Héctor Antón Castillo

En el año 2000, durante las muestras colaterales a la VII Bienal de La Habana, el Salón Blanco del Convento de San Francisco de Asís fue escenario de un acontecimiento singular. Bajo la aureola de su vertiginosa carrera internacional, Kcho expone Para olvidar, una exposición que constituyó el clímax de sus indagaciones visuales con respecto a las consecuencias de la precariedad y las ambiciones que sobrepasan a los atascados de la historia. Así, el centro de atención giraba alrededor de El camino de la nostalgia, versión ampliada del otro pedazo de muelle instalado cinco años atrás en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam. Aquella tarde, entre la multitud de espectadores, un conocido dramaturgo cubano exclamó muy cerca de la instalación: “encima de ese embarcadero tan sobrecargado de vacío se podría representar La isla en peso de Virgilio Piñera”. No se equivocaba. A esas alturas, la obra de Kcho situaba la escala de las instalaciones al nivel de la profundidad del conflicto. Ese vórtice convertía a la nostalgia del camino rebautizada como Anatomía del desastre en el lugar idóneo para que el poema de Virgilio alcanzara su definición mejor. La parquedad casi minimal del primer Kcho había quedado atrás. Tal era el tremendismo de sus piezas que el ámbito de la galería parecía insuficiente. Así, los espectadores más perspicaces esperaban que estos gestos invadieran el espacio público de un momento a otro. Esta salida propiciaría la apertura hacia una interacción con ese paisaje humano del que se nutren dichas intuiciones para configurarse plásticamente. 

Pero nada estaba tan lejos de la verdad. Desde sus comienzos, Kcho se reveló como un creador espectacular, cuyos emplazamientos respondían a una sensibilidad más proclive a la expansión que a la contención. Cualquiera diría que el propósito de obsequiarle un espaldarazo a lo sobredimensionado constituía una empresa imposible según la naturaleza de su temperamento. Un ejemplo de ello se percibió en la mencionada Para olvidar. Una de las obras incluidas en la exhibición era su antológico Plan Jaba tirado encima de una larga mesa. Ahora, el conservado artefacto de yarey podía ser la isla en reposo, la cena desconocida o el recuento de los orígenes. Desde la sencillez de su intencionalidad, el “nuevo” Plan Jaba era un simbólico manjar para las miradas extraviadas. Paradójicamente, el tema de la muestra emplazada en el Salón Blanco y que había ganado protagonismo en la carrera de Kcho no era para nada espectacular ¿Sería ésta la peor trampa de su trayectoria artística? ¿La razón y la intuición entraban en una pugna generada por el antagonismo entre la forma y el contenido? Al margen de una justificación anticipada, los riesgos que estas interrogantes comprendían, se hallaban en la balanza donde lo pequeño e intrascendente no consiguen salir airosos frente a la grandeza que el arte y la vida procuran abarcar a toda costa. Ello reafirmaba esa inclinación de la condición periférica-insular hacia lo hiperbólico como antídoto contra la dificultad de representar lo inabarcable desde presupuestos afines a la naturaleza de su estirpe.

LA PARTIDA

En plena vuelta al oficio del arte regido por la buena factura imperante en los noventa, la propuesta de Kcho era catalogada como una “contraestrategia delirante” emprendida por alguien expuesto a ser traicionado por su propia intuición. Sin embargo, la muestra El artista del mes que le dedicó el Museo Nacional de Bellas Artes en 1992 desmintió los rumores que le auguraban un fracaso seguro. Más que una presencia, la ocasión sirvió para captar una personalidad tan indomable como la cualidad de sus materiales. Sin embargo, el empleo de la iconografía proveniente de los emblemas de la nacionalidad compartía un interés que se extendía desde Alejandro Aguilera y Oscar Aguirre hasta René y Ponjuán, Osvaldo Yero o Esterio Segura. De esta manera, la palma, el machete, la bandera o el escudo nacional sirven para que Alexis Leyva Machado (Isla de la Juventud, 1970) entreteja fábulas donde lo político y lo doméstico entablen una controversia matizada por el equilibrio entre la materia y el símbolo. En esta línea se ubican obras como Mi jaula, Materialización del objeto soñado o La peor de las trampas. Esta última es una escalera hecha de ramas y tela cuyos escalones son machetes afilados. Recostada a la pared, La peor de las trampas (1990) era una alerta simbólica acerca de esos peligrosos complejos de identidad, empeñados en malograr la tentativa de aniquilar los cimientos del retraso tercermundista. Paradójicamente, en esta pieza la razón domina a la intuición y constituye un momento de lucidez en la trayectoria de un artista que, frecuentemente, no logra controlar los desbordamientos de su imaginación.    

