos a la sazón por el arte (cubano) contemporáneo.
De pretender añadir más datos, pudieran hasta estimarse de puro relleno. Pero ahí les van: el buen número de creadores villaclareños representados en los dos tomos que en 2004 y 2009 editara el sello Artecubano Ediciones del CNAP del título Arte Mágico en Cuba, de la autoría de Gérald Mouial, quien fuera autor, además, de una monografía sobre otro villaclareño ya mítico en vida y sencillamente “monstruoso”, El arte fantástico de Pedro Osés, cuya maqueta ha quedado en no sé bien qué manos; y añadiremos aquí la nómina de creadores, villaclareños todos, de El aullido infinito (Premio Memoria 2012), libro de Yaysis Ojeda Becerra, a propósito del art brut, con el que esta curadora venía trabajando por varios años en Santa Clara en un proyecto muy serio del que en La Habana apenas se sabía. Y si quisiéramos obviar, por parecernos poco, la nutrida y sistemática participación sin premios en metálico, o sea, por mero amor al arte —increíble en estos tiempos—, en las convocatorias del Centro Provincial de Artes Visuales de Villa Clara a través de sus Salones Territoriales de Arte Popular —cada vez más consolidados, manteniendo su prestancia cultural y los únicos certámenes capaces de crear expectativas cada año—, o las numerosas exposiciones, o los resultados ofrecidos por el proyecto Sala Pedro Osés orientado a investigar y promover el arte popular entre 2010-2017, y alguna que otra presentación ocasional en los circuitos habaneros; hay que ver cómo “los populares” tampoco se han quedado a la zaga en lo referido a su aceptación en citas internacionales. Sean ejemplos: Jorge Luis Sanfiel Cárdenas, el único cubano en el IV Festival Internacional de Arte Naif y Outsider Art FESTNAIVE de Moscú (Rusia, 2013); y el más joven de todos, ya algo crecidito, Kevin Gálvez Fernández, aceptado en el VIII Festival Internacional de Arte Naif de Katowice (Polonia, 2015) y participante en los últimos Festivales Internacionales de Arte Naif en Lima, Perú.

Hablo sobre todo de créditos que vienen del sector institucional, pero que han sido gestionados a título individual por estos artistas, con una pujanza que no sobreabunda entre los artistas profesionales del territorio. Y a diferencia de Cienfuegos, gente como Sandra Levinson no hace por Villa Clara muy largos recorridos, o si acaso se ha tratado de “visitas dirigidas” y ciertos encuentros casi secretos.
No obstante, al haber marcado pautas desde una región que en esas sendas tiene una historia muy singular, los villaclareños tomaron la delantera en el arte popular cubano (Bayate, en Oriente, tiene una historia —que conozco— muy posterior y que puede aún estar gateando); y en ello, por supuesto, a la fecha han desarrollado cierta maña, pero conservando una transparencia que aun en este sector del mundo del arte se torna extraña a estas alturas. Le basta que es un arte con una calidad sobresaliente acorde a su propio rasero, ante el que ningún conocedor podría quedar impasible; pero, asimismo, suficiente, con esa reciedumbre difícil que le ha permitido no sucumbir de golpe al populismo de alguna política institucional descarriada o a ese mercado de rango predecible en el llamado por Gerardo Mosquera hace casi cuarenta años “paraíso del dibujo primitivo” (se refería a Villa Clara).
Se trata de algo más que estadísticas a las que podríamos adivinarle una posible tesis de fondo y a la que, por cierto, no se ha prestado mucha atención ni por quienes más la debieran defender. Quedaría para otra meditación todo lo que a la postre demostró en Villa Clara haber quedado fuera de su “chance histórico”, en un alcance amplio del sintagma. Mientras, me quedo con la idea de que existen procesos generados por cierto tipo de azar y razones de pura geografía que comenzaron urdiendo lo que después serían empecinamientos históricos.

Pero se trata, al parecer, de la necesidad también de creerse una historia, en no pocas ocasiones garantía de una agradecible dignidad artística, en ese equilibrismo que tiene ya su propia angustia al no querer —ni siquiera por los más naif— “pecar de ingenuos”.
En portada: Betzi Arias López: Cuando el burro dice no, una de las obras del dueto de obras premiadas de esta autora en el Festival de Arte Naif, Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, La Habana, 2014.
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