En medio de una etapa del arte cubano entregada a la apropiación indiscriminada de los símbolos nacionales en correspondencia a las preocupaciones identitarias, el viaje y el éxodo se convirtieron en el tópico-cliché del que saldrían las futuras obras de Kcho. Pero el colofón tuvo lugar en el Ludwig Forum de Aachen, Alemania. Resulta que la selectiva muestra de artistas cubanos invitados a la V Bienal de La Habana (1994) coincidió con la salida masiva de balseros cubanos hacia las costas de Estados Unidos. Es así como un golpe de suerte en nombre de una tragedia incalculable transformó a La regata en una obra emblemática que, según los medios de difusión alemanes, sintetizaba la crisis por la que atravesaba la isla. La compra de la instalación por el empresario y coleccionista alemán Peter Ludwig, le otorgó a Kcho la doble condición de artista capaz de imponerse en el mercado y, a la vez, dotado para tocar los conflictos sociopolíticos más punzantes del espacio donde vive y trabaja.

FLOTANDO MAR AFUERA

Casi todo el reconocimiento internacional de Kcho se debe a la creencia generalizada de ser el artista cubano que mejor reflejaba el tópico de la emigración. Esto incidió en que se aferrara al tema a contrapelo de su agotamiento y, por supuesto, de la balsa como icono del que se derivarían la mayoría de sus dibujos e instalaciones. Un buen número de sus admiradores alegan que “el mercado no te permite cambiar” o aquello de que “si la fórmula funciona, no hay por qué cambiarla”. Pero este no era el punto clave del problema. Una cosa es pasarse la vida haciendo acumulaciones con toda clase de objetos como Arman o series de originales múltiples como Allan McCollum y otra banalizar comercialmente mediante repeticiones injustificadas una obra que alcanzó notoriedad al abordar las secuelas humanas del fatalismo geográfico que implica la “maldita circunstancia del agua por todas partes”. De esta forma, cuando Kcho irrumpe en Madrid o en Tokio con instalaciones de gran tamaño, ya la fría monumentalidad ha desplazado a la frágil calidez del artefacto desechable. En estas circunstancias, estaba más próximo a la visión heroica del artista-obrero creando obras alrededor del mundo sustentada por Richard Serra que al legado mitopoético de Juan Francisco Elso, nunca reconocido por el Kcho inicial como una temprana influencia. Siguiendo la ruta abierta por el pintor cubano-americano Luis Cruz Azaceta y continuada por otros tantos, el dolor volvió a tener un protagonismo estelar en galerías y museos prestigiosos del mundo. Al prevalecer la forma sobre el contenido, la riqueza del arte povera obtenida por muchos de sus cotizados precursores se hizo patente. Más que el decorativismo achacado por algunos observadores, su producción posterior tendía hacia la conversión en un souvenir naïf donde el descuido formal y conceptual comparten idéntica suerte.

DE LAS IDEAS MOJADAS A LA IDEA SECA

El Museo Nacional de Bellas Artes volvió a reabrir sus puertas en noviembre del 2001. No es casual que el invitado para la ocasión fuera Kcho, cuya propuesta tenía el aliciente de no reincidir en el tema de la emigración marítima en precarios artefactos caseros. El proyecto se fraguó en la Isla de la Juventud y, según el testimonio de sus cronistas, consistía en la manufactura de una serie de espirales construidas de júcaro y marabú. La jungla estaba destinada a rendirle un homenaje conjunto a Wifredo Lam y Vladimir Tatlin, el creador ruso del Monumento para la III Internacional. Otra vez estuvimos en presencia de una exposición sobreabundante, producto de su densidad acumulativa y desigual escala de las piezas. No obstante, lo que recibió el público habanero fue una lección de arte afirmativo, deseoso de saborear la aceptación institucional. De este modo, se hizo visible el atrevimiento de afianzarse como una precoz leyenda insular, capaz de igualarse a Lam y Tatlin antes que hacer coincidir en tiempo y espacio a estos maestros del arte moderno. En definitiva, la confluencia de mayor peso estaba vinculada a un fenómeno de mercado. Si La jungla (1942-43) de Lam fue adquirida por el MoMA en 1944,  Kcho entró a formar parte de la colección permanente del museo neoyorquino en 1995 con solo veinticuatro años cumplidos.        

Sin embargo, este no era el primer acercamiento de Kcho al sueño constructivista de Tatlin, quien se propuso “asaltar al cielo” en 1920 con un artefacto difícil de construir en su momento. Al retomar la idea de A los ojos de la historia, una torre-cafetera realizada en 1992, Kcho reafirmaba su pasión por las versiones, operación que tendría su corolario en los remakes que hizo de La regata. Recuerdo una versión de esta pieza extremadamente suave resuelta con sillas plegables, cuyo formalismo encolerizó al artista y crítico Luis Camnítzer mientras recorría los pabellones de la Bienal de Venecia. A propósito del versionismo, ciertas estrategias deudoras del pop se apoyan en la saturación del material o del símbolo con la finalidad de parodiarlo o vaciarlo de contenido. Pero en el ejemplo de Kcho, la versión de la versión no responde a una intencionalidad de saturación premeditada. En este proceso de “anarquía intuitiva”, el icono-balsa sufre un proceso de degradación conceptual que termina por aliviarle la carga sugestiva. En este aspecto, se revela una de las carencias vitales de este artista: la falta de un autocontrol poético que le permita manipular conscientemente el papel de los medios y los fines de sus materiales y símbolos recurrentes.  

Pero qué se proponía el artista cubano rescatando esa metáfora de “hacer posible lo imposible” desde la vulnerabilidad matérica de su estética pobre. A contrapelo del descrédito de las utopías contemporáneas, la actitud de Kcho denotaba un optimismo que neutralizaba la desesperanza latente en sus alegorías de la temeridad que significa lanzarse al mar en lo que sea con tal de avizorar otro destino. Aunque las utopías encarnan la naturaleza esencial del arte, este revival simbólico donde se pretendió la oportuna coincidencia de Lam y Tatlin con el objetivo de sedimentar el “Mito Kcho”,dotaba a su aún corto trayecto artístico del carácter de un errancia tolerable y, más que nada, confortable. Muchas figuras encumbradas del circuito internacional como el británico Damien Hirst o el español Santiago Sierra estiman que las retrospectivas son para muertos o ancianos ilustres. Sin embargo, esta otra manera de colocarse en la posición del consagrado prematuro que todo lo que hace merece el máximo apoyo institucional y la aprobación de todos, implica una pose de excesiva soberbia, distante de los simulacros de humildad perpetrados por los creadores más incidentes del arte povera

DE VUELTA AL REGRESO

Al parecer, la suerte de Kcho estaba echada en cuanto al eterno retorno de sus obsesiones insulares. Por lo visto, su encierro poético se tornó definitivo y las posibilidades de articular un relato acorde a los nuevos tiempos se volvían cada vez más remotas. Si la visión povera del arte significó una “contraestrategia” viable en los noventa, esta no tenía por qué instaurarse como el paradigma inmutable de una actitud. En su caso, aferrarse al formato vernacular implicó firmar un pacto con lo local equivalente a descartar el ámbito global. Devenida en catarsis local, la poética de Kcho sufrió los estragos de un éxito comercial que generó una estandarización precoz. Este declive se patentizó cuando empezamos a verlo reiteradamente en curadurías masivas donde se fundían artistas de diversas jerarquías y presupuestos estéticos. Semejantes torpezas estratégicas provocaban sentir lejano a quien debía estar probando fuerzas junto a lo mejor de la vanguardia cubana, que lo consideraba uno de los suyos desde principios de la década del noventa.

La dispersión fragmentada de iconos como fabelas, remos, botes, propelas, kayaks y embarcaderos en dibujos, grabados y variantes de técnicas mixtas descompactan la magnitud tragicopoética del tema central de Kcho, para reacomodarlo en una coordenada comercial de línea suave, donde lo que sobrevive de la trama re-creada son los adjetivos de ciertos títulos. Digamos: Bote con espinas o Kayak con espinas. Alguien podría argumentar que si se explota tan abiertamente la complejidad de un problema es porque este ya ha sido superado ¿Pero era pertinente un dictamen similar en el ejemplo que nos concierne? Aquí la lógica de la vida se entrecruza con la lógica del consumo del arte. Porque lo radicalmente grato como masaje visual es colgar de la pared de una casa o de un museo la imagen-residuo del triunfo definitivo del exorcismo sobre la persistencia de los malos recuerdos. En estas circunstancias, fluye una moraleja irónica: si la aceptación del caos invisible desplaza fácilmente al rechazo del caos visible, tantas miradas no pueden estar equivocadas como tampoco fuera posible seducir a tantos bolsillos. 

¿ÉTICA VS ESTÉTICA?

Todo este juego dual entre el temor y el anhelo del viaje nos remite a la idea esbozada por el escritor cubano José Lezama Lima del “peregrino inmóvil viajando únicamente en el carruaje de la imaginación”. Para el autor de La fijeza, los desplazamientos ficticios constituyen una forma de entregarse a los placeres de la resurrección, en tanto que los reales provocan un encontronazo anticipado con el más allá. No por gusto solía repetir: “Yo no viajo: por eso resucito”. Si es cierto que a Kcho no le gusta viajar y prefiere quedarse en casa aunque no pueda permanecer mucho tiempo dentro de ella, nada mejor que asumir el credo lezamiano para configurarlo en un desahogo visual, suficiente para exorcizar cualquier indicio de conducta irracional. Así, todo queda en el plano alegórico del pretexto, sin un compromiso serio con la verdad que aparentemente procura revelar. De ser una cosa o la otra, todo acaba en el mutismo de conflictos insuperables diluyéndose en su propia ambivalencia ¿Sería esta la causa de que la dureza gestual del primer Kcho incitara un consenso de alabanzas legitimadoras? ¿Habrá sido este el motivo fundamental para desembocar en una irreverencia que no encontró ningún tipo de resistencia?

Esa pobreza de transiciones formales y conceptuales contrasta bastante con la versatilidad de artistas puntuales del povera clásico como Michelangelo Pistoletto, capaces de experimentar con materiales tan dispares como los trapos y los espejos, sin descartar las posibilidades que ofrecen medios como el performance y el arte público o fenómenos como la realidad virtual. De ello se desprende que la contrapartida entre lo tecnológico y lo precario constituye un terreno virgen en la trayectoria de Kcho. Incluso, el cinetismo es un recurso que pudiera atenuar la solemnidad museográfica que padecen la mayoría de sus piezas. Un destello de movimiento virtual relativo al fracaso de la expansión real, le sumaría a esta visión del caos una perspectiva más libre del esquema realista en que se asienta. Si en el interior de un museo o galería la obra de Kcho nos remite al caos encerrado dentro de una urna de cristal, el espectador atento necesita esta misma urna que siempre está a punto de hacerse trizas con apenas fijar la vista sobre la superficie de su hermetismo o transparencia.   

En la carrera de Kcho abundan los títulos de efectos trágico-poéticos alusivos a la soledad y el aislamiento que, muchas veces, compensan las pretensiones formales de las obras. Es decir, que su olfato en este sentido no es para nada desdeñable. Una muestra de ello la encontramos en la agudeza infantil de Cómo el garabato se parece a Cuba, la reveladora sencillez de El dibujo es el soporte de la idea o en la irreverente ambigüedad de No me agradezcan el silencio, título de aquella casa-embarcación que instaló en la Galería Manuel Galich de la Casa de las Américas en el 2000. Por ello, resultó chocante que titulara Núcleos del tiempo a su frustrado proyecto de arte público finalmente adaptado para la Galería Villa Manuela de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Si antes la aparente sobriedad del acto de nombrar una pieza era la vía efectiva para llegar a la complejidad de su esencia, esta vez se trocaron los papeles. Ahora el espectador se enfrentaba a una sofisticación tan elevadamente abstracta que no sugería conducir la lectura hacia esa metáfora hogareña que emanaba del conjunto visual. Además, ese “derroche cerebral” se redujo a un absurdo tan literal que desenmascaró la apropiación de un concepto para salvar una imagen anclada en el tiempo. Todo lo cual incidió en que echáramos de menos la ingeniosidad y frescura que poseen muchos de los títulos concebidos  por el artista.    

Núcleos del tiempo (2005) reincidió en ese adentrarse-encerrarse en la trampa insular de mirar a lo lejos delante de su propia imagen. En esta ocasión, la fábula partió del concepto del hogar como metáfora del viaje. Encima de remos-zancos reposaban objetos domésticos, recreando un ambiente de añoranza contenida, renuente a darnos una pista segura. Aquí la ambigüedad se hizo evidente. Por lo que la confusión emergió de una duda de rigor: ¿basta construir una gigantería familiar sin miedo a la claustrofobia para evitar los estragos de la inundación  o solo despegando los pies de la tierra es posible alcanzar el sosiego deseado? Son las dos caras de una misma moneda, donde se mezclan el ansia de salvarlo todo sin renunciar a nada y la obsesión de vivir en una perpetua fuga imaginaria.

Cuando se tratan asuntos tan dramáticos como los que aborda este artista en sus dibujos e instalaciones, ese terreno de nadie donde gusta afincarse no es el mejor punto de observación para quien pretende ser un cronista de su tiempo. De ello se infiere una responsabilidad ética que neutraliza lo estético hasta casi vaciarlo de contenido. Hacer un arte político comprometido implica asumir los riesgos que este conlleva. En esta situación, se agradece más el panfleto o la herejía. Pese a que el mejor de los consejos tiene una pata de palo como dijo uno de los nuestros, estos tienen la virtud de poner en claro la posición de quien aspira a inyectarle un mínimo de transparencia a su labor artística. Mientras perduren estas condiciones de estricta ambigüedad, estaremos en presencia de un simulacro de arte político, destinado a retocar el barniz del comentario local antes que a potenciar un cuestionamiento global del fenómeno aludido.

Más allá de toda subjetividad crítica con respecto al acierto o fracaso de propuestas como Lo mejor del verano, En el mar no hay nada escrito o Núcleos del tiempo, ni el análisis formal más profundo estaría en condiciones de relegar a un segundo plano el dilema ético que subyace en la esencia de esta propuesta. Tal discusión dividiría a los espectadores en dos posiciones antagónicas: de un lado estarían los que siguen creyendo que lo importante es la perdurabilidad del oficio del arte; del otro se hallarían quienes sostienen que una eticidad profunda le garantiza virtuosismo y longevidad a la creación. Solo los partidarios de esta última opción podrán determinar si, en el caso que nos ocupa, cabe preguntarse si la pugna entre la ética y la estética conserva su polémica vitalidad de siempre.

*Texto publicado en la revista Artecubano 1-2006. Debo contarles que este texto está rodeado de una leyenda habanera que no pasa de ahí: mera fábula. La publicación de ese número coincidió con mi retirada del Consejo Nacional de las Artes Plásticas y en consecuencia de la revista en cuestión. Los cambios sucedidos a nivel administrativo no daban para más y decidí pedir la baja mediante carta cuya copia fue donada al Archivo Veigas.

Pues bien, Kcho, quien era considerado un Dios, aparentemente no podía ser tocado con el criterio de una opinión y casi todo el mundo creyó que había sido expulsada por publicar dicho texto. Habíamos tenido un tristísimo antecedente, y era la publicación de “Vómico”, un texto de Frency que le costó a Yissel Arce la silla editorial. Tras esa censura previa decidí guardar las correcciones del entonces director de la revista Artecubano, Rubén del Valle hechas al texto de Héctor, documento donado también al Archivo Veigas.

Pero ese número venía rodeado de conflicto. Alejandro Rojas, en ese momento Presidente del CNAP y sin voto aparente para el tema, criticaba la elección editorial de la portada, una recreación de la obra de Abel Barroso que encajaba perfectamente con el tema de la bienal que venía: Dinámicas urbanas. También le “preocupaba” la contraportada del número anterior, la cual reproducía la obra de Flavio Garciandía, La extraña vida sexual de López Obrador. A pesar de ser una obra abstracta, el poder se preocupa y detecta estos gestos disidentes. Era, únicamente, 2005.

A la distancia leemos el texto de Héctor sobre Kcho y en verdad no es un ensayo demoledor; más bien es exquisitamente quilibrado, lo ubica en una tradición y denuncia su cansancio ético. Como team editorial, Héctor y yo estuvimos trabajando en él par de meses. Al cabo, una se pregunta cómo es que la gente puede llegar a creer que por publicar un texto así alguien puede ser despedido. Ahhh, las prácticas previas, la censura como tradicional ejercicio de impunidad. El miedo ambiente. El endiosamiento. El culto a la personalidad. La categoría de intocable. Kcho, que hizo la Regata en 1994 y no se podía mencionar en el periódico siquiera, de piedra en el zapato pasó a ser un mimado por reabsorbido; el más oficialista que el que más. El que más, el que está en la piedra. Una cosa debo decir a favor del pinero: jamás me llamó para decirme algo al respecto ni me faltó el respeto. De hecho hemos hablado poco por no decir nada. (En este tópico de artistas “dolidos” mejor ni entrar, tengo para comer y para llevar).

La censura, que sí la hubo, se destapó de una manera más performática, digamos que un legible paripé. Se promovió la presentación del número en el Centro Lam y una vez que todo el público estaba esperando, la revista no se presentó, aunque sí se vendió. (Nota de Elvia Rosa Castro).